Rumanía

El peligroso juego del siete

Alfredo López-Vivié Palencia
martes, 10 de septiembre de 2019
Daniel Ciobanu © Festival Enescu, 2019 Daniel Ciobanu © Festival Enescu, 2019
Bucarest, miércoles, 4 de septiembre de 2019. Ateneul Roman. Daniel Ciobanu, piano; Allison Cook, mezzosoprano; Derek Welton, barítono. Orquesta Sinfónica Nacional de la Radio de Polonia. Cristian Mandeal, director. Sergei Prokofiev: Concierto para piano nº 3 en Do mayor, op. 26; Béla Bartók: El Castillo de Barbazul, Sz. 48. Ocupación: 80%. Festival Enescu 2019
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Menos mal que hoy en Bucarest ha bajado la temperatura hasta unos razonables 27 grados, porque la perspectiva de escuchar el Barbazul de Bartók a las cinco de la tarde -como quien dice, después de comer- y al bochorno canicular que ha caído estos últimos días no era nada halagüeña: por más que el Ateneo Rumano goza de una eficiente -aunque algo ruidosa- climatización, había que llegar hasta ahí. Pues bien, no sólo la meteorología ha ayudado, sino que el concierto de esta tarde ha sido verdaderamente espectacular.

Ni siquiera de nombre me sonaba el pianista rumano Daniel Ciobanu (Piatra-Neamţ, 1991), del que he leído que ganó la medalla de plata en el Concurso Rubinstein de Tel-Aviv hace dos años, y que desde entonces no ha parado de cosechar éxitos. Hoy uno más, a mi entender. Es un chico menudo, de manos pequeñas, y de aspecto pálido que se diría desnutrido. Hasta que, después de la engañosamente lenta introducción orquestal del Tercer Concierto de Prokofiev, el hombre empieza a corretear por las teclas de su instrumento con la facilidad que le da una técnica asombrosa, pero también con un toque preciso y unas dinámicas bien controladas.

Y sobre todo con una rica paleta de colores, como puso de manifiesto en los otros dos movimientos, particularmente en el Andantino: eso se llama madurez. Orquesta y director no anduvieron a la zaga e interactuaron con la misma precisión en una obra en la que velocidad se mide en milímetros por microsegundo. Ésta es una pieza que siempre entusiasma al público, y con toda justicia. Ciobanu correspondió con dos propinas presentadas por él mismo: de la primera -en rumano y con voz muy suave- sólo entendí dos palabras (“Tom” y “Jerry”), de manera que ya se pueden imaginar la juerga que se armó; la segunda -en inglés- fue la Bacanal de su compatriota el compositor y director Constantin Silvestri (1913-1969), y en este caso tampoco hace falta explicar de qué iba la cosa. 

El Ateneo no es el mejor lugar del mundo para la música sinfónica, más que nada por su reducido escenario. De manera que la Orquesta de la Radio Polaca tuvo que apiñarse para encajar toda la plantilla que requiere la partitura de Bartók; no sólo lo consiguieron, sino que además su sonido me pareció excelente tanto desde el punto de vista de ejecución -implacable-, como -y aquí está la madre del cordero- conceptual. Barbazul es la obra que más me atrae de su autor, desde luego por el trasunto, pero más que nada porque a mi juicio Bartók consiguió aquí una hora compacta de música espeluznante que no deja caer la angustia ni un solo minuto, pero sin estrangular el oído del espectador gracias a su orquestación limpia. Y el veterano maestro rumano Cristian Mandeal (Rupea, 1946) se cuidó muy mucho de que así fuera, con una dirección atenta y concentrada.

Por lo tanto, estando en un recinto pequeño, el impacto sonoro fue especialmente -y agradecidamente- brutal. Y en ese impacto, claro está, mucho tuvieron que ver la mezzo escocesa Allison Cook (Glasgow, 1975) y el barítono australiano Derek Welton (Melbourne, 1982). Ella más metida en su papel que él, pero ambos con instrumentos portentosos en potencia y en color: Cook, por ejemplo, en la terrorífica entrada de la quinta puerta; Welton en las continuadas advertencias (y, por cierto, una y otro son dos ejemplos más de que en las academias de canto anglosajonas las clases de pronunciación de lenguas extranjeras no son ninguna asignatura menor). 

Añádase a ello que Nona Ciobanu y Peter Košir se encargaron de proveer los efectos multimedia. El escenario casi a oscuras, los atriles de los músicos con lamparitas individuales, la narración inicial “en off”, y proyección de imágenes en las paredes de la sala: unas siniestras (la sala de tortura, la sangre cayendo reflejada en los tubos del órgano); otras sencillas en su obviedad (la colección de llaves de la que van desapareciendo una a una cuando corresponde); y otras aparentemente inocentes pero que van al centro de la diana argumental (la representación de ese juego infantil en el que se dibuja con tiza en el suelo una serie de cuadros con números, que deben saltarse con uno o dos pies hasta llegar al… siete). 

A pesar del calor, uno de los muchos atractivos del Festival Enescu es su frescura, por la variedad de su programación y también porque la etiqueta no es rigurosa. Eso ayuda a que se vea mucha gente joven en los conciertos. También en éste, aunque durante toda la función tuve la inquietante sensación de que el espectáculo era sólo para mí; es decir, un lujo. 

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