Obituario
El historicismo bien educado
Alfredo López-Vivié Palencia

Soy de los que creció escuchando en vivo el Bach de Karl Richter, el Mozart de Neville Marriner, el Vivaldi de Claudio Scimone, o el Händel -por supuesto con diéresis- de Raymond Leppard (Londres, 11 de agosto de 1927 – Indianapolis, 22 de octubre de 2019). Los cuatro tuvieron en común presentar el barroco y el clasicismo sin grasas saturadas pero con todas sus proteínas: orquestas de instrumentos modernos aunque aligeradas, sonido transparente pero sin perder la suavidad, tiempos en el justo punto para permitir escuchar todas las notas de una ornamentación, y sobre todo una elocuencia a prueba de bomba. Téngase en cuenta que en aquel tiempo los conjuntos –me cuesta llamarles orquestas- de instrumentos de época o bien no existían, o bien el común de los melómanos no sabíamos que existían.
En la actualidad interpretar así ese repertorio se considera poco menos que herejía. Sin embargo, Leppard se mantuvo en sus trece toda la vida, fuera tocando el clave o empuñando la batuta al frente de la English Chamber Orchestra, de la BBC Northern Symphony o de la Indianapolis Symphony, las tres instituciones a las que estuvo más ligado (en esta última como director musical de 1987 hasta 2001 y desde entonces como director emérito). La demostración está en su libro Authenticity in Music (1988), un breve pero contundente y controvertido manifiesto en el que se despacha a gusto contra los historicistas «bien informados». Con su habitual socarronería, Nicholas Kenyon –largos años director de los Proms londinenses- dejó escrito hace mucho tiempo que «Leppard era de los que creía que necesitamos la recuperación de las cuerdas de época tan poco como necesitamos recuperar la odontología de época.»
Hoy es fácil menospreciar aquella pionera Incoronazione di Poppea que Leppard dirigió en Glyndebourne en 1962 –después de haber trabajado intensamente en la reconstrucción de la partitura-, gracias a la cual el mundo pudo conocer esta obra (hasta el punto de que Herbert von Karajan –que tenía a Leppard en buen concepto desde que le conoció tocando la celesta en la Philharmonia Orchestra- la importó para la Staatsoper vienesa que entonces regentaba). Pero quienes tengan criterio propio y no estén cargados de prejuicios seguirán disfrutando del Dido y Eneas (seguramente su grabación más célebre, en parte por la presencia de Jessye Norman), o del Orfeo y Eurídice (mi favorita, con la grandísima Janet Baker).
Hablando de Baker, debe reconocerse que las ediciones de Leppard eran un tanto «creativas» y que fue criticado por ello. Por ejemplo, añadió a su versión de La Calisto de Francesco Cavalli un par de arias procedentes de otras óperas del autor para mayor lucimiento de la eximia cantante inglesa (por cierto, otro éxito en Glyndebourne con producción de Peter Hall). Leppard contraatacaba diciendo, a propósito de la proliferación de nuevas ediciones de obras canónicas, que «a menudo reflejan las debilidades de un académico o de un impresor con poca o ninguna comprensión intuitiva del manuscrito, del compositor, o de lo que representa el proceso y las circunstancias de la interpretación». No estaba solo: en su libro Conducting Business (2012) el maestro norteamericano Leonard Slatkin respalda ese argumento cuando sostiene que, si en los ensayos de una obra nueva de un autor contemporáneo la práctica obliga a determinadas modificaciones en la partitura con el beneplácito del compositor, por qué no se puede hacer lo mismo con las obras del repertorio estándar aunque sus autores ya no estén entre los vivos.
El caso es que, conforme el avance de la tripería se hacía invasivo (y también con el propósito de ampliar su repertorio), Leppard decidió emigrar a los Estados Unidos en 1976 –a su debido tiempo obtuvo la ciudadanía norteamericana-, consciente de que allí lo importante es la taquilla y que el respetable no se aburra. Y Leppard sabía dar espectáculo: recuerdo aquel Mesías en el Palau de Barcelona como uno de los primeros grandes –y provechosos- impactos de mi vida concertística. Cuenta Daniel J. Wakin en su obituario publicado en The New York Times el mismo día de su fallecimiento que Leppard se animó a cruzar el charco igualmente porque «no aprobaba el socialismo y el poder sindical que estaban en auge entonces». Si fue así, el hombre se impacientó, porque faltaban sólo tres años para que Margaret Thatcher empezase a dar la vuelta a esa situación (de los criterios interpretativos de la música antigua la «Dama de hierro» se ocupó algo menos).
Contra lo que pudiese parecer, Leppard no era un ermitaño de los que se encerraba en su particular negociado barroco (por más que en su día impartiera clase de esa materia en tan prestigiosas universidades como Cambridge). Al contrario, ese buen gusto innato por el espectáculo le llevó a dirigir las grandes orquestas norteamericanas y actuar en los mejores teatros de ópera del mundo. Incluso en una ocasión dirigió la «Última Noche» de los Proms (no cabe más alto honor para un maestro inglés). Porque fue un buen músico. La mejor prueba es que, como los buenos músicos, se ha muerto a la muy venerable edad de 92 años y –hasta donde he podido averiguar- sin padecer ninguna enfermedad fatal.
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