Rumanía
No hay nada mejor
Alfredo López-Vivié Palencia

No tienen ustedes más que leer la ficha de esta reseña para saber que todo lo que les pueda contar será una obviedad detrás de otra. Los Violonchelistas de la Filarmónica de Berlín son su conjunto camerístico más conocido y admirado; el Ateneo Rumano es un magnífico edificio inaugurado en 1888 cuya sala de conciertos ovalada y abovedada -con capacidad para 700 personas- presume de una acústica excelente para funciones de este tipo; y en cuanto al programa sólo hay que añadir que la mayoría de las piezas han sido arregladas por uno de los chelistas, David Riniker, y por el compositor -¡y trompista!- alemán Wilhelm Kaiser-Lindemann, a quien estos músicos hicieron en su día numerosos encargos.
Por lo demás, aclarar que Julius Klengel (Leipzig 1859-1933) fue afamado violonchelo solista de la Gewandhaus; que -vaya esto para los más jóvenes- George Shearing (Londres 1919-2011) fue un elegantísimo pianista de jazz; que el compositor Boris Blacher (fallecido en 1975) no llegó a ver cómo su hijo Kolja fue fichado por Claudio Abbado para el puesto de concertino de los Berliner; que el porteño José Carli -largos años como violinista en el Teatro Colón- ha trabajado también en muchos arreglos de la mano de Daniel Barenboim; que la autoría de la archifamosa Caravan es compartida entre Duke Ellington y uno de los trombonistas de su orquesta, el puertorriqueño Juan Tizol; y que la canción de Dvořák nada tiene que ver con la tauromaquia.
A partir de ahí, ya se pueden figurar ustedes que un servidor -y el resto del público- pasó uno de los grandes ratos de su vida. ¿Hace falta referirles que estos músicos tocan como dioses, que su técnica infalible no está reñida con una ductilidad pasmosa para adaptarse a cualquier estilo, que todos y cada uno de los doce se reparten papeles solistas y de acompañamiento, que todos los arreglos son impecables, que el poderío sonoro de estos instrumentos es tan grande como el de un órgano y que sin embargo también producen pianísimos más suaves que una caricia, o que el filón de repertorio que han excavado en las minas de Buenos Aires es -felizmente- inagotable?
Déjenme que les dé un poco más de envidia todavía. De propina los Doce Chelistas tocaron uno de sus más célebres y divertidos “hits”: el tema principal de La Pantera Rosa del grandísimo Henry Mancini (sólo ver cómo Ludwig Quandt mira al público de reojo mientras mueve la ceja exactamente igual que la pantera ya es todo un espectáculo); y después la encantadora Moonlight Serenade del igualmente grande Glenn Miller. Y que no se me olvide: el concierto comenzó a las diez y media de la noche porque estos héroes acababan de tocar junto al resto de colegas de la orquesta la Quinta Sinfonía de Chaicovsqui (afortunadamente sólo a pocos centenares de metros de distancia); y terminó bien pasada la medianoche. Así da gusto robarle horas al sueño.
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