España - Madrid
Scarpia en la guerra de sexos
Germán García Tomás
Se nota que a Albert Boadella se le dan bien las batallas dialécticas con la excusa de la ópera. Ya lo demostró en El Pimiento Verdi, donde los defensores de Giuseppe Verdi y Richard Wagner se enzarzaban en el año del bicentenario de ambos compositores en una abierta discusión artística y estética.
Vuelve ahora a recuperar el director catalán apoyándose en su colaboradora Martina Cabanas ese enfrentamiento entre opuestos con el mundo operístico como telón de fondo en ¿Y si nos enamoramos de Scarpia?, su nuevo espectáculo que, tras pasar por Avilés, ha presentado en la Sala Verde de los Teatros del Canal dentro de la programación del Escenario Clece, los mismos que llegó a dirigir en su primera etapa.
Calificada de reyerta lírica, nos hallamos ante una confrontación que va más allá de la idiosincrasia de la ópera como género musical y que llega a tratar uno de los temas de mayor controversia, encendido debate y que, a juicio del que escribe, está generando mayor fractura entre los hombres y mujeres de hoy.
Boadella es completamente consciente de la coyuntura, donde la guerra entre géneros no precisamente musicales impregna casi todos los órdenes sociales, especialmente en lo que atañe al feminismo tal como es entendido actualmente y las reiteradas demandas de igualdad de la mujer, que la llevan a entrar en un feroz radicalismo en colisión con los hombres, sobre todo a raíz de la ola generada por el movimiento Me Too en Estados Unidos y lo que el director considera como macartismo, una auténtica caza de brujas que arrastra reputaciones por doquier, como el caso de los presuntos acosos a mujeres del cantante Plácido Domingo, y que, como no podía ser de otra forma, Boadella cita indirectamente. En otras palabras, y siguiendo el análisis que él mismo nos plantea, nos encontramos ante un nuevo progresismo puritano que, como asegura, asienta sus dogmas en un obstinado desprecio del pasado.
Este espectáculo, que hace gala de una muy bien aprovechada sobriedad de los recursos teatrales, presenta una situación que no podría pasar de mera anécdota. Un experimentado y anónimo director de orquesta (Toni Comas) acompaña al piano a dos jóvenes sopranos en el ensayo de una gala benéfica que se celebra al día siguiente. Comenzará Ana (María Rey-Joly), la más impulsiva y reivindicativa de las dos, cuyas lecturas interpretativas del repertorio son corregidas continuamente por el pianista. La soprano comienza entonces a cuestionar los argumentos de las óperas del pasado que está ensayando, los cuales considera machistas y nada acordes con la sociedad actual, proponiendo revisarlos a su manera. A partir de ahí, Ana entrará en un encarnizado enfrentamiento con el maestro, quien dará la réplica al alarde de revisionismo extremo y absurdo que pregona la cantante en relación a óperas que fueron compuestas en el contexto histórico y social del siglo XIX, que, como intenta convencerla él, no se puede transpolar al actual.
Esta singular peripecia le da a Boadella muchísimo juego para vertebrar como es costumbre en su teatro experimental, fuertemente comprometido socialmente, una crítica desinhibida, ácida y mordaz contra el feminismo exagerado, exclusivo o mal entendido y la mal llamada cuestión de género, que pone en continuo conflicto y rebeldía a la mujer contra el hombre. El histerismo y ánimo combativo de la furibunda Ana contrasta con el talante más moderado y equilibrado de María (Carmen Solís), que ha llegado tarde al ensayo y que procura restar importancia a los arrebatos de su compañera, tomándoselo todo con filosofía y centrándose nada más que en la música de lo que canta. Una actitud que critica Ana, que hace ver a su compañera que canta muy bien pero que no interpreta el texto que canta, un estereotipo sobre el que también reflexiona aquí Boadella de forma más leve.
Para poner en entredicho la guerra de sexos, Boadella hace cantar a María la jota de la zarzuela Gigantes y Cabezudos, cuya letra “Si las mujeres mandasen en vez de mandar los hombres”, tan superada hoy en día, es una clara muestra del ridículo al que se somete a la militante Ana. Y es que el esperpento se va acentuando a medida que avanza la entretenidísima función de hora y media a través de arias de Tosca, La bohème, Madama Butterfly, Gianni Schicchi, La traviata, Otello, Carmen, Sansón y Dalila, Rinaldo o Rusalka, continuamente interrumpidas o fragmentadas, pero defendidas con pasión por ambas sobresalientes cantantes y que sirven para vehicular el conflicto al que asiste el espectador. Tal es la maestría que vuelve a manifestar una vez más Albert Boadella, que consigue que cada fragmento de ópera sirva para ilustrar cada situación presentada en escena, por medio de un manejo de los tiempos entre réplicas y contrarréplicas de los personajes y un ritmo escénico que va in crescendo, hasta degenerar en un disparatado clímax donde los tres representan con auténtico pathos los finales trágicos de óperas como Aida, Carmen y Tosca, cuyo personaje del barón Scarpia al que da título el espectáculo está en boca de Ana en casi todo momento como paradigma del acosador y violador del presente.
Como decimos, el contraste radical entre Ana y el maestro pianista es lo que sustenta gran parte de la tensión de ¿Y si nos enamoramos de Scarpia? Ella no perderá la oportunidad de adoptar movimientos voluptuosos a medida que canta ciertas arias para resignificar su semántica, lanzando sin cuartel dardos envenenados contra tramas operísticas y compositores como Giuseppe Verdi, del que censura que necesita muertas a todas sus protagonistas, argumento que es desmontado por el pianista acompañante, que hace entrar en razón a la cabezona soprano diciéndole congruentemente que estos personajes dignifican a la mujer, convirtiéndola en la auténtica heroína del mundo de la ópera. Contradictoriamente, el sentimiento y la emoción aflorarán en el personaje de Ana cuando ésta interpreta el aria de Floria Tosca, “Vissi d’arte”; ante sus lágrimas, el maestro le dirige la frase de la romanza de tenor de La tabernera del puerto: “Los ojos que lloran no saben mentir, las malas mujeres no miran así...”, etc.
A los alardes de feminismo de Ana y su manera políticamente incorrecta de hablar de la religión, los de masculinidad del maestro tampoco se quedan atrás, pues utiliza el primer movimiento de la Quinta de Beethoven como ejemplo práctico de los impulsos del varón en el acto sexual, así como un himno militar y hasta la “Canción de la espada” de la zarzuela El huésped del sevillano para resaltar la virilidad del género masculino, ese macho alfa tan denostado por Ana. También lo hace el maestro entonando el aria del catálogo de Don Giovanni, donde ambas divas insultan su osadía con vehemencia en un sorprendente contrapunto operístico mientras mueven el piano por todo el escenario. El intrascendente contacto físico del pianista a Ana será la gota que colme el vaso de la cantante, que amenaza con retirarse y no cantar en la gala, no sin antes anunciar que denunciará al músico por malos tratos. Ante este hecho, María se pondrá de su parte y partirá igualmente indignada, dejando solo al maestro cantando el “Madrileña bonita” de La del manojo de rosas. La conclusión de esta encendida diatriba es otro detalle de genio de Boadella, pues aparte de no sustraerse a realizar un guiño al proceso independentista en Cataluña, deja claro sin ambages la contradicción y el ánimo por el que parece que se han movido ambas cantantes, pese a su negativa de la víspera, accediendo a actuar finalmente en el concierto benéfico, que se presenta bajo los refinados acordes de la barcarola de Les contes d’Hoffmann. Final sorprendente y no menos inteligente para una forma aguda y perspicaz de hacer teatro por parte de un director que siempre se ha caracterizado por no tener pelos en la lengua ni miedo a las represalias sociales.
El nivel actoral de los tres intérpretes elegidos por Boadella mantiene con creces tanto el interés como la intensidad del espectáculo. Todos son animales de escenario que se dejan la piel en él, logrando atrapar la atención del espectador hasta el final de la función, dejando por medio un auténtico reguero de carcajadas. Antoni Comas realiza una creación admirable y verosímil, con un temple, impulso y carisma teatral que no se arredra frente a las embestidas de María Rey-Joly, que vuelve a diseñar un nuevo retrato hiperbólico y caricaturesco, una faceta que le es ya propia y en la que no tiene rivales, armada de su soltura escénica y unos vigorosos medios vocales que maneja a su antojo, cayendo en ocasiones en la sobreexageración de sus agudos.
A su lado, Carmen Solís se encuentra en su terreno abordando piezas de gran calado dramático acordes con su tesitura cuasi spinto, y exhibiendo una naturalidad que ha hecho de la suya una inmejorable elección para ser el contrapeso creíble de su compañera. Desde la soledad de su oficina en el Palazzo Farnese, el pérfido jefe de policía Scarpia debía de estar relamiéndose de gusto de ser el protagonista ausente de este espectáculo. El villano de una ópera, Tosca, que devuelve la dignidad perdida a la protagonista femenina a pesar de que la cerrazón de Ana no parece entenderlo.
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