Alemania
Hielo que no da fuego
Jorge Binaghi
Como se sabe esto es lo inverso del tercer y último de los enigmas de Turandot. Pero fue la sensación que tuve todo el tiempo ante esta espectacular producción de la última obra de Puccini, que creo recordar ya fue reseñada con otro elenco en estas mismas páginas.
Los espectáculos de la Fura en conjunto, o de sus miembros por separado, me siguen gustando en lo visual, pero los encuentro cada vez más carentes de contenido. Un ejercicio formal con todos los adelantos técnicos, con comparsas, equilibristas, trapecistas y aquí incluso patinadores, un despliegue de colores, y hasta el empleo –sugerido desde la pantalla de los títulos- de gafas tridimensionales para algunos momentos realmente espectaculares. Pero además de lo caro y de lo espectacular, que se pueden aceptar en un título como éste, y la demostración de lo que puede conseguir el uso inteligente y creativo de las nuevas tecnologías, poco más.
Curiosamente, lo más logrado me pareció el primer cuadro del segundo acto, el de las máscaras, en el que había comparativamente poco, además de un montón de cabezas cortadas, y los tres llegaban un tanto achispados por lo que habían soportado y seguramente tendrían que soportar aún. Tampoco ellos se libraron de ser colgados –una verdadera fijación- aunque imagino que no es lo más cómodo del mundo cantar así. El máximo se alcanza con la muerte de Liù que practica una suerte de ‘autoempalado’, muy vistoso e impresionante, pero como tantos otros momentos no sólo contra el texto sino a destiempo de lo que éste y la música dicen. Si después hacemos que Calaf, ya vituperado por machista con bastante derecho, resuelve los enigmas con un móvil y festeja los aciertos casi como Maradona, y le da una bofetada a Liù cuando la pobre dice que sólo ella conoce su nombre…
La proyección del hielo que acompaña a Turandot está muy lograda, pero el deshielo empieza mucho antes. Claro que aquí, como se termina como el día del estreno absoluto en Milán, con la muerte de Liù, se las ingeniaron para que la princesa cambie o empiece a hacerlo ya a partir del final del segundo acto. La solución del final de esta ópera es siempre problemática, pero creo que poner el punto final aquí, donde claramente Puccini no pensaba ponerlo deja una sensación no sólo de inacabado no miguelangelesco (que dejaba sin terminar cosas porque no encontraba la forma de seguir o algo no le gustaba), sino de mal final (claro que tenor y soprano agradecidos de no tener que lanzarse a un dúo tremendo en cualquiera de las versiones que se elijan).
El coro, preparado esta vez por otro director, se lució mucho. También la orquesta, bien dirigida por Sondergard, que sólo cedió a la comprensible tentación de desencadenar un huracán sonoro en el concertante que cierra el primer acto, pero muy equilibrado en el resto.
Como sucede con Micaela en Carmen Liù se lleva la mayor ovación. Ciertamente es la escritura más ‘pucciniana’. Schultz es muy querida aquí y cantó bien, o muy bien, pero no sólo la voz es algo liviana y carente del timbre ideal para la parte sino la intérprete muy impersonal.
Stemme por el contrario estuvo estupenda en todos los aspectos y no en vano ha sido saludada como –también en esto- la sucesora de Nilsson en el rol. No ha habido, creo que desde la Cigna, una soprano italiana o de escuela italiana que consiga llevar a esos niveles de perfección un personaje que ni siquiera –pese a la tesitura- comparte mucho con Minnie de La fanciulla del West (de la que las dos suecas, y más Stemme, han sido intérpretes de importancia si no de referencia). Es un rol extraño, duro y difícil, y habiéndolas vistas a ambas en el papel, si Nilsson era imbatible en el acero de su agudo y en el dominio de las masas corales al final del segundo acto, Stemme es siempre más humana y tiene un centro y un grave más oscuros de un color bellísimo (lástima habernos privado de su ‘so il tuo nome!’ en el final de Alfano).
Como hace unos años en Milán el tenor fue (allí por sustitución y donde nació su andadura internacional) La Colla, al que al parecer han adoptado en Múnich (cantará también el protagonista de Chénier). Para Calaf no tiene que moverse mucho y presenta un timbre ‘latino’, que es su mejor baza. Por desgracia desde entonces no ha mejorado, y sigue con su tendencia a gritar las notas que le cuesta cantar (no hay por qué dar el agudo optativo al final del segundo acto si no se está seguro de que vaya a salir bien), y la entonación sufre más de una vez.
Tsymbalyuk parece monopolizar o casi Timur, pero como escribí entonces “sigue exhibiendo un material notable, pero técnicamente no sólo no ha mejorado sus agudos fijos (en el primer acto incluso estuvo bastante flojo aunque mejoró en el tercero), sino que parece complacerse en ellos.”
Insuficiente el Altoum de Reiss, bien el Mandarín de Szabó, que no obstante es un bajo y no el barítono que la parte requiere, y las tres máscaras fueron notables escénicamente. Si Conners fue el más débil en cuanto a vocalidad, y Salas muy correcto (y además dobló como la voz del príncipe de Persia), de nuevo se impuso a la atención Olivieri en un excelente y divertido Ping, que supo ser cínico y brutal, odioso y simpático, y que pudo lucir la belleza y calidez de su timbre en la evocación de su casa en Honan (con unos matices sobre esta palabra bien notables). El público aplaudió a todos, con puntas de delirio para Schultz y Stemme, por ese orden.
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