España - Madrid
Electra se siente flamenca
Germán García Tomás
Por su universalidad, la mitología griega tiene la característica de adaptarse bastante bien a casi cualquier disciplina artística. Es lo que le ha pasado al mito de Electra con esta visión flamenca que el Ballet Nacional de España estrenó en diciembre de 2017 en el Teatro de la Zarzuela y que el Teatro Real ha rescatado para cerrar el año 2019, una estupenda coreografía diseñada por Antonio Ruz por invitación del entonces director del ballet, Antonio Najarro, integrante asimismo de este espectáculo.
En la propuesta llegan a coexistir en igualdad de condiciones la música sinfónica de trazo minimal diegético y el canto flamenco, dos estilos que se retroalimentan y complementan mutuamente, labor debida a Pablo M. Caminero, Moisés P. Sánchez y Diego Losada, quien también se ocupa de tocar la guitarra junto a Víctor Márquez y Pau Vallet. Cada música posee la virtud de describir hábilmente las evoluciones y movimientos coreográficos en los nueve cuadros diseñados por Alberto Conejero, que recogen un momento concreto de la tragedia griega. A lo largo del argumento cobra un especial protagonismo la figura del Corifeo, representado en la cantaora flamenca que va acompañando el lenguaje coreográfico con su narración de la historia a través de alboreás, peteneras, temporeras, ayeos o fandangos, coplas de sugestivo encanto poético que desgrana la voz amplificada de Sandra Carrasco con quejíos de expresiva garra y alma flamenca, erigiéndose como elemento fundamental para acrecentar el clima dramático de la trama bailada.
El aliento espectral que la dramaturgia de Alberto Conejero confiere a la historia nos acerca a una inquietante estética goyesca y está rayano en la tragedia teatral lorquiana de Bodas de sangre o La casa de Bernarda Alba, donde los fantasmas hacen acto de presencia entre varias escenas, personificados en Agamenón e Ifigenia, como se nos muestran en la inquietante fotografía de familia al inicio y final del espectáculo, otorgando así al espectáculo un interesante carácter cíclico.
Las impactantes coreografías de Antonio Ruz, algunas de ellas realizadas en colaboración con Olga Pericet, son virtuosas, incisivas y de gran belleza plástica, haciendo convivir el lenguaje flamenco y el más preponderante contemporáneo con natural armonía, y ayudando a mantener vivo el ritmo escénico. Más que en los momentos individuales, su mayor baza se encuentra en las escenas colectivas, como el propio inicio de la fiesta flamenca, la imaginativa escena de las campesinas con sus cántaros o el baile de Egisto con sus hombres. A nivel solista, los bailarines hacen suyo el clima trágico de una manera vívida y realista, como la Electra de Inmaculada Salomón, magnífica en sus movimientos casi espasmódicos que anhelan el ansia de venganza al final consumado en las figuras de Egisto (un gallardo Antonio Najarro) y su propia madre Clitemnestra (Esther Jurado). El trabajo general es de una refinada concepción estética, materializado en una austera escenografía de Paco Azorín, un elegante vestuario de Rosa García Andújar y una adaptable iluminación de Olga García. A ello se une el trabajo de Manuel Coves al frente de la Orquesta Titular del Teatro, un tanto atronadora en ocasiones, porque aquí se lo puede permitir al no contar con voces líricas sobre el escenario, pero que cumple eficazmente con su función de acompañar y contribuir a la tensión dramática.
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