España - Castilla y León
Movimiento perpetuo
Samuel González Casado

La Sinfónica de Castilla y León comenzó su temporada con un programa un poco extraño, que reunió a Dvořák, Wagner y Mozart (por este orden). Vistas individualmente, las interpretaciones de las obras fueron en general satisfactorias, aunque creo que, en parte por esta distribución y elección de programa, el público perdió algo de interés en la segunda parte.
Quizá el verdadero “problema” resida en lo alto que había puesto el listón Alban Gerhardt, con su brillante y a la vez honesta interpretación de la parte solista del Concierto para violonchelo de Dvořák, ya que es de esos intérpretes que se preocupan exclusivamente por la música y no por impresionar al público. Gerhardt siempre utiliza su espectacular fraseo con un punto de discreción que da seriedad y unidad a su estilo: un piano súbito, por ejemplo, nunca se basa en su evidencia, en una finalidad contrastante o sorpresiva, sino que se imbrica en un juego de correspondencias perfectamente meditado. El perpetuo movimiento musical no obedece a esos microimpulsos de otros chelistas de moda, que pueden ser geniales en sí mismos pero que desdibujan el concepto, si es que lo hay. Aquí existe una especie de “solidez vocal”, con recursos que nunca antes me habían recordado de esta manera al mundo del canto, realizados con tremenda perfección (algún agudo desdibujado resultó intrascendente), direccionalidad y una especie de sutil tensión acumulativa que en este caso se resolvió en la preciosa cadencia final, transmitida con una serenidad radicalmente meditativa para mí inaudita en directo, repleta de emoción, de nostalgia.
La versión del concierto, por tanto, fue maravillosa, y a ello contribuyó una OSCyL que lució imponente sus virtudes al mando de Andrew Gourlay, al que quizá le faltó algo de esa direccionalidad que mencionaba respecto a Gerhardt, y de adscripción estilística. Todo sonó formalmente impecable, quizás con excesivo volumen en algunos puntos del primer movimiento, y, dentro de un nivel general muy apreciable, en algún momento no se pudo evitar pensar que podría haber habido mayor unidad conceptual.
La segunda parte se abrió con el preludio al acto III de Meistersinger, y debo reconocer que me sorprendió el exhaustivo trabajo de fraseo que Gourlay aplicó a la cuerda, con lo cual reflejó de forma muy gráfica y gran riqueza de matices esas variaciones en el estado de ánimo del zapatero Hans Sachs. De nuevo toda la orquesta sonó imponente (fantásticas trompas), lo que en este fragmento desde luego es conditio sine qua non, y de esta manera Gourlay se apuntó otro tanto en la interpretación de un compositor por el que se siente especialmente motivado.
No ocurrió lo mismo en su aseada versión de la Sinfonía n.º 40 de Mozart, que lució detalles interesantes sobre todo de dinámicas, que permitían a veces, de forma original, poner de relieve algún pasaje, sobre todo algunos normalmente “escondidos” de los vientos. Pero la sensación general es que el concepto de Gourlay extrae un poco de aquí y de allá (como por otra parte suele ocurrir hoy día) y que está a la espera de definirse, de afilarse. Afortunadamente, uno de los puntos fuertes fue el equilibrio entre secciones y una fluidez que permitió disfrutar de la obra sin problemas.
La reacción del público, quizá porque esta sinfonía no cumple con los cánones de espectacularidad de un gran final, fue algo rutinaria, y Gourlay y la OSCyL, por haberlo previsto o porque se inauguraba el curso, hicieron algo inusual en un concierto de temporada: regalar una obra fuera de programa, en este caso un arreglo de un fragmento de Purcell que encantó al público y que cerró la velada con una especie de motivación extra que todo el mundo agradeció.
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