Italia

Verdi: lecciones sobre infelicidad y maldad 

Jorge Binaghi
martes, 2 de julio de 2019
Oropesa en 'I Masnadieri' © Brescia/Amisano, 2019 Oropesa en 'I Masnadieri' © Brescia/Amisano, 2019
Milán, martes, 18 de junio de 2019. Teatro alla Scala. I Masnadieri (Londres, Her Majesty’s Theatre, 22 de julio de 1847), libreto de A. Maffei sobre su traducción de la obra de Schiller Die Räuber, música de G. Verdi. Puesta en escena: David McVicar. Escenografía: Charles Edwards. Vestuario: Brigitte Reifenstuel. Luces: Adam Silverman. Movimientos coreográficos: Jo Meredith. Intérpretes: Michele Pertusi (Massimiliano), Fabio Sartori (Carlo), Massimo Cavalletti (Francesco), Lisette Oropesa (Amalia),  Francesco Pittari (Arminio), Alessandro Spina (Moser) y Matteo DeSole (Rolla). Coro (maestro: Bruno Casoni) y orquesta del Teatro. Dirección: Michele Mariotti
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A cuarenta años (casi uno más) de su última reposición volvió a subir a escena la relativamente desconocida obra del primer Verdi, primer -y único- encargo para Londres, que escribió pensando en algunos cantantes ilustres y un violonchelista conocido. Segunda vez de contacto con Schiller, que sería fundamental para otras cuatro de sus óperas (incluyo la escena del campamento de La forza del destino). También primera y última colaboración con Maffei, seguramente conocedor de las lenguas que traducía y cuya tarea era muy apreciada y admirada por el compositor, pero inhábil libretista (y al aún joven Verdi le habrá podido el prestigio intelectual porque no le pidió -que sepamos- ningún cambio como hacía todo el tiempo con sus otros pacientes y mucho mejores libretistas). De hecho sigo creyendo -y no soy el primero ni el único- que las iras que suelen desatarse sobre este título y su resistencia a entrar en repertorio se deba a ese desdichado texto cuya dureza se nota y obliga a algunos acentos y brusquedades que de otro modo no se comprenden. Casi nunca hay en Verdi en esta época tres arias seguidas -dos con sus correspondientes cabalettas dobles- que resientan de tal modo la acción dramática. Pero como Verdi es Verdi y como a la Isis de su Aida ‘todo misterio de los humanos le es conocido’ porque ‘lee en el corazón de ellos’ (y ellas, por supuesto y por las dudas).

Y aquí hay un padre infeliz, un hijo que se complace en serlo, una sola mujer entre tanto hombre que intenta aportar paz, razón y esperanza (y acaba asesinada por su adorado amante infeliz), y un hijo ‘inhumano’, causante de todas las desgracias pero sobre todo de la propia y que interesa tanto al compositor como para hacerle escribir una última escena del personaje que, por sí sola, bastaría para justificar la ópera.

Tratándose de Verdi y la Scala fui a la primera algo intranquilo porque sé cómo se las suele gastar algún grupito de ‘defensores de las esencias’ que hace ruido por la mitad del teatro. No me equivoqué y si bien lograron armar al final un buen alboroto la mayoría del público aplaudió, quizás incluso con más fuerza. Creo que es la última vez que pierdo el tiempo en mencionar estos desmanes (independientemente de que en algún caso hayan podido tener cierta razón, nunca de todos modos para abuchear del modo en que lo hicieron. Nadie había pretendido dar gato por liebre -y eso que a veces los primeros que ‘tragan’ son estos conocedores- sino hacer lo mejor que podían; nadie estaba utilizando un nombre o una fama mal habidos -en cuyo caso también se callan y hasta aplauden; no se puede decir que alguien no intentara hacer lo mejor posible. Tal vez el resultado no era satisfactorio, pero entonces con el silencio ya es no sólo suficiente sino mucho más claro que una silbatina para que los interesados piensen. Los afectados tuvieron la hidalguía -que muchos más famosos no tienen cuando temen estas reacciones- de salir a saludar en solitario. Y volvamos a la representación). 

Hubo una nueva producción a cargo de McVicar. No es, ni de lejos, el mejor de sus trabajos. Sí hubo aciertos en la luz, en la disposición de algunos movimientos (sin que hiciera falta ninguna coreografía), en la distribución del espacio; los trajes eran bellísimos aunque no de la época  en que se supone transcurre la acción sino de la de la composición operística. Pero hubo incongruencias (esos bandidos que sólo lo son al final, cuando el protagonista dice en su entrada que vive en un grupo de malhechores) y esa molesta insistencia actual de hacer del autor -en este caso de la obra, o sea Schiller- un personaje más que observa, comenta y escribe, pero que aquí además, omnipresente, también se permite tomar parte en la acción. No ayuda en nada, molesta y en algún caso habrá dificultado la comprensión ya que había que conocer la vida del joven Schiller amargada por sus estudios en una institución militar rigurosa para entender toda la primera escena, muy larga (de paso nos estropearon el preludio, que fue excepcional, como lo fue la intervención solista de Massimo Polidori en violonchelo). Con los artistas no pareció haberse hecho muy esfuerzo porque los más débiles escénicamente -Cavalletti y Sartori- fueron tan endebles como siempre.

Pero aunque se trate de una obra para cuatro grandes cantantes, un director algo tiene que decir en una ópera de Verdi, así sea la más ‘sencilla’ desde el punto de vista orquestal (y ésta no lo es). Creo que Mariotti es uno de esos jóvenes directores (no sé si llega a los cuarenta) que tienen una afinidad intuitiva e inmediata con la música lírica y luego la profundizan. Si alguien quiere un Verdi todo el tiempo vigoroso, ardiente, precipitado, enfático tal vez se haya sorprendido o desilusionado. Pero ya desde el preludio se advierte que ni siquiera con todas las cabalettas del mundo se lo puede reducir a ‘simplemente eso’. Mariotti tejió un tapiz magnífico, lleno de colores (y no sólo de brocha gorda, que estuvo cuando hacía falta pero ni un segundo más) con la complicidad de una orquesta extraordinaria y logró incluso limitar algunos problemas que provenían del escenario y podrían haber sido más graves sin su presencia, paciencia y atención. 

Y, claro los cantantes. Despachemos a los comprimarios que estuvieron bien sin más (algo mejor se podría haber esperado de Spina, que en el corto pero importante papel del pastor se quedó algo por debajo de lo que habría sido deseable; muy correctos el traidor apesadumbrado de Pittari, sobre todo, pero también el bandido Rolla de DeSole) aunque por lo que se vio ellos sí trabajaron con el director de escena. 

El padre, pensado para Lablache, lo cantó e interpretó con una musicalidad excepcional y un buen color de voz Pertusi, quien desde mi óptica fue el más completo. A su forma de cantar se debe que el dúo entre padre e hijo del último acto fuese estremecedor porque obligó a Sartori a un esfuerzo por plegarse a las sutilezas del canto. Había escuchado al tenor hace quince años en Bruselas en la misma parte, y lo admirable es que pueda seguir cantándola. Pero si es una voz y un canto generoso, su fraseo y actuación absolutamente convencionales quitan fuerza a la prestación, así como el recurso exagerado del sollozo y el canto de fuerza sin matices o apenas terminan por hacer monótono tanto esfuerzo serio.

Oropesa fue la última elegida, ya que se tardó en elegir a la intérprete de Amalia. Es comprensible porque aunque el papel fue pensado para el ruiseñor sueco de la época, Jenny Lind, no sólo la tradición indica otra cosa (no hay más que ver las no muchas grabaciones de la obra, algunas en vivo), sino que la Lind tenía en su repertorio personajes de fuerza (y, por otra parte, poco después a Verdi su alumno Muzio y el director Mariani se le quejaban de la voz débil y el estilo anticuado de la célebre diva). Aquí tuvimos un canto irreprochable, excelso en todo lo referente a agudos y sobreagudos, trinos y adornos y agilidades, una buena actuación, pero si el registro central es algo débil, el grave -de existir- es claramente insuficiente y el timbre no presenta ninguna característica personal. 

Nunca me ha interesado Cavalletti, pero en Zúrich ofrecía un vozarrón para los que privilegian la cantidad a la calidad. Obviamente al pasar la dirección a Milán, aunque sorprendentemente prescinde de algunos elementos positivos de la escena suiza, apuestan incansablemente por otros; obviamente se siente por este barítono gran aprecio, pero se le hace un flaco favor olvidando las diferencias entre un país y otros, las tradiciones distintas del público e incluso las dimensiones diversas de los teatros. Cavaletti hizo lo que pudo con una voz de bello color oscuro aunque algo disminuida en la potencia que tanto se le alababa, seguramente debido a la insistencia en una emisión defectuosa por la colocación constante atrás, con lo que además tuvo dificultades en la zona aguda que muchas veces sonó desafinada o gritada. En la próxima temporada está anunciado como Conde de Luna: o se trabaja mucho o habría que replantearse la situación (personalmente creo que los títulos verdianos del año próximo son lo más flojo de la programación).

Antes de iniciar el espectáculo el director general Pereira, muy aplaudido (era el día en que se había sabido que no se le renovaría otro período aunque ahora se ha logrado una solución ‘a la italiana’ -no sé si es un cumplido, pero así es), tuvo unas palabras para recordar al recientemente fallecido Franco Zeffirelli, algunas de cuyas producciones (Aida, Bohème) siguen ofreciéndose en la Scala.

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