250 aniversario de Ludwig van Beethoven
El revolucionario solitario
Juan Carlos Tellechea
Las composiciones de Ludwig van Beethoven pertenecen ya, indudablemente, al imperecedero legado de la Humanidad y, por tanto, no solo al de la historia de la música. Hay demasiados clichés románticos sobre su persona, como no ocurre tal vez con casi ningún otro autor de su ciclópea magnitud. Se habla y se escribe tanto sobre el luchador implacable, sobre el león heroico, sobre el personaje huraño y ermitaño, sobre el que enfrenta la injusticia de este mundo, que muchas veces se pasa por alto que Beethoven fue también una persona con buen humor, capaz de sentir alegría y de ponerse contento. Otro revolucionario como él, Richard Wagner (1813-1883), lo reconocería de inmediato al ver la partitura de su Séptima Sinfonía y calificar la obra de apoteosis de la danza.
¿Quien fue este hombre de existencia fascinante, cuya música ha dado al mundo obras inmortales como la Novena Sinfonía, Missa solemnis, y numerosas composiciones como sus sonatas para píano, sus cuartetos de cuerda y la ópera Fidelio, entre muchas otras grandes creaciones?
Con motivo del 250º aniversario del natalicio de Beethoven (Bonn, 1770-Viena, 1827), el músico, musicólogo, director de orquesta y profesor universitario belga (flamenco) Jan Caeyers, de la Universidad de Lovaina, acaba de presentar una segunda versión ampliada de su biografía referencial (primera edición 2012) titulada Beethoven-Der einsame Revolutionär (Beethoven el revolucionario solitario) y publicada por la editorial C. H. Beck de Múnich. Esta segunda edición se realiza en estrecha cooperación con la Casa natal del genial compositor en Bonn.
En casi 900 páginas Caeyers no deja nada afuera, traza un retrato de cuerpo entero de Beethoven, explica mucho y se mantiene, sin embargo, al margen, sin intentar una reinterpretación espectacular de esa figura monumental, algo sobredimensionada, instalada sobre una sólida base de granito que la industria internacional de la música no se cansa de pulir y de pulir.
El especialista belga nos habla de la adversidad en la vida de Beethoven, de las circunstancias económicas constantemente precarias, de las enfermedades, de los vicios y de las dependencias, de la lucha por la custodia de su sobrino Karl, y de la incógnita, hasta ahora no despejada, de quién pudo haber sido su amante inmortal.
Se trata de una historia dramática y épica que no desdibuja al genio, describiéndolo en términos muy humanos. Pero que vuelve a confirmar además aquella antigua sabiduría de que la ausencia de suerte en la vida privada, resulta a veces una premisa para alcanzar el éxito verdadero, y de que el ser humano debe sufrir mucho para alcanzar algo grande en la vida. Lo imposible con esfuerzo se logra, dice un conocido proverbio.
Ahí radica precisamente la calidad de esta biografía escrita en un lenguaje comprensible para todos que no evade el examen de la música ni quita las descripciones de las obras de su contexto en la vida real ni cae en la jerga técnica del análisis musicológico. Caeyers, formado en Lovaina y Viena, mide como un agrimensor el universo sonoro de una época, labrado por alguien tan singular -una especie de constructor de catedrales- que logra hacer audible lo inaudito.
En síntesis, se trata de un libro no destinado de forma exclusiva a los expertos, aunque estos sean llevados a entrar en el detalle y a valorar lo principal, porque -y aquí viene lo más interesante- despierta curiosidad, tanto en legos como en iniciados en la materia. En realidad, Beethoven no era ni ingenioso todos los días ni su música necesita un pedestal ni tampoco era, lo que se dice, un monumento, sino el portador de un mensaje que es cada vez más urgente en la Humanidad.
Cuando uno lee la biografía de Beethoven constata la influencia que tuvo el destino sobre su vida, cuán marcados estuvieron los momentos clave de su carrera por historias y anécdotas en las que él no tuvo ni podía tener ninguna influencia; algo así como que las decisiones más importantes hubieran sido adoptadas para él y no por él. La sordera fue un golpe crucial del destino que lo obligó a abandonar su prometedora carrera de pianista virtuoso y le arrebató toda esperanza de ser Kapellmeister con éxito en alguna prestigiosa corte de Europa.
En lugar de ello, Beethoven se vería obligado a construir su propia existencia, insegura como compositor libre, una experiencia que ningún otro colega de su época o anterior a ella podría haberle transmitido. Sin embargo, con todo lo trágico que fue para él ese encadenamiento de sucesos, se puede afirmar, desde la perspectiva de nuestros días, que esa disminución de la facultad de oír fue más una bendición que una maldición para la posteridad. La tragedia personal y social de la vida de Beethoven marcó decisivamente la música y el mundo de la música.
El hecho es que, de todas formas, fue un gran mérito de Beethoven que reconociera la posibilidad de transformar su trágica pérdida en un beneficio; que desarrollara el coraje y la voluntad casi sobrehumana para luchar sin contemplaciones contra todas las limitaciones de su tiempo, de su entorno, de sí mismo y ante todo de la música. En resumen, que estuviera dispuesto a pagar el precio para dar algo grande, para entregar un mensaje a la Humanidad que sobrepasara ampliamente a la música. Esto no lo podían intuir siquiera ni él, con 11 años de edad, ni sus padres ni sus maestros en 1782 en Bonn. Pero ya en aquel entonces se presentía que el joven Ludwig podría alcanzar algo colosal.
Poco después de terminar las nueve Dressler Variaciones para piano sobre una marcha de Christoph Dressler (publicadas aquel mismo año por la editorial Johann Michael Götz, de la ciudad de Mannheim), escribiría el maestro de Beethoven, Christian Gottlob Neefe, en un artículo para una revista sobre música de Hamburgo, citado por Craeyers: Louis van Beethoven, un niño de 11 años, de talento muy prometedor. Toca el piano muy bien y con potencia, suelta muy bien la hoja y, para decirlo todo en uno: toca principalmente el piano de buen humor de Sebastian Bach . Neefe concluiría su apología con palabras proféticas:Este joven genio merecía apoyo para viajar. Ciertamente se convertiría en un segundo Wolfgang Amadeus Mozart si progresara como comenzó . Entretanto, todos sabemos ya que Beethoven no es un segundo Mozart, sino un primer y único Beethoven.
Beethoven se crió en una familia normal de músicos de la época. Su abuelo, Louis van Beethoven, nacido en Mechelen (Bélgica) era un prestigioso Kapellmeister en la corte del arzobispo elector de Colonia, cuya residencia estaba en Bonn. Es decir, las raíces de Beethoven estaban en Flandes. Según Craeyers, en Bélgica hay más de un centenar de personas que llevan el apellido Van Beethoven. También el padre de Beethoven era músico, pero no había alcanzado el mismo nivel del abuelo. Al parecer la naturaleza se salteó una generación en el reparto del talento musical, pero en la tercera lo compensaría con creces, porque desde muy temprano se constataría que el joven Ludwig van Beethoven poseía un talento musical extraordinario.
Se cuenta que cuando Beethoven recibía las primeras lecciones de piano de su padre era tan pequeño que tenía que subirse a una tarima para alcanzar las teclas. También se cuenta, lamentablemente, que las clases eran exageradamente severas y brutales de modo que el niño sufría y lloraba mucho. Se sospecha que esos golpes y castigos corporales pudieron haber dado origen a los daños permanentes en sus órganos auditivos que se manifestarían tiempo después. Aunque atroces, esos métodos darían sus frutos. El pequeño Ludwig hacía progresos tan grandes en el piano que en marzo de 1778 ofrecía su primer concierto público en la ciudad de Colonia, gracias al apoyo del príncipe y arzobispo elector. Había cumplido siete años de edad dos meses antes, el 17 de diciembre de 1777.
El padre se sentía sumamente orgulloso de lo que había logrado su hijo y diría en una oportunidad: mi Ludwig, mi Ludwig, ya lo veo. Con el tiempo va a ser un gran hombre en el mundo. Al mismo tiempo reconocería que él no era la persona adecuada para apoyar a su talentoso vástago y delegaría esa tarea en diferentes amigos y colegas que con más aplicación que competencia tomarían en sus manos el destino musical de Beethoven. Así fue como entre los ocho y los diez años de edad - decisivos para el desarrollo del talento musical- Beethoven sería objeto de un programa pedagógico librado al azar. Esto no era algo inusual en la época, porque en la Alemania del siglo XVIII no había ningún instituto de enseñanza musical organizado y la única posibilidad de conseguir algo era esa forma intuitiva de trabajo.
Pero quizás, más importantes aún para el desarrollo musical de Beethoven debieron haber sido las horas vespertinas y nocturnas que pasó con los colegas de su padre, tocando el piano de forma improvisada. Así desarrolló las capacidades que más tarde le serían de gran utilidad, y aprendería que ante todo la fantasía es lo que más distingue al artista. Así como un niño desde muy temprano domina la lengua materna antes de aprender a leer y a escribir, y antes de hacer suyas las reglas gramaticales, Beethoven pudo desarrollar un trato fluido y espontáneo con el lenguaje de la música, sin estar metido por la fuerza en el rígido corsé de un sistema. Esa casi prodigiosa capacidad la mantendría él durante toda su vida.
En 1780, con casi diez años de edad, encontraría verdaderamente a su primer maestro. Era Christian Gottlob Neefe, quien había llegado a Bonn en 1779 para incorporarse a la Sociedad Teatral de la Corte, digamos al Teatro Nacional oficial. Poco tiempo después Neefe sería organista de la corte y más tarde incluso asumiría la dirección de toda la música sacra local; acompañaría en la ópera y pondría en escena producciones líricas; además tendría tiempo para dar clases. En fin, Neefe era un hombre muy ocupado, un múltitalento, virtuoso, pero también un poco negligente y superficial que saltaba de una tarea a la otra. Mas, precisamente por esa capacidad, Neefe estaba en condiciones de iniciar a Beethoven en las múltiples facetas de la música y del mundo de la música.
No se sabe cuantas horas de clases tomó Beethoven con Neefe y cuán intensas eran éstas. Pero ya se veía la mano del maestro cuando apareció el primer ciclo de sonatas para piano de Beethoven en octubre de 1783, dedicado al príncipe elector. Aún hoy es dificil escuchar sin prejuicios esa música y no pensar que ese compositor de 12 años de edad iba a ser el gran maestro Beethoven del futuro. Tal vez sería distorsionar mucho la historia de la música el afirmar que en el oscuro color del fa menor del comienzo ya se veía al precursor de los sonidos graves que muchos años después extraería Beethoven de su piano como por arte de magia.
A pesar de todo, es posible entender que en el entorno de Beethoven, en la corte y en su casa, se tuviera la sensación de que ese joven jugaba en una liga superior, de que su música era encantadora y muy imaginativa, y de que su forma de tocar el piano no era descuidada. Una cosa trae a la otra, y a los diez años de edad Beethoven podía sustituir al órgano a su maestro Neefe y un año después sería nombrado oficialmente como su segundo. En junio de 1784 las autoridades de la corte eran de la opinión de que este adolescente de 13 años -pese a su juventud- estaba suficientemente capacitado, tanto técnica como musicalmente, para ocupar un puesto fijo en el mundo de la música profesional.
Desde entonces Beethoven tendría por delante una gran tarea que cumplir. Por la mañana temprano tocaba el órgano en las misas y en otras festividades eclesiásticas; cerca del mediodía acompañaba a los cantantes; por la tarde y la noche era ejecutante de continuo en las representaciones de ópera y en los conciertos. Beethoven no habría podido asumir de ninguna forma esas exigentes tareas si no hubiera tenido una buena y sana porción de confianza en sí mismo.
Pese a estar ocupado durante todo el día, y a que no pertenecía a sus deberes oficiales, Beethoven se las arreglaba de vez en cuando para componer nueva música. Esto era algo lógico y natural, porque el joven tenía que dar rienda suelta de alguna manera a su superabundancia de ideas musicales.
Es difícil decir cuánta música escribió Beethoven en ese tiempo, porque -a diferencia de su época de Viena- no se conservaron todas las composiciones. Hasta el momento se conocen unas 30 piezas de su período en Bonn, principalmente mucha música para piano y de cámara, así como Lieder, pero también grandes obras como, por ejemplo, un concierto para piano y los esbozos de una sinfonía. En el Cuarteto para piano que compuso Beethoven en 1785, y concretamente en el Allegro con sipirito, se nota claramente que ya se había ocupado en ese tiempo de estudiar la música de Wolfgang Amadé Mozart.
Los contrastes son gigantescos en las biografías de ambos músicos. Mientras el padre de Mozart viajaba de un lado a otro de Europa con su brillante hijo, el joven Beethoven permanecía en Bonn y hacia una pequeña, aunque altamente valorada carrera en la orquesta de la corte. Es decir, con brio y vertiginoso tempo, por lo que desde muy temprano se lo veía ya como el futuro Kapellmeister.
Como nadie es profeta en su propia tierra, el arzobispo y príncipe elector consideró en definitiva -y es probable que el propio Neefe se lo hubiera susurrado al oído- que Beethoven debía ampliar sus horizontes y viajar al exterior. En enero de 1787 emprendió su periplo rumbo a Viena, la ciudad de la música y urbe natal del propio elector de Colonia, Maximiliano Francisco (último de los 16 hijos de la emperatriz María Teresa I de Austria) que amaba las artes y promovía a varios artistas de su época como Joseph Haydn, Mozart y también al joven Beethoven.
Beethoven permaneció alrededor de tres meses en Viena, y aún cuando no llegaría a tomar clases de Mozart, sería ésta para él una época muy intensa e instructiva. El regreso a Bonn se vio lamentablemente eclipsado por las noticias de la grave enfermedad de su madre, quien falleció en julio de ese año. Beethoven quería mucho a su mamá y su deceso fue para él y para toda la familia un duro golpe. El padre no lo pudo soportar y se fue entregando cada vez más al alcohol, con la consecuencia de que las autoridades de Bonn nombraron jefe de familia a su hijo mayor, para que éste asumiera la responsabilidad de velar por sus dos hermanos. Así fue como el destino obligó a Beethoven desde muy temprano a madurar, a hacerse rápidamente adulto.
La vida continuaba y las tareas en la orquesta de la corte iban en aumento. Beethoven tocaba ya la viola en la orquesta del Teatro, donde conocería las nuevas óperas; una increíble escuela de aprendizaje y muy importante para su posterior evolución como compositor. Sin embargo, más trascendentales serían para él sus encuentros y experiencias fuera del mundo de la música.
Bonn era entonces un singular biotopo, no en último término por la postura del propio Maximiliano Francisco, quien en secreto apoyaba las nuevas ideas renovadoras de la Ilustración que desencadenaron la Revolución Francesa el 14 de julio de 1789. El elector consideraba que era su deber hacer lo mejor para el pueblo, como él mismo lo declaraba. Se consideraba responsable del bienestar de todos sus súbditos y se empeñaba en reunirse con todos, sin prejuicios, cualquiera fuera su rango y estado.
Igualmente tolerante, e incluso estimulante, era la postura del arzobispo elector frente a la Sociedad de lectura, fundada en 1787; un club de intelectuales y artistas en el que se leían los libros y revistas de más reciente aparición ---también en Francia--- y se discutían los acontecimientos políticos y las evoluciones ideológicas del momento. Precisamente, y porque Beethoven no era miembro del club, le debe haber sorprendido sobremanera que la Sociedad de lectura le pidiera en frebrero de 1790 componer música para una cantata fúnebre en honor del emperador José II del Sacro Imperio Romano Germánico. La pieza nunca fue ejecutada, porque Beethoven no la terminó a tiempo, como ocurriría también con la composición paralela con motivo de la entronización de Leopoldo II, hermano y sucesor del anterior.
Aún cuando las dos cantatas nunca fueran interpretadas, el hecho de que le hayan sido encomenddas a Beethoven es una prueba de la alta estima de que gozaba en Bonn. A todas luces tenía la madera necesaria como para ser Kapellmeister. Pero, de nuevo se consideraría necesario que perfeccionara sus conocimientos. Esta vez sería nada menos que Haydn, quien se manifestaría en favor de Beethoven. El padre de la sinfonía y del cuarteto de cuerdas, máximo representante del período clásico, había ingresado a la logia masónica Zur wahren Eintracht de Viena en 1785. A ella ingresarían también Wolfgang Amadé Mozart y su padre Leopold Mozart, pero no hay datos sobre si Beethoven, quien no ocultaba sus simpatías por esas ideas transformativas, lo hizo también alguna vez.
Durante un viaje a Londres en diciembre de 1790, Haydn haría estación en Bonn y en esa oportunidad el príncipe elector le presentó al joven Beethoven. Haydn leyó las cantatas, quedó muy impresionado y decidió tomarlo como alumno de composición. En julio de 1792, durante el viaje de regreso a Viena, el plan cobraría forma concreta y el 2 de noviembre viajaba Beethoven a la capital imperial austríaca de buena gana y con buen ánimo, aunque no sin cierta preocupación. Ni por asomo se imaginaba Beethoven que nunca más regresaría a su ciudad natal.
El señero revolucionario que ya se vislumbraba en Beethoven comenzaría a sentirse fascinado e inspirado desde su primera juventud por un poema de Friedrich von Schiller (1759-1805), la Oda a la alegría (concluida en noviembre de 1785), que llevaría a la música mucho más tarde para dirigirse a todos los Hombres Libres de la Tierra e instarlos a Hermanarse:
Alegría, hermosa chispa de dios,
Hija de Elysium,
Entramos borrachos de fuego
Celestial, tu santuario.
Tus hechizos se unen de nuevo
Qué moda estrictamente dividida,
Todos los hombres se convierten en hermanos
Donde está tu ala suave.
La Novena Sinfonía fue estrenada en Viena el 7 de mayo de 1824. En aquel programa figuraban asimismo el Kyrie, el Credo y el Agnus Dei de su Missa solemnis. Esa obra había sido bautizada un mes antes el 7 de abril, pero no en Viena ni en Londres, sino en la lejana San Petersburgo, y sobre ella nos referiremos más adelante.
El coro final de la Novena Sinfonía posiciona a Beethoven como un interesante escalador de altas cumbres musicales, a fuerza de mucho trabajo, como ningún otro (aparte tal vez del mismo Wagner); una ascensión, seguida por el autor, paso a paso desde la infancia, de manera cuidadosa, a veces algo engorrosa, escudriñándolo, aunque sin bajarlo de su pedestal, como si tuviera todo el tiempo del mundo y todas las páginas de su editorial.
Manteniéndose al margen y sin tratar siguiera de cuadrar monumentalmente el círculo de Beethoven, el biógrafo se comporta como un observador apasionado que examina y rastrea con inagotable paciencia hasta lograr el efecto milagroso de la sobriedad literaria, atractiva, distante y curiosa.
Aunque Caeyers no entrega nada nuevo, dice sin embargo todo lo ya conocido con más cuidado en cinco grandes partes, como cinco movimientos sinfónicos (el artista joven, el tiempo de fermentación, el gobernante, masa y poder, el camino solitario), convirtiendo a su Beethoven en un placer polifónico de lectura. El autor separa el trigo de la paja, la mentira de la leyenda, la anécdota de las presunciones.
En julio de 1812 Beethoven viajó al balneario de Karlsbad, donde quería pasar las vacaciones de verano al igual que el año anterior. En el trayecto de ida haría un desvío, para hacer un alto en Praga, a fin de hablar sobre cuestiones financieras con la familia del príncipe Ferdinand von Kinsky. El aristócrata bohemio (y oficial militar austríaco) era su más importante mecenas. Junto con el príncipe Franz Joseph von Lobkowitz y el archiduque Rodolfo de Austria, Kinski establecería a partir de 1809 una renta anual vitalicia para Beethoven.
Según una carta descubierta poco después del fallecimiento de Beethoven, el 3 de julio pasaría una tórrida noche con una mujer con la que se había encontrado casualmente la tarde anterior. Él la mencionaba en esa carta como la amante inmortal y manifestaba su esperanza de poder casarse algún día con ella, cosa que no ocurriría jamás, sea por el motivo que fuere. La famosa misiva no da indicación alguna de quién sería esa amante eterna.
Solo se sabe que era una dama de la nobleza y que Beethoven (¡cómo hubiera querido pertenecer a esos círculos nobiliarios!) ya antes había mantenido con ella una intensa relación. Desde el descubrimiento de la epístola en 1827 los investigadores se devanan los sesos, tratando de establecer la identidad de la mujer y al respecto se ha conjeturado mucho sobre ello.
En tal sentido, habría varias posibles candidatas, pero numerosos especialistas en Beethoven coinciden en que pudo haber sido Josephine von Brunsvik (Bratislava, 1779-Viena, 1821), su ex alumna de piano (junto con su hermana Therese), en 1879, quien finalmente se casó con un conde, tuvo cuatro hijos, enviudó, se volvió a casar con otro noble y tuvo tres niñas más, la tercera de las cuales, Minona, exactamente 9 meses después (el 8 de abril de 1813, en Viena) de aquel supuesto encuentro con Beethoven en Praga.
Casualidad o no, lo cierto es que la relación se venía manteniendo desde hacía largo tiempo y Beethoven seguía dándole clases de piano, incluso había dedicado al violonchelista Franz von Brunsvick, hermano de Josephine, con quien mantenía una gran amistad, la Sonata para piano número 23 en fa mayor opus 57 (Appassionata), y a Therese la Sonata para piano número 24 en fa sostenido mayor opus 78.
Volviendo a la Missa solemnis y a su bautismo en San Petersburgo, aquí hay también una larga historia y un impulso externo concreto; aquí tuvo que luchar asimismo Beethoven con dificultades compositivas; también aquí el cliente que había encargado la obra no sería el primero en escucharla y Beethoven, como tantas veces en oportunidades anteriores, interpretaría los derechos exclusivos muy a su manera.
El impulso para ese proyecto lo había dado el archiduque Rodolfo de Austria, uno de los tres mecenas de Viena que le pagaban su renta anual, pero también, y ante todo, su único discípulo de composición. El hermano menor del emperador Francisco II de Habsburgo-Lorena (hijos de Leopoldo II y de María Luisa de España) había sido escogido para seguir una carrera en el alto clero y tenía que ser arzobispo de Olomuc, una ciudad de Moravia, unos 200 kilómetros al norte de Viena.
Beethoven, según se había previsto originalmente, debía ocupar el puesto de Kapellmeister al servicio de este prelado. La primera oportunidad se presentó en 1811, pero Rodolfo la dejó pasar; para gran decepción del compositor. Finalmente en febrero de 1819 el archiduque se sintió en condiciones de asumir la dignidad eclesiástica y Beethoven recibió de inmediato el encargo de componer una misa solemne que debería ser estrenada durante la consagración episcopal en marzo de 1820.
Aunque Beethoven se volcó de inmediato a la tarea y tenía un año de tiempo para componer una obra de 45 minutos no pudo terminar la pieza para ese gran día en que iba a ser consagrado Rodolfo de Austria. Éste tuvo que contentarse en la ceremonia con una misa de Johann Nepomuk Hummel y un Te Deum de Joseph Preindl. Hasta que en 1823, tres años y medio después de lo planeado, recibió por fin el arzobispo la tan anhelada partitura. En ese lapso Beethoven ya la había vendido a siete editoriales y la había ofrecido además a otras casas reales europeas, así como a reconocidas instituciones.
El compositor, de todas formas, se había tomado muy en serio el encargo. Desde 1809, momento en el que ya estimaba que iba a tener que escribir una solemne misa para el archiduque Rodolfo, Beethoven se ocupaba casi obsesivamente de estudiar la tradición de la música sacra. No solo las obras de Haydn y Mozart, sino también de antiguos maestros como Händel y Bach, y antes aún de Palestrina, Byrd, Muffat o Caldara, así como de los escritos teóricos de Zarlino, Glareanus y Fux.
Importantes eran también para él las cuestiones teológicas y litúrgicas. Pese a sus lagunas en la formación escolar habría de adquirir amplios conocimientos de forma autodidacta sobre las tradiciones en esos campos, así como musicales, literarias e iconográficas. Prepararía además una traducción literal del texto de la misa, experimentaría sobre los acentos prosódicos del original en latín y escribiría breves comentarios teológicos sobre la importancia de determinadas palabras. En síntesis. Beethoven ya tenía una larga odisea detrás suyo cuando comenzó con el trabajo compositivo de la Missa solemnis.
Hay que pensar además en los gigantescos progresos que hizo en los años anteriores en el área de los fugatos y de la fuga, en esencia del estilo erudito, para imaginar el tour de force que representó todo ello para dar forma a una obra musical homogénea, y para entender por qué Beethoven consideraba la Missa solemnis como su mayor hazaña, apunta Caeyers.
En la última oración de la biografía, son las seis menos cuarto, Caeyers describe la agonía de Beethoven hasta su expiración el 26 de marzo de 1827 en Viena y cierra el círculo iniciado con un prólogo en el que visualiza la procesión fúnebre como si fuera un informe histórico, con decenas de miles de personas, el discurso en el funeral pronunciado por el escritor Franz Grillparzer, poeta nacional austríaco, y los colegas del compositor que portaban el ataúd.
La salud de Beethoven se venía deteriorando a pasos agigantados en las últimas semanas. En diciembre de 1826 regresaba a Viena en una calesa con la capota abierta en medio de una intensa lluvia y fuerte viento, después de una visita a la finca de su hermano Johann en Gneixendorf, a orillas del Danubio, 70 kilómetros al oeste de aquella capital. La grave pulmonía que sufrió después pudo superarla, pero su debilitado organismo pagó un alto precio. Su cirrosis hepática degeneró en una ascitis. Los médicos le efectuaron cuatro punciones que solo pudieron mejorar transitoriamente la situación del paciente. El 24 de marzo caería en coma y dos días más tarde moriría.
Aunque Beethoven ya hacía algunos años que no ocupaba el centro de la vida musical de Viena, la noticia de su muerte causaría gran conmoción en la capital austríaca. Cuando fue sepultado tres días después se congregarían cerca de 20.000 personas en el distrito vienés de Alservorstadt para despedir al compositor, al que admiraban, aunque poco podían hacer con su música. Quizás la mayoría de los asistentes vislumbraba ya la inestimable importancia que tendría el legado de Beethoven para la Humanidad en el porvenir.
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