España - Asturias
El final de una era
Samuel González Casado
Después de seis años, a razón de representación cada dos, llega al final el “Anillo de Oviedo”. El proyecto, aunque haya carecido de unidad en múltiples sentidos, ha sido loable sobre todo en lo que atañe a su interpretación musical, con una digna parte orquestal y en general estupendos cantantes, muy inteligentemente elegidos.
Este crítico ha cubierto para Mundoclásico.com los cuatro dramas, y su final deja una sensación de alegría —por su calidad— que contrasta con cierta melancolía por que este gran ciclo termine.
El Ocaso, como digo, no fue una excepción respecto al prólogo y las dos etapas anteriores: cantantes de alto nivel, bien sostenidos por las dos orquestas y un director que siempre tuvo cosas interesantes que contar.
Todo esto se corresponde con evidentes carencias escénicas, no tanto porque la orquesta ocupara el escenario y el velo de proyecciones restringiera aún más la posible utilización del espacio, sino porque los movimientos fueron en no pocas ocasiones desganados y hasta ridículos (Siegfried dando vueltas alrededor de Brünnhilde en su escena inicial), lo que transmitió falta de desarrollo en una parte fundamental que podría haber mejorado mucho la representación.
Por otro lado, las proyecciones tuvieron, como en otras ocasiones, un interés relativo, y la sensación fue de relleno más que de verdadera aportación, si bien, unidas a la iluminación, a veces crearon conjuntos interesantes (juramento de Siegfried y Gunther).
Como se ha comentado, los cantantes, como siempre en este Anillo, sorprendieron en general por su calidad. Por ejemplo, Boaz Daniel (Gunther) y Agnieska Rehlis (Waltraute) fueron un festival en sí mismos, técnicamente irreprochables y dramáticamente coherentes: es una maravilla escuchar cómo mezzo y barítono han resuelto su tesitura, lo que da como resultado un sonido excelentemente emitido y sensación de perpetua fluidez, y cómo emplean sus recursos al servicio de sus papeles. Cerca de ellos se situó el Alberich de Zoltan Nagy, con medios más discretos pero también muy bien empleados, aunque no sé si su juventud e interpretación casaban demasiado bien con la idea del taimado nibelungo.
Plausible fue la Brünnhilde de Stéphanie Müther, gran creación que fue de menos a más y que también transmitió en todo momento solvencia técnica. Algunos agudos algo indefinidos no empañaron su labor, que destacó en una Inmolación especialmente bien planificada (aunque, como es tradicional, el maratón anterior pudiera pasar factura en algún aspecto). La sensación de plenitud y esa capacidad para que el espectador desfrute de un papel tan difícil sin encontrar escollos técnicos cada dos por tres vale su peso en oro del Rin, porque hoy esto supone una rareza. Fantástica profesional y todo un descubrimiento.
No ocurre lo mismo con el Siegfried de Mikhail Vecua, que sigue dando la talla en cuanto a potencia en su zona privilegiada (magníficos does), pero que a la vez incide en unas carencias (colocación, sonidos fijos) que convierten su canto en algo rudo y poco artístico. Se trata de un tenor extremadamente especializado que no ha logrado mantener algunos aspectos básicos que otorgan calidad al canto, y eso se nota incluso en papeles que supuestamente son su fuerte. Su Siegfried fue plano, y solo sacó partido en cierta medida a su aspecto socarrón y despreocupado. Claro, al final su potencia se impuso y digamos que se justificó a sí misma en la falsa creencia de que es el aspecto más importante en este personaje. Se trata de una ilusión con la que, por una vez, merece la pena no pleitear demasiado, dadas las buenas hechuras de todo lo que la rodeaba.
El Hagen de Taras Shtonda se desarrolló solventemente, también con ciertas carencias vocales que se pusieron de relieve sobre todo después de su llamada a las huestes, aunque como personaje siempre funcionó realmente bien. El resto del reparto (nornas, ondinas, Gutrune, coro) cumplió con mayor o menor relevancia, siempre dentro de unos límites que no desmerecieron del conjunto. Las orquestas, muy presentes gracias a su ubicación, mejoraron poco a poco, sonaron compactas y regalaron algunos momentos excelentes, por ejemplo de violonchelos y maderas.
El director, Christoph Gedschold, explotó los pasajes instrumentales y dejó su impronta de una manera original pero sin sobrepasar ciertos límites. Sin ser el no va más del dramatismo, sus ideas sí incidieron en aspectos dramáticos, pero obviaron cualquier tipo de tentación sentimental a favor de una acentuación que siempre hizo destacar aquellos pasajes de mayor impacto; por ejemplo, ese subrayado rítmico de la percusión en el clímax de la marcha fúnebre: algo muy personal, muy perceptible, pero a la vez perfectamente adecuado al punto dramático y también a la tradición musical (las variaciones conceptuales de este momento son infinitas y a veces fascinantes); o la espléndida exposición final del tema de la redención por el amor, perfectamente imbricada y enmarcada en ese preciso encadenamiento filosófico del cierre, sin elongaciones, acentuaciones u otros tipos de “exhibicionismo final” en el que no es difícil caer. Gracias a él, además, los cantantes pudieron desempeñar su trabajo sin incidencias reseñables, en una labor de conjunto admirable, lo cual podría considerarse como aspecto definitorio y escueto resumen de esta representación de El ocaso de los dioses. Confiemos en que la Ópera de Oviedo siga programando a Wagner con al menos tanto acierto como hasta ahora.
Comentarios