Chequia
El Moldava para una isla desierta
Vicente Carreres
Programa checo por antonomasia en el Rudolfinum de Praga: el ciclo de poemas sinfónicos Má vlast (Mi patria), de Bedřich Smetana. Internacionalmente no es una obra que se programe con frecuencia en su integridad. Para la mayoría de aficionados a la música solo es realmente famoso el segundo de los poemas, el extraordinario Moldava. Pero en la República Checa el ciclo entero es algo así como la banda sonora de la nación. Con él se abre el importante festival de música Primavera de Praga. Y es centenaria su asociación con la Filarmónica Checa: a través de sus interpretaciones puede reconstruirse la historia reciente de este país, pasando por el nazismo, la posguerra o el fin del comunismo. Por eso el público lo espera y lo vive como un rito colectivo. En esta ocasión, además, Má vlast era otra oportunidad para seguir estrechando los ya estrechos lazos entre los músicos, la audiencia y el prestigioso director titular, el ruso Semyon Bychkov. El interés suscitado fue enorme: tres conciertos había con este programa y casi no cabía un alfiler.
Pero a Bychkov no le tembló el pulso. No buscó el efectismo. Sorteó con determinación el riesgo que tienen las obras icónicas: la necesidad de ser original. Sabía que el secreto estaba en no buscar secretos. A pesar de los ecos wagnerianos en la escritura orquestal o la premonición de las atmósferas impresionistas en el nocturno de El Moldava, el mundo de Smetana no son las nieblas germánicas. Su belleza está en la transparencia de su música. Y en su sincera emoción. Una emoción que Bychkov no busca, no finge, sencillamente la siente y la transmite.
Y esa emoción surgió ya en los compases iniciales, cuando el evocador tema principal del primer poema, Vyšehrad, vibró en las arpas con potencia y diáfana articulación. Se obró entonces la magia concebida por Smetana con su escritura idiomática para el arpa: negar el aquí y el ahora, transportar al oyente al mundo legendario de los mitos y los primeros reyes de Bohemia. Luego, al irse incorporando los otros instrumentos, el ruso tuvo que frenar el ímpetu de los metales, que en algún momento amenazó con adueñarse de la música. Pero no tardó en alcanzarse el equilibrio.
Para El Moldava, la orquesta estaba en plenitud. Y así debía ser, porque ese era el centro gravitatorio del Má vlast de Bychkov. A pesar de la importancia temática de Vyšehrad, este poema sirvió de pórtico a El Moldava. Los restantes serían el epílogo. En El Moldava estaba esa noche la prueba de fuego del director. La obra es uno de los hits indiscutibles de la literatura orquestal y uno de los mejores poemas sinfónicos jamás escritos. Lo han interpretado y grabado prácticamente todos los grandes, checos y extranjeros, como Kubelik, Talich, Szell, Karajan o el propio Furtwängler. Pero el director ruso no intentó competir con ellos. De algún modo, su acierto consistió en olvidarlos, abordando la música con la misma pasión, con la misma espontaneidad que si acabara de componerse. Lo ayudaba su propia idiosincrasia: como Smetana, Bychkov es un romántico.
Pero ante todo lo guiaba su concepción del discurso sinfónico. No fue una colección de momentos, sino un organismo que crece en el tiempo sin solución de continuidad, de principio a fin. Cada episodio brilló con su propio carácter: el diálogo de la flauta y el clarinete al principio, representando esos dos hilos de agua que se ensanchan y confluyen en el Moldava; el bellísimo tema principal, metáfora del propio río, cantado por las cuerdas con acentos apasionados y abriendo gloriosamente la dinámica en el arco central de la melodía, à la Chaicovski; las poderosas fanfarrias de caza; la polka campesina, con sus ritmos marcados; los efectos atmosféricos del nocturno, con las cuerdas flotando en su registro agudo como una aureola; o el pasaje en que, cerca del final, el río, cada vez más caudaloso, atraviesa majestuosamente la ciudad de Praga, a los pies de la fortaleza de Vyšehrad, cuyo tema vuelve a oírse en clave heroica.
Pero ninguno de esos episodios se separó del resto. Bychkov borró las suturas, creando una corriente continua, que discurría como el río mismo. Cada momento tuvo su tiempo justo. Ninguno fue priorizado sobre los demás. Cada episodio mutó en el siguiente. Sobre los instantes aislados primaron las transiciones, las metamorfosis. No hubo rubatos excesivos. No hubo digresiones ni gestos abruptos. Lo que Smetana consigue virtualmente en la partitura Bychkov lo hizo audible: conciliar narración y estructura, el fluir de las aguas y el fluir de la propia música. Un fluir que solo se interrumpió al final, cuando el sonido, que parecía extinguirse lentamente, se cortó en seco con dos golpes fulminantes de toda la orquesta, saltando en segundos del fortissimo al silencio. El público contuvo la respiración.
Tras El Moldava, el interés intrínseco de los poemas sinfónicos disminuye. Aunque hay páginas magníficas, ya no encontraremos ninguna pieza redonda, ni temas mágicos como el de Vyšehrad. Porque Má vlast es y no es una obra. Los cuatro primeros poemas (Vyšehrad, El Moldava, Šárka y De los bosques y prados de Bohemia) hasta cierto punto forman parte de un mismo ciclo creativo. No así los dos últimos (Tábor y Blaník), que fueron compuestos tres y cuatro años después por Smetana intentando reavivar una inspiración que lo había abandonado. Hay que recordar también que el ciclo se gesta en momentos de angustia insoportable en la vida del compositor. La sífilis lo está devorando. En muy poco tiempo se queda casi completamente sordo, mientras está componiendo los dos primeros poemas de la serie. Cuando se estrenan, ya no puede oírlos. El milagro de El Moldava, donde la joie de vivre, la pasión por la música y por la patria triunfan sobre las fuerzas destructoras de la enfermedad, no iba a prolongarse a lo largo de todo el ciclo.
En cualquier caso, después de El Moldava Bychkov y sus músicos nos dejaron episodios espléndidos, mostrando su gran estado de forma: como el solo insinuante del clarinete en Šárka, que representa a la heroína; la apasionada respuesta de su antagonista en los violonchelos; el pletórico sonido orquestal de la introducción de De los bosques y prados de Bohemia, cuyas figuraciones sinuosas sugieren la continuidad de los ciclos naturales; la posterior exhibición de las maderas, que recuerda las voces del bosque; o esa fuga del mismo poema dibujada con transparencia cristalina en el registro agudo de las cuerdas.
Menos espacio para el lucimiento dejaron, sin embargo, los dos últimos poemas, cuya orquestación, más apretada, más compacta, carece de los hallazgos tímbricos de las piezas anteriores. Tampoco acompañan los motivos, más bien prosaicos, ni su desarrollo temático. Pero la entrega y la vitalidad de los músicos no decayó. Salta a la vista que aman esta música, que disfrutan haciéndola. Daba gusto ver sus miradas, sus sonrisas cómplices. Y eso se contagia. Así que la triunfal reaparición del tema de Vyšehrad al final de Blaník, declamada solemnemente por los metales, puso en pie al Rudolfinum. Sin duda, un potente Má vlast. Pero sobre todo un Moldava para la isla desierta.
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