Italia

‘La obra más radical de Bellini’

Jorge Binaghi
martes, 28 de mayo de 2019
Zoni: La straniera © Michele Monasta, 2019 Zoni: La straniera © Michele Monasta, 2019
Florencia, jueves, 16 de mayo de 2019. Teatro del Maggio Musicale. La straniera (Scala, Milán, 14 de febrero de 1829); libreto de Felice Romani sobre la novela del Visconte de Arlincourt, música de V. Bellini. Puesta en escena: Mateo Zoni. Escenografía: Tonino Zera, Renzo Bellanca. Vestuario: Stefano Ciammitti. Luces: Daniele Ciprì. Intérpretes: Salome Jicia (Alaide), Dario Schmunck (Arturo), Serban Vasile (Valdeburgo), Laura Verrecchia (Isoletta),  Dave Monaco (Osburgo), Adriano Gramigni (Prior), y Shuxin Li (El señor de Montolino). Coro (preparado por Lorenzo Frtatini) y  Orquesta del Maggio Musicale Fiorentino. Dirección: Fabio Luisi
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La frase del título pertenece al libro de John Roselli (Bellini, en la traducción de C. Toscani, Ricordi, 2ª.ed, 2001, págs. 86 y sigs.), que habría que seguir citando porque da buena cuenta de por qué esta ópera tan interesante no ha logrado imponerse en el repertorio (yo hasta ahora la conocía sólo por grabaciones -preferí no asistir, tal vez equivocadamente, a las reposiciones de la Ópera de Zúrich- de la que, a mi ver, la referencia es la interpretación de Renata Scotto). Si se le suma el interés que por ella manifestaban, desde distintas posiciones, dos compositores tan poco complacientes en general -y menos aún con la ópera italiana- como Berlioz y Wagner, sólo hay que acoger con aplausos la iniciativa del Maggio Musicale de este año (el número 82) en su nueva sede (que yo no conocía aún y que de fuera no me ha gustado nada y por dentro es cómoda aunque no demasiado bella y de acústica perfectible -tenía un sector de la orquesta en mis oídos todo el tiempo y al principio pensé que había algunos móviles sonando al unísono). Esperemos que bien pronto pueda estar a la altura que solía serle propia. El ‘lema’ de este Maggio es ‘Poder y virtud’ y va muy bien con los dos títulos elegidos, el presente y Le nozze di Figaro (que espero ver en su momento).

El libreto de Romani  (no pienso contar el argumento, que va de reyes y reinas en exceso y nobles enamorados, más un hermano de una de las reinas disfrazado) que, como siempre, acierta y va al grano eliminando toda la paja del original (y de paso algunos hechos sin los cuales la obra no se entiende muy bien -aunque el autor pensó exponerlos en su prólogo al libreto, lo que no lo eximió de críticas y de alguna culpa) permitió a Bellini experimentar con las formas sin romperlas, pero esforzándose en lograr un declamado musical (que le fue afeado en su momento aunque el público lo acogió con entusiasmo, que duró medio siglo -lo que hoy equivaldría a la eternidad) con pocas arias (el tenor no tiene una, y que no era sólo la ausencia de Rubini lo que influyó en el hecho porque Domenico Reina era joven y aún no se conocía bien su valía queda demostrado porque al año siguiente del estreno, con Rubini disponible y alterando la partitura para él el autor no lo gratificó con un aria). La presencia del aria de Isoletta (un personaje desteñido donde los haya) se debió a la presencia de la Unger como ‘seconda donna’, la(s) de Valdeburgo a un acuerdo con el gran Tamburini que había quedado marginalizado en el precedente Pirata, y si la protagonista tiene una gran escena final -que de tanto cantarla costó la voz a su creadora, la célebre Meric-Lalande- es cierto que su ‘aria de salida’ es una canción entre bambalinas y luego tiene tal vez ariosos insertados en dúos, tríos o concertantes, como es perceptible la escasez de cabalette.

El caso es que nunca más volvería a un método tan experimental como aquí y no sé si fue o no una lástima (viendo lo que vino después pienso que no), pero era algo sumamente interesante que de haberse prolongado y con éxito habría cambiado probablemente el discurrir de la ópera italiana. Pero dejemos hipótesis que de nada sirven y vayamos a la representación que motiva estas líneas.

Como siempre, lo que provoca más dificultad en obras de este período (y en particular si no son conocidas -si lo son los desmanes están asegurados-) es el tipo de producción, que siempre es nueva. 

En este caso nos hemos quedado a medio camino, lo que, justamente, no es bueno pero tampoco malo. Lo mejor fueron las luces, lo peor el vestuario (el de las señoras parecía confeccionado por alguna rival en poder o virtud justamente), el escenario estaba convenientemente vacío para parecer todo y nada (en general predominó lo segundo, con lo que el final del primer acto con la doble caída al lago -lo más inverosímil de todo- resultó de una torpeza total, así como la escenificación de la caza al ciervo, que en la ocasión era al parecer la misma joven enmascarada -como todas las jóvenes del lugar, cuando la única en ocultarse según sabemos y se nos dice es la extranjera- que aparece en la fiesta -adiós barcarola y barcas del libreto- del primer cuadro. Con los personajes hubo de todo: faltó marcación en tenor y barítono, que hubieran necesitado de directrices precisas; en el caso de la protagonista las cosas fueron un poco mejor, pero sólo debido a las potencialidades como actriz de la protagonista -que, en un espectáculo discutible como en La donna del lago de Pesaro, Michieletto sabía explotar mejor). Con los otros personajes poco puede hacerse, pero tal vez Osburgo fue excesivamente desenvuelto para su papel, y eso hizo notar más las carencias del joven cantante que lo encarnaba. De los otros secundarios fue preferible Gramigni en la parte más larga del Prior que enjuicia y reconoce a la protagonista en el principio y final del segundo acto.

La Agnese/Alaide de Jicia fue excelente, con sólo algunos agudos y sobreagudos (‘algunos’ no es sinónimo de ‘todos’, más vale aclarar por las dudas) un tanto ásperos o tirantes. La voz es homogénea entre registros (rara cualidad en las belcantistas, al menos según algunas teorías y ejemplos concretos, aunque también hay varios que acreditan lo contrario), bien timbrada y bien proyectada. Frasea bien y creo que podrá hacerlo mejor. 

En este último sentido fue la única. Los demás se movieron en un fraseo mejor o no tanto, pero siempre impersonal y siguiendo derroteros convencionales (lo mismo que con los gestos). El caso más evidente es el de Schmunck, un cantante correcto o algo más que eso, pero que necesita de estímulos. La voz se mantiene relativamente fresca y la mayor oscuridad del registro central no molesta y es normal. Vasile fue el que globalmente puso en evidencia medios más generosos y bien emitidos pese a la monotonía del canto, y su parte es la más importante luego de la protagonista (tal vez porque eran hermanos en la trama). Verrecchia es una buena voz, bien timbrada, pero su emisión del agudo es mejorable, e hizo lo que pudo con una parte que convierte a algunas ‘tontas rematadas’ de la lírica en personalidades de fuego, como si Micaela fuera una Carmen burguesa, digamos.

El coro lo hizo bien, pero oí siempre las voces graves masculinas predominando sobre todas las otras (y no tiene la culpa de sus movimientos). En este sentido corrió con ventaja la excelente orquesta del Teatro dirigida por el actual titular, Luisi, un director al que el Met recurrió cuando había problemas y del que parece haberse olvidado. Mal hecho, pero mejor para Europa porque así disponen de él Zúrich y Florencia con carácter permanente y otras casas de modo más fugaz (padeciendo en Barcelona carencia de grandes maestros italianos deseo recordar que aquí dirigió un excelente Falstaff y un magnífico concierto…y nunca más volvió, vaya Dios -o el diablo- a saber por qué…Ni siquiera pasó a Madrid con el director que lo contrató). Es una batuta elegante, sagaz, no prepotente, conoce las obras y el estilo, no lucha contra los cantantes, y tiene autoridad sin ser autoritario. Todas estas virtudes brillaron a partir del segundo cuadro; el primero, y en particular la ‘stretta’ que lo cierra no fueron lo mejor que le he visto (claro que dicha ‘stretta’ es severamente juzgada por varios estudiosos que la tachan de ‘mecánica’: en todo caso sonó así y no me parece que Luisi comparta ese juicio). 

El teatro estaba muy poblado sin llegar a las localidades agotadas (como habría ocurrido seguramente con algún título más ‘famoso’ y no necesariamente -más bien al contrario- mejor hecho) y los asistentes mostraron en varias oportunidades su agrado aunque aquí también parece imperar, como en otros célebres teatros no sólo continentales (el Brexit no influirá en esto), la insólita prisa por abandonar la sala en cuanto se encienden las luces al final.

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