Reino Unido
Zapatito operístico
Agustín Blanco Bazán

Acertadamente, Cendrillon fue presentada como “cuento de hadas” ya en ocasión de su estreno en la Opéra Comique en 1899. Porque como “ópera” no sirve demasiado. La acción es lineal, amanerada, y sin progresión dramática. Uno tiene la sensación de estar dando vuelta cada hoja de un precioso librito de tapa dura exclamando en cada caso un “¡ay pero que bonita!”, ante el descubrimiento de una nueva ilustración en colores, preferentemente protegida con papel de arroz para que nuestros pulgares no la ajen.
¿Cómo comparar tanta preciosura con esa Cenerentola rossiniana en que cada personaje parece saltar de la escena para morder la yugular del público con una irresistible vena cómica? En Cendrillon en cambio los personajes pasan como en un desfile de modelos, haciendo monerías o caritas de tristeza. Y el espectador apenas alcanza a sonreír porque este es un cuentillo bastante serio, de esos que angustian a los niños como una pesadilla en que la palabra “madrastra” es lo mismo que “bruja.” Pero hay bellísimos momentos musicales en este cuento en estilo francés tan passé si se tiene en cuenta que en el momento del estreno el repertorio italiano tenía ya Manon Lescaut y Bohème y la misma Opéra Comique presentaría Pelleás et Mélisande tres años después.
De cualquier manera, Fiona Shaw, una de las más destacadas artistas de cine y teatro en Gran Bretaña, se las arregló para presentarse como regisseur con una gran puesta. El concepto clave es una visualización de la narrativa como un juego entre sueño y realidad, con enormes paneles de espejo giratorios que lo iluminan todo con azules o verdes; y que contrastan con personajes que van y vienen como intensos cameos psicológicos. Y por supuesto que hay espíritus y geniecillos que saltan constantemente de un lado al otro.
En una escenografía de vestuarios contemporáneos, Agnes Zwierko (Madame de la Haltière) se presentó como una madrastra tan agresiva como risueña en su collage de colorinches e insinuación de cincuentona que quiere ser joven. Y tan insufribles como sus disparatados vestuarios fueron las risueñas hermanastras, Noémie (Eduarda Melo) y Dorothée (Julie Pasturaud): “Sono un misto d'insolenza, Di capriccio e vanità” pensé, siempre acordándome de las inolvidables Clorinda y Tisbe de Cenerentola.
Estrella vocal de la noche fue el hada madrina de Nina Ninasyan, una soprano de coloratura brillante y segura. Y, aunque más olvidado por Shaw que los demás, Lionel Lhote elevó al insulso papá Pandolfo una aceptable intensidad dramática gracias a la calidez y proyección de timbre. Como el príncipe, Kate Lindsey decidió mandar al diablo al cuento de hadas para lucirse como un personaje dramático similar al Octavio del Caballero de la rosa, y lo cierto es que vocalmente hablando Lindsey canta cada vez mejor. Su impostación, color y fuerza de ataque son ahora excepcionales.
Párrafo aparte merece la protagonista. La voz de Danielle de Niese sigue teniendo un cierto tinte ácido y una emisión algo forzada, pero a pesar de algunos problemas de pronunciación, me sorprendió la calidad de su canto en francés, con vocales abiertas, elegantemente emitidas y ágil línea de pasaje del registro medio al agudo. Pero aún más descolló De Niese como artista, con esa extraordinaria capacidad de comunicación con el público. Cualquiera sea el rol que le toca interpretar, de Niese siempre logra hacer del espectador un cómplice de su paso por la escena. En esto siempre pone un talento de comedia musical y no es de extrañar que haya tenido tanto éxito en El hombre de la mancha poco tiempo antes de esta Cendrillon. ¿Cómo hizo esta gran profesional de la escena cantada para meterse en la preparación de dos producciones tan disimiles y salir de ambas con dos personajes tan bien cocinados?
Jon Wilson dirigió a la Filarmónica de Londres con pulso seguro y brillantez cromática. Apoyados en esta enfática intensidad orquestal Cendrillón y el príncipe cantaron ese dúo tan insólitamente wagneriano compuesto por Massenet, verdaderamente como si fueran Tristán e Isolda. ¡Ahí sí que consiguieron salir de la estampa de libro de cuentos, arrancar el papel de arroz y agarrarnos por la solapa! Imposible aceptar que vivieron felices y comieron perdices después de semejante despliegue melodramático.
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