Italia
Verdi y Venecia vencen la inundación
Jorge Binaghi

Nunca la desdichadamente famosa ‘acqua alta’ había llegado tan alto en más de cincuenta años. Los sótanos de la Fenice se inundaron. Los ensayos se tuvieron que hacer en casa de Carsen o en Treviso. El agua volvía a amenazar la inauguración de la temporada, que se había convertido en un símbolo de la resistencia a la incuria, la corrupción, la desidia, el turismo vandálico. Por eso cuando la banda ‘La Vittoria’ se plantó (por suerte con los pies secos) a tocar motivos de la ópera inaugural delante del Teatro ni su nombre, ni la música, ni el acto parecían escogidos al azar y se cargaron de simbología.
El discurso del alcalde, y al final los aplausos para todo el equipo del Teatro dejaron bastante claro que por esta vez, una vez más, la ciudad de la laguna había escapado con éxito a un destino que me temo sólo demorado aunque espero no tener que verlo. Y que la ópera elegida, por casualidad, fuera precisamente ésta, una de las más perfectas y tremendas de aquel joven que había cantado a la ‘risorta fenice novella’ en el lejano Attila lo dejan a uno, por un momento, algo más tranquilo respecto de la curiosa y no muy respetable especie a la que pertenece. Lo malo es que esta maravillosa, genial ópera es algo así como la celebración del triunfo de la muerte, de la soledad, del temor: ‘ma lassù ci vedremo in un mondo migliore” cantan en el último acto soprano y tenor. ¿De veras? Y aunque así sea, ¿qué hacemos entretanto en y con este mundo que es el único que tenemos ‘seguro’?
Que la obra también signifique el triunfo de la iglesia más retrógrada y despótica (antecesor el Inquisidor de algún ciudadano contemporáneo de Valencia con bula de papa para decir barbaridades) no invita tampoco al consuelo ni siquiera de los fieles con dos dedos de frente. Y la versión que tiene Carsen de esta obra es aun más negra y vitriólica. No diré yo que música o texto no le den la razón y que la España negra quizá no lo sea tanto como se piensa, pero que tiene varios elementos para darles motivo, vaya si los tiene.
Por eso son poderosos los actos nocturnos, solitarios, lóbregos: el convento del primer acto, la cámara del rey, la prisión, incluso el monasterio de Yuste. Incluso es poderoso el auto de fe porque el pueblo está remplazado por dignatarios eclesiásticos: está claro que el rey sólo representa lo que quieren y está alejado del pueblo (ojo, que el espectáculo nació en Estrasburgo y no al lado de su casa o la mía); es fantástico que además de matar incluso a los embajadores flamencos lo que se quema son libros (si Carsen no leyó el Quijote lo ha adivinado).
Pero: en el repertorio del Ochocientos a Carsen lo pierden sus deseos de efecto, que no hacían ninguna falta. El más leve es la falta de luz y color –contra texto y sobre todo música- en los jardines del segundo cuadro, tal vez incluso un poco en los del primero del segundo acto y por qué no algo de luz en el auto de fe. Eboli habla de moda y ni ella ni las damas tienen por qué ir vestidas como monjas de clausura. Pero las cosas van más lejos con la figura de Posa. Mila decía que la suya era la música ‘peor’ de la obra (los grandes ensayistas a veces se equivocan) porque recordaba al Verdi de la primera época y sobre todo al de La battaglia di Legnano. Está claro que es un barítono de ese tipo y la última figura de barítono joven y amable –en todos los sentidos de la palabra- de Verdi. Y su música es una joya. Pero nada en ella autoriza a hacer de él una especie de espía doble o simple que entra con el Inquisidor a la prisión dándole los papeles comprometedores y al final del acto se levanta –ha fingido su muerte- y se va de la mano del innombrable para reaparecer al final de la ópera vestido de rey en sustitución de Filippo y todos los que han sido liquidados (salvo, no sé por qué, Elisabetta) por los monjes con la participación preponderante del monje-Carlos V reafirmando así el carácter de brazo político de la religión. Podría ser un buen final, cínico, cruel, contemporáneo claro está, pero con todo el desastre del que la música de Verdi se hace eco y caja de resonancia, eso no está. Es la última burla, y menos mal que no se incluyó el lamento sobre el cadáver de Rodrigo porque habría adquirido un carácter sarcástico que nunca tuvo ni, creo, quiso tener.
La versión musical fue buena. Por momentos muy buena. Y en una obra tan difícil como esta ya es de notable alto. La dirección de Chung, siempre muy apreciado aquí, fue vigorosa y bien pensada. Me gustó más en la Scala cuando dirigió la versión de Modena en cinco actos porque esta vez la encontré más toda de una pieza. Pero claramente me gustó más la de Mariotti en Boloña por ser más variada, matizada e igualmente intensa. Aquí hubo momentos, como en el gran trío del segundo acto, donde se rozó el desborde orquestal. La ejecución, en cualquier caso, fue buena. El coro estuvo pero que muy bien.
Los personajes mejor esculpidos, tanto en lo vocal como en lo escénico, fueron Éboli y Filippo. Ahí es nada. Dos retratos descomunales de la soledad, la necesidad de afecto, la imposibilidad de darlo, los celos, la falta de confianza incluso en sí mismos. Simeoni volvió a ser una Princesa excelente tan cómoda en las agilidades de la canción del velo como en su dolor de ‘bestia herida’ en el tercer acto, el remordimiento del gran cuarteto del tercero y su despedida del mundo en esa pequeña obra maestra en sí que es ‘O don fatale’. Como cualquier gran mezzo que se precie fue tan importante la homogeneidad y el control de la voz en agudos y graves, un centro que fue columna del órgano vocal, como la intensidad y propiedad del fraseo. La malicia de la canción inicial dio paso a una de esas frases de Verdi que ni siquiera son ‘difíciles’ pero que lo dicen todo si se saben decir: ‘Un dì mi resta!’ me hizo saltar en la butaca como hace mucho un chico de quince años escasos que estaba haciendo sus ejercicios de física para el colegio y escuchó por radio por primera vez, a traición y sin saber de qué iba, un aria que entendió casi toda a la primera y que con esa frase lo sacó de la silla para tratar de ver dónde podía conseguir ese disco y, de ser posible, la ópera a la que pertenecía. Gracias por hacerme recuperar las sensaciones y sentimientos primeros que, como se ve y cuando se sabe, permanecen allí adentro, intactos, esperando a que los vuelvan a despertar.
Esposito cantaba por primera vez el rey. Para hacer un fácil juego de palabras, fue soberano. Autoritario, débil, incapaz de control, sometido a su pesar, autocompasivo, dio toda la gama de uno de los personajes más completos salidos de la pluma de Verdi. La voz estuvo fresca, bella, sin jamás forzarla. Y el actor, como siempre, fue formidable.
Pretti asumía también por primera vez el infante y lo hizo muy bien, si se quiere con una voz un punto más clara que lo ideal, pero cantó con valentía y con conciencia de lo que decía.
Kim es una voz generosa y canta bien, y sobre todo es muy aplicado. Posa es algo más, y aunque lo hizo todo con diligencia y buena técnica, le faltó el fondo. De todos modos, no desentonó. Spotti no es el bajo profundo que requiere el siniestro Inquisidor, pero se movió y cantó adecuadamente y supo suplir con destreza las limitaciones que podrían imputársele.
Agresta es… Agresta. Tiene unas medias voces celestiales, pero en el resto la emisión cambia, el grave no es bueno ni natural, y algunos agudos son más productos de la voluntad que de otra cosa. Se movió bien y tuvo su éxito en su gran aria.
De los comprimarios hay que destacar a la voz del cielo de Gilda Fiume, y en el otro extremo el deficiente Monje de Bernad, que por empezar no es bajo, por seguir tiene que revisar toda la emisión y en especial resolver un registro agudo absolutamente deficitario. Tener buena presencia no lo es todo en ninguna parte; en la ópera menos aún.
El teatro estaba a rebosar y el éxito fue importante.
Comentarios