Rumanía

Condesa Damrau, la cena está servida

Alfredo López-Vivié Palencia
lunes, 9 de septiembre de 2019
Diana Damrau © Festival Enescu, 2019 Diana Damrau © Festival Enescu, 2019
Bucarest, martes, 3 de septiembre de 2019. Sala Palatului. Diana Damrau, soprano; Cosmin Ifrim, tenor. Coro Académico de la Radio Rumana (Ciprian Ţuţu, preparador). London Symphony Orchestra. Gianandrea Noseda, director. George Enescu: Vox Maris, op. 31; Iain Bell: The Hidden Place; Benjamin Britten: Cuatro interludios marinos y Passacaglia de Peter Grimes; Richard Strauss: Escena final de Capriccio op. 85. Ocupación: 100%. Festival Enescu 2019
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Esta noche me correspondió una butaca casi al final de la inmensa platea de la sala, y -lo que son las cosas de la física: la música desafía la gravedad, y ese es uno de sus eternos atractivos- pude beneficiarme de una mejor acústica que anoche; de manera que salí ganando el doble, porque el cartel de hoy -cargado de mares y de amares- merecía un ambiente refinado. Vaya, pues, el primer elogio para Gianandrea Noseda por haber ideado un programa coherente en lo conceptual y equilibrado en delicadeza. 

George Enescu no pudo escuchar en vida su Vox Maris, poema sinfónico para tenor, coro y orquesta, terminado en 1951 y estrenado en 1964. Algo más de veinte minutos para narrar impresiones marineras -marejadas, aventuras, sirenas, naufragios- con textos muy breves que transmiten más imágenes que palabras, con el lenguaje siempre atractivo de su autor -que bordeaba la tonalidad sin traspasar las fronteras-, y con una orquestación tan opulenta como transparente. Estupendos el tenor y el coro (con estos medios uno habría deseado que Enescu les dedicase más compases), lo mismo que Noseda y la orquesta, dando prueba de su principal seña identitaria que es la ductilidad. 

En general, los compositores británicos vivos no se lo ponen especialmente difícil al oyente, y hacen música rabiosamente actual pero empleando un lenguaje asequible. Es el caso de Iain Bell (Londres, 1980), quien lleva años escribiendo canciones para Diana Damrau con acompañamiento de piano; esta noche dio un paso más allá presentando un ciclo con orquesta, The Hidden Place, con la complicidad añadida de que el texto se debe a una tía de Damrau, Christa Palmer. Cuatro bellas canciones referidas a las cuatro estaciones del año evocando las fases más nostálgicas y más ardientes de una relación amorosa. Bell conoce la voz de Damrau y la emplea en sus mejores registros; y también sabe lo que es una orquesta, al escribir para una plantilla numerosa sin tapar a la solista. 

Al público le entusiasmó, y se lo demostró también al autor, presente en la sala. Lo que me da pie a un pequeño excurso: aquí la gente se instala en el patio de butacas provista de botellas de agua -que beben discretamente-; continuamente toman fotografías con sus teléfonos -sin usar el “flash”-; y de vez en cuando suena un “guasapito” -en una sala con capacidad para más de tres mil personas y llena hasta la bandera algún despistado tiene que haber-. A pesar de todo el silencio atento es norma, y además se mantiene la antigua costumbre de que algún espontáneo se acerque al escenario para regalar un ramo de flores al artista. 

Si Benjamin Britten ha sido el segundo mejor compositor de óperas del siglo XX, en buena parte se debe a que aprendió de Richard Strauss cómo se deben emplear las voces, cómo la orquesta, y cómo promocionar sus creaciones a base de suites orquestales. Los famosos “Inteludios marinos” de Peter Grimes son precisamente famosos por eso: qué claridad de escritura orquestal, qué sugestivo movimiento ondulante del mar, y qué brillantez de interpretación de la London Symphony en un repertorio que saben tocar con los ojos cerrados. Nunca me ha parecido buena idea añadir la “Passacaglia”: el final de los interludios lleva inapelablemente al aplauso del público, y el carácter de la pieza -dejando aparte el buen hacer de Britten, y la espléndida intervención de la primera viola Gillianne Haddow- no tiene nada que ver con ellos. 

Por el contrario, no estaba anunciado que se tocase la “Música del claro de luna” que precede a la escena final de Capriccio; y sin embargo se tocó -para gozo al menos de un servidor-, porque en sí mismo es un fragmento maravilloso (pónganme a los pies de la trompista Angela Barnes) y porque sirve eficazmente para crear la atmósfera propicia. Lo que vino después es una demostración más de que Diana Damrau nació para cantar estas cosas: qué cuerpo y a la vez qué agilidad de instrumento, qué facultades para proyectarlo, qué inteligencia y qué intención para frasear un texto tan deliberadamente equívoco que no deja lugar a dudas, y qué tablas para actuar sin estar en un teatro. A partir de ahí, Noseda y la orquesta sólo tenían que dejarse llevar, y así lo hicieron. 

Mientras el respetable aplaudía de manera tumultuosa, yo pensé en abrocharme los veintiún botones de la librea y -ya que no tenía flores para agradecer- susurrar a esta magnífica cantante el cameo final del mayordomo. No hizo falta, porque el agradecimiento vino del escenario: no sé si Morgen! es la canción más bonita de la historia, pero esta noche -con la emocionante colaboración del concertino Carmine Lauri- seguro que lo fue.  

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