Chequia
La gloria de la forma.
Vicente Carreres
Christian Thielemann es un hombre rodeado de tópicos. Para unos es un músico previsible. Para otros, un mero epígono de la gran tradición alemana y perfecto paradigma de la derecha musical. Con motivo de su concierto de año nuevo un crítico español lo identificaba con la supuesta rigidez prusiana, incapaz a su juicio de entender a la Viena de los valses. Pero lo cierto es que la Viena de los valses adora al prusiano. Su largo idilio con la Staatsoper se rubricó en primavera con su magnífica dirección musical de La mujer sin sombra. Y el domingo se vio una vez más que el idilio se extiende a la Filarmónica y al exigente público del Musikverein. Pese a ser su tercer concierto con la octava de Bruckner, las butacas se habían agotado. Y al final todos perdimos la cuenta de las veces que el maestro tuvo que salir a saludar a una audiencia puesta en pie masivamente, aclamándolo desde los cuatro puntos cardinales.
Y realmente fue un gran concierto. En muchos sentidos. Sin duda Thielemann es uno de los grandes brucknerianos de nuestro tiempo. La escritura sinfónica del compositor austriaco, basada en la articulación de vastas estructuras, se acopla como anillo al dedo a la visión musical del director berlinés. Y la más ambiciosa, la más colosal de todas sus sinfonías es esta octava, última sinfonía completa salida de las manos de su autor y grandiosa coronación del sinfonismo del siglo XIX. Thielemann la conoce bien. Hace años que la interpreta. Y la ha grabado con la Staatskapelle de Dresde. Pero quizás llegaba a esta cita de Viena en el punto justo de su maduración como artista. Sabe perfectamente qué puede y qué quiere hacer. Y para ello disponía de la mejor orquesta posible. La misma que la estrenó hace más de 125 años. Una orquesta capaz de hacer cualquier cosa, individual, globalmente y por secciones, y que Thielemann, después de dirigirla muchas veces, conoce ya como la palma de su mano. No es ningún secreto: entre ellos hay feeling. Se respetan, se admiran, se entienden. Y comparten una devoción: la pureza del sonido. Solo así pueden explicarse la precisión milimétrica y la deslumbrante belleza de esta versión.
Pero el concierto también dejó claro lo que Thielemann no estaba buscando. El suyo fue el ámbito de los planos sonoros, de la sintaxis coherente, de la lógica constructiva. Dionisos no estaba invitado a esta octava: en vano buscaremos en ella lo oscuro, lo demoniaco, lo metafísico. Porque Thielemann exploró otro espacio: el espacio de la belleza, el espacio de la forma.
Ya en los primeros compases se vio en qué terreno nos íbamos a mover en toda la sinfonía. Lo que en directores como Furtwängler o Jochum es el anuncio de una tragedia inminente fue para Thieleman el principio de una aventura fundamentalmente sonora. Sonora y arquitectónica. Su dirección comenzó proyectando luz en las sombras, perfilando con claridad cristalina ese primer tema sobre un trémolo. A partir de ahí cada motivo se incorporó a un desarrollo continuo. Thielemann subrayó los elementos temáticos necesarios para hacer inteligible la obra, en cualquier lugar, en cualquier momento y en cualquier dinámica, sobre todo en las transiciones. Prodigiosamente nítida fue la que liga los temas primero y segundo en la exposición. El volumen se contrajo desplazándose al piano. Podría pensarse que el primer tema iba a disolverse. No lo permitió Thielemann: oboe y cuerda grave, reflejándose como en un espejo, deletrearon repetidas veces un motivo cardinal del primer tema, hasta el instante mismo en que emerge el segundo. Obsesionado por el detalle, la cohesión y el equilibrio de fuerzas, Thielemann hizo lo posible y casi lo imposible por diseccionar las texturas, aunque fuera a costa de la pasión. Cada instante estaba cargado de información, contenía lo anterior y miraba hacia adelante. Nada de gestos bruscos, de ataques compulsivos, de agitación nerviosa. La cabeza se impuso siempre a las vísceras.
El director alemán no cayó en la tentación de dorar la píldora con explosiones inesperadas. Al contrario: calibró meticulosamente el volumen de cada pasaje, pensando en lo que había ocurrido y en lo que aún estaba por pasar. Así, cuando el primer movimiento alcanzó su clímax, el impacto fue tremendo, pero sobre todo fue la consecuencia lógica de todo el desarrollo anterior. La orquesta estalló bajo control, sin despegarse de la batuta. En pleno crescendo los motivos seguían identificándose perfectamente. La música seguía siendo transparente. Aquello no fue un grito de angustia, fue la culminación, la primera culminación de ese largo proceso que es la obra entera. Sabemos que al escribir estos compases Bruckner estaba pensando en la muerte. Thielemann estaba pensando en la articulación de la sinfonía.
La distensión del Scherzo la aprovecharon orquesta y director para disfrutar de la música y de paso lucirse, con ritmos vivaces y un sonido radiante, basado en ataques precisos y una inagotable gama de matices dinámicos y tímbricos. El trío, por su parte, fue la antesala del tercer movimiento. La orquesta tejió texturas que parecían liberadas de la ley de la gravedad, como en esa cantilena de cuerdas sobre fondo de pizzicato o en el maravilloso pasaje para trompas, arcos y arpas.
Pero seguramente el mejor momento del concierto estuvo en el corazón de un intensísimo Adagio, cuando después de un clímax orquestal, la música pierde peso, densidad y las cuerdas ascienden a su registro agudo para acometer en pianísimo una mutación casi mahleriana del segundo tema, puntuada levemente en pizzicato. Thielemann la convirtió en una implosión del tempo y el sonido, que fueron evaporándose hasta extinguirse el pulso y disolverse la música en el silencio.
Ese grado de sutileza no lo alcanzaría ya el Finale. Al director berlinés le faltaron aquí la cohesión y el rigor lógico de los movimientos anteriores. La tensión entre lo episódico y lo estructural no terminó de resolverse. Pero Thielemann lo compensó con energía, brillantez y un clímax espectacular en esa especie de entrada en el Walhalla que es la apoteosis final, un fortísimo impresionante donde se hicieron visibles esos temas que retornan triunfalmente en contrapunto para coronar la sinfonía. (Admirable, por cierto, la intervención de los trombones. Las impurezas de las trompas no pasan de ser una anécdota).
En todo caso, una gran interpretación. Y un director en plenitud de facultades, que llegó a tocar su propio ideal con la punta de los dedos. Fue la octava de un maestro de la forma. Quien busque hoy en Bruckner al arquitecto de la sinfonía, al artífice de estructuras grandiosas, no hay duda: debe contar con Thielemann. Es verdad que su octava no tuvo ese halo místico y visionario que sí tenía el compositor, y probablemente no expresó la angustia ni la esperanza que él sentía. Pero supo revelar como pocos la gloria del sonido y de la forma sinfónica. Ahí estuvo su grandeza. Y ahí estuvieron sus límites.
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