Reino Unido
¡La muerte se divierte!
Agustín Blanco Bazán

Thomas Mann dijo una vez que le hubiera gustado que Benjamin Britten hiciera una ópera con su Doktor Faust. Y luego del estreno de Muerte en Venecia en el Covent Garden, su viuda Katia pontificó que esta ópera de Britten era tan buena como la novela del mismo nombre escrita por su marido. Esta afinidad recíproca entre Mann y Britten se explica por si misma para quienes, como es mi caso, consideramos que la originalidad de las óperas de Britten es sólo apreciable para los que sepan verlas y escucharlas como quien lee un libro: nada hay en ellas de pathos o grandilocuencia, sino mas bien una introversión cerebral y reprimida. Sí, “reprimida”, pero en el sentido más positivo de la palabra: Britten propone una intensidad para adentro, en busca de una sensibilidad que termina arrebatando sólo a quienes sean capaces de abandonar la superficie de emociones fáciles para sumergirse en profundidades más problemáticas. Esto vale más que nunca para apreciar la dramatización teatral britteniana del relato de ese otro gran "reprimido": Thomas Mann.
En las antípodas de esta gloriosa represión, y en el terreno de las emociones fáciles que tanto falsifican la nobleza de Muerte en Venecia, está la versión fílmica de Visconti que desfigura a Gustav Aschenbach como una parodia de decadencia al compás de un adagietto mahleriano fuera de lugar. Y en su película Mahler, Ken Russel parodiza a su vez a Visconti, cuando muestra al compositor sonriendo compasivamente ante un hombre teñido y con tics, igualito al Aschenbach amanerado y nerviosito de Dick Bogarde. Nadie más lejos que Visconti del mundo de Mann y Britten, y felicitaciones al regisseur David McVicar por haberse decidido por estos últimos, con una puesta en escena coherente en su capacidad de unir canto, danza y texto en una narrativa sin fisuras. Ello con el fondo de una sugestiva escenografía ejecutada por Vicky Mortimer donde las sombras de la mente de Aschenbach se proyectan en un cementerio muniqués tan oscuro como las arcadas góticas de una Venecia sombría. Allí el escritor se ve transportado por una góndola tan errática como los vericuetos de su psique.
El contraste es la luminosidad de un mar turquesa y un Lido de arena brillante. Mc.Vicar no cae en el error de presentar a Tadzio y Jashiu como proyección de una mente alucinada, sino como lo que realmente son, en su natural virilidad y sin ningún tipo de insinuación erótica a lo Miami South Beach. Los jóvenes juegan con otros adolescentes con la misma despreocupación que vemos en los otros cameos que pasan por la playa, y la coreografía de Tadzio no está diseñada para calentar a ningún viejo sino como expresión típicamente adolescente de egocentrismo y ansiedad vital: este joven no tiene tiempo para coquetear con nadie. Demasiado ocupado está con las angustias y expectativas de su propia existencia entre esos chicos con los cuales juega a lo bruto y esa madre y hermanas que tiene que escoltar con aburrida y melancólica parsimonia. Es a cargo de Aschenbach el contarnos su atormentada admiración de una belleza que nunca alcanzó a descubrir dentro de si mismo. Lo hace a través de esos relatos magníficamente confeccionados por la talentosa amiga y libretista del compositor Myfanwy Piper. Son relatos que acentúan la tajante división de la dramaturgia entre un mundo exterior de palpitante realismo y el alma de un protagonista que decide hacer cómplice al público de sus tormentos. Gracias a esta clara diferenciación entre la luminosidad de la playa y la oscuridad del alma, McVicar consigue un golpe maestro al final, al insinuarnos que las antítesis de Tadzio y Aschenbach están a punto de reconciliarse: poco antes de morir, Aschenbach se sienta sobre la arena a una distancia que le permitiría abrazar al objeto de su pasión. Pero por supuesto que no lo hace. Sólo intercambia una intensa mirada con Tadzio que ha abandonado su juego para mirar, él también intensamente, al escritor, como si por un momento quisiera compartir con él la ansiedad de un destino incierto para ambos. El escritor puede entonces morir habiendo resuelto la contradicción que lo ha atormentado en su famosa pesadilla orgiástica concebida como un ballet complementario al duelo dialéctico entre Apolo y Dionisio.
Mc.Vicar aborda esta orgía con la madurez que le faltó en aquel Rigoletto suyo donde todo el mundo folla bobamente en la fiesta del duque de Mantua durante el primer acto sin que el público pueda comprender de qué se trata; un error, porque en el teatro las orgías deben ser racionalizadas con un distanciamiento y un propósito capaces de distinguirlas de un espectáculo porno. En esta Muerte en Venecia, en cambio, la pluralización erótica es representada con un ballet de sensualidad lo suficientemente contenida como para no arruinar la dramaturgia central, en este caso la confrontación de un Apolo y un Dionisio, que en esta producción se pelean parados cada uno a un costado de la cama de un Aschenbach dormido en posición fetal. El triunfo de Dionisio es representado por un Tadzio emergiendo del centro de la cama y junto al durmiente para terminar irguiéndose con gesto de vencedor. Luego de esta alucinación, solo la mirada del Tadzio verdadero en la playa permitirá a Aschenbach morir en paz consigo mismo.
Contrariamente a las instrucciones originales que piden solamente la voz de Apolo, McVicar lo presenta de carne y hueso en la persona del excelente contratenor Tim Mead. Frente a él triunfa el Dionisio de Gerald Finley, luego de desdoblarse como si fuera en cada caso un cantante diferente en los múltiples personajes encargados de guiar la progresiva desintegración del protagonista: el viajero en el cementerio de Múnich que aconseja a Aschenbach el fatídico viaje a Venecia, el viejo excesivamente maquillado que se burla de él durante el viaje, el gondolero sombrío que se interpone para llevarlo al Grand Hotel de Bains, el gerente del hotel y el peluquero que inquietan al protagonista con su sardónica adulación, y el burlón mandamás de la siniestra comparsa circense encargada de entretener a los huéspedes del hotel. Con cada uno de estos personajes Finley logró cameos antológicos por su capacidad de recrear el sentido de burla e ironía radical que tanto en la novela de Mann como en la ópera de Britten balancean y contienen la tragedia personal de Aschenbach. Finalmente la obra no se llama Muerte en Venecia sino La Muerte en Venecia en el original alemán, o mejor dicho El muerte en Venecia, porque en alemán la muerte es masculina, y así lo son los personajes que Finley llevó a un protagonismo similar al de Aschenbach. Tal vez es la muerte la verdadera protagonista. ¡Y como se divierte ella! Cuando, como gerente de hotel, Finley recuerda a su asistente que es él quien decide quien se va o quien se queda, lo hace con una mezcla de picardía y cinismo lo suficientemente histriónicos para hacernos sentir que la muerte, es, después de todo, un asunto bastante divertido, porque ¿puede pedirse algo mas ridículo que tratar de ser eternamente joven y feliz? Ni siquiera sabemos si poco después de la muerte de amor de Aschenbach el mismo Tadzio no terminará sucumbiendo al cólera que tanto Mann como Britten lo describen flotando sobre las aguas que sostienen esas góndolas tan empeñadas en llevar a sus ocupantes a un final inevitable. ¿Qué están escuchando, por Dios, los que dicen que la obra de Britten es aburrida? ¿Por qué no tratan de bucear un poquitín en esas aguas oscuras? ¡Tal vez encuentren algo para agitar su atención! O mejor no, tal vez es preferible que sigan escuchando como si se tratara de Rigoletto y no vuelvan nunca mas para ver como se porta la muerte en Venecia. ¡No vaya a ser que agiten demasiado la fragilidad de su propia existencia!
Frente a “El Muerte” protagonizado por Gerald Finley, Mark Padmore pudo lucirse como un protagonista extraordinario, ya a partir de la hesitación con que coloca su mano sobre su escritorio muniqués antes de salir al cementerio donde se le aparece el primer Finley. Vocalmente hablando, Padmore es un liederista excepcional que pudo proyectar sus monólogos con una claridad y énfasis que hicieron olvidar los sobretítulos. Interpretativamente estos monólogos fueron cantados como un consumado Sprechgesang capaz de conmover sin exageraciones: ni siquiera en el momento de presentarse con su grotesco maquillaje dio este Aschenbach una impresión de decadencia. Algo importantísimo, porque en Muerte en Venecia el concepto de decadencia es la falsedad tan trasnochada como la de reducir a gay a un personaje que jamás pierde una dignidad desconcertante y polifacética. Frente a él Leo Dixon bailó un Tadzio de sobria vitalidad con una cierta ansiedad traicionada por su capacidad de asombro frente a la infinitud de un mar conmovedoramente reminiscente del de Peter Grimes, solo que más luminoso y coloreado con la intervención del gamelán y las inquietantes intromisiones de percusión. Richard Farnes supo delinear con la intensidad requerida estos y otros contrastes de luz y sombra, detalle y masa orquestal.
¡Qué entereza la de un Britten ya enfermo de muerte el confrontarse con una novela que más que tal es un diálogo platónico consigo mismo! Pocas veces sale bien, esta meditación sobre la belleza tan difícil de teatralizar. Y sin embargo, es una obra única en su contenido dramático y en la exploración de un mundo donde ética y estética confluyen con desconcertante naturalidad. ¿Pero es posible hacer de esto una ópera convincente? ¡No sé!
Pero se convendrá conmigo en que el tema es original: muchas óperas terminan con la muerte. Pero sólo en ésta vemos a la muerte, del principio al fin, como protagonista de la vida y el amor.
Comentarios