Rumanía
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Alfredo López-Vivié Palencia

Dejando aparte los puestos que detenta -o va a detentar- en Londres y en Múnich, el ruso Vladimir Jurowski (Moscú, 1972) se presentaba esta noche en su doble condición de director titular de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín, y sobre todo de nuevo director artístico del Festival Enescu. Responsabilidad que conlleva hacerse cargo de la organización musical de más de ochenta eventos de muy alta calidad en el espacio de tres semanas, y por la que merece ser felicitado. También por el éxito del concierto de esta noche, aunque mi opinión personal sobre las tres interpretaciones resulta tan variada como el menú que sirvió Jurowski.
El autor alemán Georg Katzer (1935-2019) murió en mayo de este año. Tras una vida relativamente tranquila en la República Democrática Alemana, donde fue considerado el más importante compositor del país -aunque no se manifestase especialmente adicto al régimen (es sabido que los ciudadanos de la DDR fueron siempre más alemanes que comunistas; de otro modo no se habrían conservado la Gewandhaus de Leizig o la Staatskapelle de Dresde)-, la caída del Muro en 1989 le supuso un cierto desorden, pues se vio abocado a la competencia que traía el contraste de opiniones sin censura. Precisamente de eso trata su Discorso para orquesta, su última creación, estrenada en noviembre del año pasado por los mismos intérpretes de esta noche.
Katzer quiere mostrar en esta obra que el “discurso” -entendido como discusión entre iguales- no siempre conduce al consenso, pero siempre es un ejercicio socialmente saludable. Me quedo con el mensaje más que con el medio de transmitirlo: en quince minutos Katzer emplea una orquesta enorme pero siempre troceada ni siquiera en familias sino en primeros atriles (un único acorde en fortissimo para el tutti en toda la pieza), y un lenguaje realmente difícil en tiempo invariablemente lento. “Crudités”, pues, como aperitivo, degustadas con extrañeza por un público que terminó de dar sus pocas palmas antes incluso de que Jurowski abandonase el escenario.
¿Se han dado cuenta ustedes de que en la actualidad prácticamente todos los buenos violinistas son “todas”? Julia Fischer (Múnich, 1983) no sólo es una de las más destacadas, sino que además toca el piano igualmente bien (qué le darían para desayunar al angelito…). Su interpretación del Concierto de Brahms me entusiasmó por la fuerza justa del toque, por la calidez del sonido, y por la imaginación al frasear. Huelga hablar de una técnica perfecta o de una afinación impecable, sino de su capacidad para, por ejemplo, dar la cadencia de Joachim más introspectiva que pirotécnica. Al público que se rindió a sus pies le regaló la Sarabande en Re menor de Bach.
Sin embargo, Jurowski prefirió un Brahms más vegetariano, con una orquesta que mimaba el detalle pero a la que le faltó su carne y su nervio; es decir, su tensión (sé que me pongo muy pesado con la tensión brahmsiana, pero es que de verdad creo que es un ingrediente fundamental). Así, los tutti del primer movimiento salieron algo escuálidos, y el fraseo del oboe en el tiempo lento un poco soso. De todos modos, como era de esperar, las dos partes se alinearon milimétricamente en el maravilloso episodio en sobreagudo que sucede a la cadencia.
Carne desde luego no faltó en la mastodóntica Tercera Sinfonía de Enescu (una de esas obras que, con suerte, se llegan a escuchar en vivo una única vez en la vida). Cincuenta minutos para gran orquesta repartidos en tres movimientos -y los tres tirando a lentos- con coro al final (sin texto, sólo vocalizando), que Enescu escribió durante la Primera Guerra Mundial, aunque posteriormente la revisó varias veces (la última en 1951). El lenguaje tiene muchas deudas con Strauss -y alguna que otra con los excesos de Scriabin-, pero en general la obra resulta más apabullante por su profundidad que por los decibelios.
Jurowski es un director que no suda. Con un gesto muy breve -diría que “bouleziano”, aunque mucho más expresivo que el del francés-, de la punta del dedo meñique de su mano izquierda sale un verdadero torrente sonoro continuamente obsesionado con la claridad de los diferentes planos orquestales (y eso en una obra como ésta es una especie de milagro), mientras su batuta impone un pulso imperceptible pero incansable. Orquesta y maestro se conocen bien, y se nota. Así es posible escuchar sin agotarse las oscuridades del primer movimiento; o la trompetería del segundo (las veinte fanfarrias puestas en pie) que no augura nada bueno; o la tranquilidad expectante con que concluye el tercero, con un coro cuyas intervenciones progresan de la inquietud a la calma. Sin poder comparar, sé que fue una versión de altura, y el público lo reconoció del mismo modo.
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