Italia
Haendel en todo su esplendor
Jorge Binaghi
No sólo es, aún y con justicia, el título más conocido del inmenso anglosajón. También es el más representado. Yo lo conocí primero en grabaciones hoy descatalogadas que actualmente provocarían aspavientos de terror, y sin embargo… Cuando la vi en escena en el Colón porteño fue gracias a Sills, Treigle, Forrester, Mattiello, Schreier y Crass entre otros dirigidos por Karl Richter y con la puesta en escena de Poetgen. Fue en 1968 y la recuerdo aún hoy; el teatro estalló. Y seguramente (hay o hubo un cd pirata ‘live’) muchos se estremecerían también hoy. Ciertamente era más corta y menos fiel, y no todos rayaban a igual altura. Pero muchas de las versiones posteriores -buenas o muy buenas- y más ‘aceptables’ o ‘filológicamente correctas’ carecieron de impacto y, perdóneseme la palabreja, ’glamour’. Hubo algunas mejores que otras, con algunos intérpretes excelentes, o una puesta interesante, o una dirección superlativa, pero ninguna hasta esta de ahora ha logrado competir con aquel recuerdo. Y ciertamente esta es más fiel, más larga (con algunos cortes), y sin duda mejor (aunque a Sills sólo la ha superado para mí Dessay, porque cantaba más y era mejor actriz).
Hecha la introducción del dinosaurio (hoy hasta el recientemente fallecido Leppard lo es para muchos, así que no vamos a quejarnos de la compañía), hay que decir que lo que se vio en la Scala es simplemente memorable, una de esas funciones que reconcilian con el género lírico hoy y con el Teatro que muchas veces flaquea en otros repertorios más ‘connaturales’ y en su gloriosa tradición.
Naturalmente la Scala prosigue con su intento de instalar firmemente el barroco entre sus repertorios ‘naturales’ y hace bien y lo hace muy bien. Esta vez fue la orquesta de la casa pero con instrumentos históricos -y es arriesgado hacerlo en algunos momentos solistas complejos como el gran solo del protagonista ‘Va tacito e nascosto’- la que se hizo cargo bajo la batuta de un experto y garantía total como Antonini, que a mí me gusta en particular cuando NO dirige a algún monstruo al parecer sagrado de estos tiempos. El coro lo hizo más que bien en su breve cometido.
La puesta en escena de Carsen fue uno de sus grandes momentos teatrales (sin duda el director canadiense encuentra en el barroco el terreno más fértil y mejor en resultados para su imaginación). La transposición al mundo moderno fue, si se quiere, forzada, pero fácil de seguir, absolutamente clara, y con sus guiños irónicos al mundo del cine (‘V’adoro pupille’ como una función para un espectador único, César, y en la pantalla alternándose a la protagonista actual las grandes damas de la pantalla de otrora, Colbert, Leigh, Taylor). No hubo un momento ‘muerto’ y sin embargo no hubo ni confusión ni desorden y los personajes fueron presentados como tipos que son, pero también como criaturas humanas, que en Haendel están bien vivas. El cínico final con la astuta mujer de negocios y el orgulloso dominador del mundo firmando contratos de gas al son de ‘Più amabile beltà’ fue un gancho a la mandíbula.
Probablemente como ‘creación’ la más completa haya sido la del Tolomeo de Dumaux, un tiranuelo caprichoso, violento, permanentemente airado e inseguro (y, ay, cuántos recuerdos de situaciones actuales despierta); la escena de intercambio de presentes con César, magistral. Y magistral el intérprete y cantante, con la voz algo más oscura que otras veces, pero excelente. Lo tenía difícil porque tenía que competir con otros dos colegas de cuerda, y el protagonista era nada menos que Mehta. Yo me consideraba afortunado de haber podido ver y oír a Scholl y Daniels (y lo sigo considerando, así como me gustaría escuchar alguna vez de nuevo a un César barítono -perdón por la herejía- porque hoy alguno habría), pero lo que ha hecho el estratosférico Bejun ha sido nada menos que increíble: no sólo por la calidad del sonido -a veces ligeramente opaco con respecto a otras presentaciones- sino por la extensión, la técnica que le permitió messe di voce y coronas infinitas, con un dominio de la respiración aparentemente inmune a cualquier fatiga, una técnica y estilo altísimos, un color bello y parejo y una interpretación arrojada -qué coloraturas- y melancólica (desde este punto de vista si tuviera que elegir entre todas sus intervenciones solistas -tarea desesperada realmente- me quedaría con su ‘Alma del gran Popeo’ -qué recitativo y qué forma de encararlo- ‘Se in fiorito ameno prato’ y ‘Aure, deh, per pietà’ -esta última quizá su prueba más completa, que superó con creces algunas de sus ya imbatibles prestaciones anteriores aquí mismo y en otros lugares, por ejemplo en Rodelinda y Tamerlano).
El otro contratenor era Jaroussky, y en principio parecía ideal para el papel del joven Sesto con su timbre luminoso y aniñado. Lo hizo bien, pero el timbre por momentos es sumamente blanco y muy metálico en la zona aguda.
Sara Mingardo, en cambio, sigue siendo la gran contralto italiana del barroco, en especial en papeles nobles como Cornelia. Voz suntuosa, línea de canto y gallardía la hicieron intérprete ideal de la parte.
De Niese fue Cleopatra. Está ahora mucho más adecuada para la parte que años ha cuando era una brillante soubrette y probablemente el agudo fuera más brillante y las agilidades más seguras (‘Di tempesta’ no fue precisamente un dechado), pero ahora es más el personaje que entonces y en algunos momentos realmente brilló. Al parecer, nadie echó en falta el gran nombre que se había anunciado y declinó presentarse en razón de su solidaridad -oportunamente expresada- con el director saliente de la Scala. Pero a Cecilia Bartoli no le faltan plazas importantes rendidas de antemano a sus pies, y si no pasa próximamente por Milán -donde nunca ha sido demasiado amada- seguramente ahora sí lo hará por Florencia.
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