Francia
Un requiem, o algo parecido
Jesús Aguado

A ver cómo les explico yo esto. Versión uno: Una niña, símbolo de las primeras etapas de la vida, es el centro de una danza ritual en torno a sus aprendizajes y transiciones, representadas mediante diferentes colores con los que se van tiñendo su cabello, su piel y su ropa. Versión dos: un coro vestido de campesinas húngaras baila sardanas mientras le hacen todo tipo de barbaridades a una niña en camisón que probablemente termine denunciándoles por varios delitos, a cuál más desagradable.
Vale, puede que en la segunda versión mi gusto por el sarcasmo se me haya desbocado un poco, pero les aseguro las dos sirven para relatar una de las escenas que el director Romeo Castellucci muestra en su puesta en escena del Requiem de Mozart.
Para casi todo lo que vi en el escenario del Théâtre de l'Archevêché podría hacer dos versiones en parecidos términos, de hecho, casi podría escribir dos críticas diferentes, como si Enrique Jardiel Poncela y Paulo Coelho hubieran visto la misma representación y nos la comentaran desde sus particulares puntos de vista. Porque, en el fondo, se trata de eso, de puntos de vista, el suyo, el mío, y, sobre todo, el de Castellucci, creador, como ya he dicho, de la arriesgada puesta en escena.
Su punto de vista, o su concepto original, es no contemplar el Requiem como un lamento por la muerte, sino como una celebración de la vida, y en eso basa toda su puesta en escena, que viene a ser una especie de rito colectivo de iniciación, de renovación, de retorno. La muerte que da paso a la vida, con sus diferentes etapas, etapas que terminarán cerrando el círculo de nuevo con la muerte. Pero, claro ese es el concepto de Castellucci, y mi problema con este tipo de producciones conceptuales (mi yo jardielesco las llama colonoscópicas, pero les juro que estoy intentando moderarme) es que parece que exigen del espectador un posicionamiento claro y entusiasta, a favor o en contra: estás a favor y eres un moderno amante de las artes, abierto a las nuevas tendencias, o estás en contra y eres un abuelo cebolleta gruñón y anclado en el más rancio pasado. Si uno se posiciona en el primer grupo, todo lo que vea en escena le parecerá una genialidad (he leído varias críticas en esa línea) y si se opta por el segundo, todo será una mamarrachada ridiculizable hasta el infinito.
Y aquí me tienen ustedes, en el limbo, como de costumbre. Digamos que el concepto del que parte Castellucci, en principio, me deja frío. Que decida que una misa de difuntos es una celebración de la vida no me parece ni bien ni mal, me parece (y en obras con conceptos de este tipo siempre acabo recurriendo a este término) simplemente arbitrario: es su idea, su concepción de la obra, podría ser otra, pero es esta. No tengo problema con eso, así que me centro únicamente en lo que veo: puede que la idea original del director no me convenza demasiado, pero si su propuesta escénica tiene fuerza suficiente, puede dejarme clavado en el asiento y proporcionarme una experiencia teatral inolvidable. Y llegamos así al principio de esta crónica y a las dos versiones de la crítica: lo cierto es que en una gran parte de la obra, Jardiel le pudo a Coelho.
Momentos impactantes desde el punto de vista visual: el inicio, con un canto gregoriano sonando de fondo, en el que vemos a una mujer mayor fumando sola en su dormitorio, ante una televisión encendida, a punto de acostarse en la que imaginamos que va a ser su última noche en la tierra. Todo el fondo del escenario es negro, y lo único que vemos es a la mujer, su cama y la televisión encendida. Una vez que se acuesta comienzan a aparecer unas figuras en negro, ella poco a poco va desapareciendo en la cama (un efecto fantásticamente logrado), y a medida que van entrando más figuras lo van cubriendo todo de negro, y cuando por fin levantan la cama en la que la anciana ha desaparecido, cae al suelo una chica joven, y se inicia el ciclo de la vida.
A partir de ahí, comienza la sección que relataba al principio, una especie de Consagración de la primavera al revés, con el coro trazando círculos y dando saltitos. La alusión a la Consagración no es gratuita, aparte de la muchacha y las danzas tribales, si conocen la versión original de Nijinsky para la partitura de Stravinsky, la inspiración de muchas de las imágenes propuestas por Castellucci era evidente. Pero debo reconocer humildemente que para ver en tanta danza folklórica y tanta cintita volando esas imágenes cuasi catárticas que busca el italiano hay que cruzar algunos puentes que yo no conseguí siquiera encontrar. Las imágenes me parecieron banales y sin fuerza. Jardiel iba ganando.
Fue al final, tras un episodio en el que aparece un escena un coche accidentado, y en el que los miembros del coro van, uno a uno colocándose delante de él posando como si estuvieran siendo atropellados en ese momento, y en el que tuve que hacer esfuerzos para contener la risa, cuando volvió la magia escénica: el blanco reinante en el escenario es arrancado para volver a mostrar un fondo negro, y el coro, en el suelo, que está lleno de tierra, se envuelve a su vez en unas gasas negras de las que salen para irse desnudando y salir, abrazados, como una masa informe, cantando del escenario.
El suelo, donde han quedado las ropas y todos los restos de lo ocurrido, se va elevando desde atrás, haciendo caer todo lo que contiene, hasta que se pega al fondo del escenario, un fondo manchado del que aún cae tierra y restos diversos mientras se escuchan las últimas notas de música. En un último efecto, la mujer que vimos acostarse al principio aparece, junto con otras que representan todas las fases de la vida, portando una de ellas a un bebé, que deja en el centro del escenario mientras todas se retiran y cae el telón. Como el destino es un bellaco, en la representación que presencié, el niño empezó a llorar en cuanto tocó el suelo, y a medida que las mujeres se alejaban lentamente, berreó como un desesperado y empezó a gatear mientras caía poco a poco el telón. Imagino que en cuanto cayera del todo su madre se abalanzaría a socorrerlo, pero realmente fue una imagen desasosegante verlo allí, llorando impotente, e imagino que tal efecto no estaría en los planes de Castellucci.
El responsable de la parte musical era Raphaël Pichon al frente de su grupo Pygmalion, y ahí sí que no hay duda ni dos versiones: es uno de los mejores grupos de la actualidad en este repertorio. El sonido que consiguen es de una belleza y una carnalidad absoluta. Hubo algún que otro problemilla en el metal, pero ya sabemos que los instrumentos de época de esta familia son peligrosísimos, y la cosa no fue más allá de un par de notas, el resto del tiempo el empaste fue irreprochable. Pichon dirige con una precisión y meticulosidad que hacen que Mozart suene a nuevo en cada nota y al mismo tiempo cada nota sea como volver a casa. Y si hablamos de las prestaciones del coro, hay que empezar a hablar de prodigios, pues no solo estuvieron perfectos, sino que lo estuvieron mientras se movían, giraban, saltaban, se revolcaban y se desnudaban, sin que se notase el más leve desajuste. Impresionantes.
Los cuatro solistas eran la soprano Siobhan Stagg, de voz agradable y clara aunque un tanto trémula, la contralto Sara Mingardo, que, como de costumbre, estuvo maravillosa con su hermosísima voz y su exquisito fraseo, el tenor Martin Mitterrutzner que cumplió sin grandes lucimientos, y el bajo Luca Tittoto, también destacadísimo, con imponente voz y gran presencia escénica.
En resumidas cuentas, si tienen ocasión de ver la representación, en directo o streaming, véanla y fórmense su propia opinión, al fin y al cabo, todos tenemos una… o a veces dos.
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