Alemania
Una obviedad sin resultados
Esteban Hernández
El presente puede ser un mal consejero, y en numerosas ocasiones hasta injusto. Solo el paso del tiempo suele ser garante de un juicio recto y democrático, si como tal entendemos una visión amplia y en nada supeditada al gusto de una minoría o las modas del momento. En el campo de la música occidental encontramos ejemplos en casi todos los periodos la historia, normalmente coincidentes con fases en las que se acometía o se precisaba un cambio de dirección.
Alceste se erigió por méritos propios como una de las piedras necesarias de la reforma que Gluck y Calzabigi no dudaron en acometer, hastiados de un modelo metastasiano eficiente desde un punto de vista empresarial pero falto de interés artístico para sus hacedores, y de sufrir el arbitrio de los cantantes, idolatrados por un público embelesado ante la demostración -continua y desproporcionada para los autores- de sus proezas vocales. El resultado en este particular título no fue particularmente ingenioso ni inspirador, todo sea dicho, pero sí necesario para que la historia de este género siguiese su curso.
La primera versión de Alceste (Viena, 1767), en italiano, sufrió nueve años después en París significativos cambios, desde la mutación de la lengua, al francés, hasta cierta sumisión al público local, dotándola, entre otras cosas, de un final algo menos alejado de los modelos precedentes.
Toda la quietud que tanto la primitiva dramaturgia como el libreto aportan a Alceste viene compensada en esta ocasión por Sidi Larbi Cherkauoui, en su labor como coreógrafo e ideador de esta nueva puesta en escena, partícipe ya en 2016 de la producción en Múnich de Les Indes galantes de Rameau. En la propia concepción de la dirección radica quizás el primero de los pecados de esta apuesta, pues no hace sino proponer lo que ante un título semejante se nos antoja como obviedad.
Los bailarines de la Compagnie Eastman, fundada en 2010 por el mismo regidor belga, son los encargados de dinamizar con sus gestos, movimientos y actitudes una trama que, en su esencia más pura, no merecería una presencia más destacada de la que hoy tiene en los teatros de ópera, que no es otra que testimonial. La propuesta entretiene -aunque peca de ciertas reiteraciones-, pero no responde desde luego al propósito primigenio del título y a lo que uno esperaría de un Alceste contemporáneo, es más, se aleja con tremenda osadía, alimentando dos mundos por separado, el vocal y el escénico, que nunca llegan a encontrarse.
La escenografía, obra de Henrik Ahr, cumple la mera función de no molestar en demasía, convirtiéndose en un amplio pero insulso marco para que la danza fluya. No existen prácticamente una dirección escénica para los cantantes, y solo Anna El-Khashem, una de las corifeas, tuvo un papel activo y relevante, amén de una meritoria actuación vocal. El-Khashem tuvo sin embargo un efecto negativo en sí, el mostrarnos lo que pudo ser y no fue. Castronovo y Röschmann, en los roles principales, estuvieron comedidos en su actuación, echando quizás de menos un atril que les hubiese salvado de una incómoda pasividad, algo que desde luego no ayudó a mostrar la valía de sus instrumentos.
La actuación de Antonello Manacorda fue cabal y lo más históricamente correcta que se puede proponer con una orquesta a la que el barroco le suena, pero no lo hace sonar, y en la que la presencia del clave en su entramado armónico se convierte en testimonial, ahogándose continuamente ante el hedor metálico de las cuerdas. No estaría de más pensar en una formación específica -y especializada- para títulos como el presente, al estilo de la Orchestra La Scintilla en la Opernhaus de Zúrich. El coro estuvo porque debía estar, y también se procuró que molestase lo menos posible.
Si por lo que parece en la première fue notoria la escasa presencia del equipo directivo, la velada siguiente no iba a ser menos, muestra de que también se pueden poner límites a la fe en tu propia parroquia.
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