España - Asturias
Amelia, comedora de opio
Teresa Cascudo
La localización elegida para el desarrollo de la acción del segundo acto de este Ballo in maschera, un fumadero de opio, en vez del “hórrido campo” mencionado en el libreto, fue seguramente el elemento más extravagante de una producción que se caracterizó sobre todo por su corrección y solvencia. No quiero decir con esta frase que dicha extravagancia estuviera reñida con la solvencia. Muy al contrario, la identificación con el opio del “elixir” que, según vaticina la bruja Ulrica, hará que Amelia olvide su “tormento”, es particularmente acertada. Por un lado, cierta dosis de anacronismo con respecto a la época en la que se sitúa la acción y de licencia con respecto al libreto queda neutralizada en la medida en la que la elección de ese escenario no violenta la acción dramática y contribuye a la espectacularidad de la puesta en escena. Al mismo tiempo, por otro lado, esta alusión al opio abre una línea de interpretación de la obra verdiana y del texto de Antonio Somma centrada en la contraposición de la realidad y el ensueño.
En la producción de Fabio Ceresa, los tres personajes principales de la ópera se muestran detrás de lo que proyectan sobre una fachada, por así decirlo, pública. Gustavo es el rey que, al mismo tiempo, es un hombre platónicamente enamorado. Amelia es la esposa desgarrada por las emociones del amor adúltero. Renato, que aquí se transforma en el pintor de cámara del rey, es el artista sensible y leal que acaba convirtiéndose en un asesino. El opio, remedio universal y eficaz para aliviar los sufrimientos, según un médico del siglo XVII, “bálsamo y alivio de los corazones de los pobre y los ricos, de las heridas sin curación”, según el escritor Thomas de Quincey, es un buen símbolo del fatalismo que las duplicidades mencionadas encierran.
En el segundo acto de esta puesta en escena, los tres personajes protagonistas se encuentran en ese decadente espacio, lo que subraya la imposibilidad de encontrar, en el mundo de la realidad, un desenlace feliz al drama que comparten. En última instancia, ese drama es político: propone una reflexión sobre los límites del poder, que, en este caso, se identifican con la fuerza de supersticiones irracionales (representadas en el culto que se genera en torno al personaje de Ulrica y que esta puesta en escena sitúa en un ambiente cortesano) y de la aristocracia tradicional (donde se fragua la conspiración contra el rey).
Más allá de esta lectura, como apuntaba más arriba, extravagante o, mejor, excéntrica, esta producción, procedente del Teatro Erkel de Budapest, no es en absoluto rompedora. Se trata de un montaje al mismo tiempo simple y refinado, localizado en interiores, y en el que la iluminación, la escenografía y el vestuario desempeñan un papel fundamental. Su preciosismo es uno de sus aspectos más positivos.
En lo que se refiere a los intérpretes, el reparto alcanzó globalmente un adecuado equilibrio entre los aspectos relativos a los desempeños actoral y vocal. Anna Pirozzi sobresalió de forma rotunda en el segundo aspecto: tiene una voz preciosa y que identificamos con el ideal de soprano verdiana asociado a papeles como el de Amelia, uniforme, siempre controlada y dotada de brillantes agudos. Puso al servicio del carácter al mismo tiempo lírico y trágico del dilacerado personaje su arte y su excelente técnica italiana. Juan Jesús Rodríguez, quien derrochó naturalidad en el papel de Renato y dejó patente la comodidad con la que encarna este personaje verdiano, fue aplaudido con cariño. José Bros dio la impresión de estar aquejado por alguna afección gripal, a pesar de la cual mantuvo el tipo a lo largo de la representación. El tenor se estrenaba además en el papel de Riccardo/Gustavo. A pesar de estas limitaciones, destacó por su perfil sobre todo lírico, de elegante fraseo y legato, sin el spinto que se espera en esta fase del repertorio verdiano. Esto tiene como consecuencia que, a su personaje, le retira gravedad. Inés Ballesteros (Oscar), Gianfranco Montresor (Horn) y Kennet Kellogg (Ribbing) estuvieron estupendos, teatral y vocalmente. Judit Kutasi, por último, dio la sensación de empezar a sentirse cómoda en su invocación sólo a partir del tétrico “silenzio, silenzio”, momento en el que se empezó a disfrutar del carnoso color de su voz. Desde el punto de vista actoral, su intervención estuvo marcada por la falta de expresividad e indiferencia.
Fue muy digno de aplauso el trabajo de Elena Mitrevsca al frente del coro de la Ópera de Oviedo. Fue, de hecho, justamente retribuida, juntamente con sus coralistas, por el público. Gianluca Marcianò, en el foso, estuvo correcto. Aprovechó algunos de los momentos más efectistas de la parte orquestal de la partitura (por ejemplo, la escena segunda del primer acto, en la estancia de Ulrica), pero no se lució tanto en los dúos y pasajes concertantes, en los que faltó un mayor cuidado del detalle. Finalmente, una bola negra a los violines de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias (ay, ay, ay, esa figura rítmica del preludio…) y una bola blanca para el precioso solo de violonchelo en “Morrò ma prima in grazia”.
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