España - Cataluña

Dos repartos para la inoxidable ‘Aida’

Jorge Binaghi
lunes, 20 de enero de 2020
Guthrie: Aida © 2019 by A. Bofill Guthrie: Aida © 2019 by A. Bofill
Barcelona, lunes, 13 de enero de 2020. Gran Teatre del Liceu. Aida, El Cairo, Opera, 24 de diciembre de 1871. Libreto de A. Ghislanzoni y música de G. Verdi. Dirección escénica: Thomas Guthrie. Escenografía: Josep Mestres Cabanes. Vestuario: Franca Squarciapino. Coreografía: Angelo Smimmo. Intérpretes: Angela Meade/Jennifer Rowley (Aida), Yonghoon Lee/Luciano Ganci (Radamès), Clémentine Margaine/Judit Kutasi (Amneris), Franco Vassallo/Àngel Odena/ (Amonasro), Kwangchul Youn/Marko Mimica (Ramfis), Mariano Buccino (Il Re), Berna Perles (Sacerdotessa) y Josep Fadó (Messaggero).  Orquesta y coro del Teatro (maestro de coro: Conxita García). Polifònica de Puig-Reig (maestro de coro: Ramon Noguera). Director: Gustavo Gimeno
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Ha vuelto otra vez el amadísimo título de Verdi con los amadísimos decorados de 1945, vestuario de Squarciapino (siempre de buen gusto, pero extrañamente sin mucha atención al libreto: ‘quelle bianche larve’ dice Amneris refiriéndose a los sacerdotes, vestidos sin embargo de elegante azul oscuro, lo mismo que los eunucos que esta vez aparecen profusamente y hasta bailan lo que era antes el ‘baile de los negritos’: si no se quiere ofender a un colectivo se lo hace con otro porque además estos son idiotas de remate y se ríen como tales durante la danza. Entre paréntesis he consultado con un colega y al parecer los únicos eunucos que había en Egipto eran los condenados por violación: vaya con los adúlteros egipcios).

Pero más que a la autora del vestuario hay que reprochar la ‘genialidad’ del nuevo director de escena, quien decidió que había que poner muchos figurantes y movimiento. El pueblo está muy presente, pasando por la puerta del palacio real -al parecer todos salen al patio y sólo faltaba que el tal pueblo sacara fotos- o vitoreando al rey cuando llega o a los bailarines que bailan una danza guerrera (la coreografía de la escena del triunfo tal vez estaría mejor para alguna danza guerrera ya que la música no acompaña para nada a estos gimnastas de entrenamiento en ‘lucha’ más o menos libre).

Durante el preludio y al final hay una niña que escribe algo, con un mentor o padre, que reaparecen al final. Hubo varias apuestas sobre qué significaban, pero yo me declaro derrotado. A los que dicen que la niña es Aída de pequeña habría que oponerles que de mayor sentó un precedente para Michael Jackson, porque más blanca no puede ser. En realidad de piel oscura no había casi nadie, aparte de uno de los bailarines y algún figurante, ni siquiera los etíopes.

La torpeza en las entradas de los protagonistas, claramente marcadas por la música y respetadas sólo por casualidad, se sucede sin prisa y sin pausa (Amonasro entra mucho antes delante de las narices de su hija que lo reconoce un rato después). Ni siquiera las dos rivales se pueden pelear a solas porque cuando Amneris echa a todo el mundo (eunucos incluidos) ya ha pasado el gran momento y cuando llega Radamès hasta la última comparsa sabe del lío de faldas en que está metido. Si en la escena del templo hay que poner una víctima (en un teatro tan preocupado por no hacer nada inconveniente que genere quejas, parece que los sacrificios de sangre -a lo mejor porque se trata de egipcios- no importan) es también  una bailarina que más que lamentarse de su suerte parece estar dando una clase de gimnasia por televisión y hace añorar los bailes ‘orientales’ de los musicales de Hollywood de los años cuarenta del pasado siglo -aunque hasta Bollywood iría mejor-. El golpe de espada con que la ejecuta Ramfis (que luego la limpia cuidadosamente para entregarla al jefe elegido que, como otros -el mensajero el más vistoso- ha sido empujado todo el tiempo sin miramientos por los sacerdotes) no habría matado ni a un ratón: ahora bien, tanto recipiente vacío de los bailarines no se sabe para qué, uno pensaría que para la sangre, y en cuadro tan masculino como éste -sacerdotisa y subordinadas cantan desde dentro-  la víctima del sacrificio podría haber sido un hombre…

Por cierto, el gran sacerdote y el Faraón lucen unas plumas (negras el primero, blancas el segundo; cuando el Rey se quita la corona en el triunfo y aparece calvo es algo así como una desilusión que De Mille no habría permitido jamás en sus ‘peplum’) que ya hubieran querido los jefes de las legiones romanas… Lo de De Mille viene a cuento porque hemos tenido también derecho a la proyección de carteles como en la mejor época del cine mudo (en blanco y negro) que nos anuncian el título de la obra (no sea que nos hayamos despistado), las pausas y su duración (en la última no figuran los minutos) e información valiosa del tipo ‘la noche anterior al matrimonio de Amneris y Radamès’ o ‘quince años después’, que no veinte como en Dumas, entre la escritura de la niñita en el preludio y el comienzo menos de cinco minutos después de la ópera (menos mal que  los románticos habían renunciado a la unidad de tiempo, pero tal celeridad ni ellos…) Ah, y no se me pregunte cuál era el conjunto de danza porque el programa pone ‘Bailarines’ y detalla los nombres; me parece que el Liceu sigue sin poner fecha a su cuerpo de baile propio… 

Dejemos las tonterías y pasemos a lo que en el fondo importa, que es la parte musical. 

Muy bien el coro (notables los bajos en la escena del templo) y siempre ascendente y en buena forma la orquesta. Gimeno debutaba en el Liceu al frente de la formación y aunque este título es tremendamente complejo y seguramente lo trabajará más, el resultado fue más que bueno. El innecesario forte de los metales en el preludio, o la poca relevancia de la orquesta en el duettino y terzettino del primer acto (Amneris-Radamès-Aída; ¿se han parado ustedes a pensar la genialidad de estas pocas páginas tan reveladoras de la madurez del compositor?) cuando es un tumulto de pasiones, así como algún énfasis y efectismo de más -del que no se privan ni los más grandes- en los grandes conjuntos de los primeros actos dieron paso a una dirección uniformemente excelente en los dos últimos actos (que son los más verdaderos y ‘verdianos’ de la obra, sin que los primeros desmerezcan aunque enmascaren un tanto que la genial Aida NO es una grand opéra al uso).

Debutaba en el papel de la protagonista (primera vez en el Liceu y en su carrera) Angela Meade, probablemente la soprano más interesante del actual panorama norteamericano. Se la conoce por su volumen, potencia, homogeneidad de registros, sus alados pianísimos (que se haya quedado sin aire en uno de los peligrosos momentos de ese terror de sopranos que es ‘O patria mia’ -pocos lo advirtieron- le sirvió para, con un leve ademán en su nariz, retomar la nota donde había quedado interrumpida). Todo eso estuvo servido. No es una gran actriz y no pretende serlo, pero ‘dice’ con sentido del texto. De todos modos, es probable que por un tiempo le convenga centrarse más en los roles belcantistas que han hecho su fama -incluido el primer Verdi que la llevó a la celebridad de la noche a la mañana en el Met.

La segunda Aída debía ser Anna Pirozzi, que retiró el papel de su repertorio tras las representaciones del pasado verano en Verona. Rowley fue una buena solución: la voz no es ni particularmente bella, ni personal, ni enorme, pero tiene muy buena extensión (en el agudo; en el grave las cosas cambian  y poco se la oye) con un registro agudo muy eficaz aunque algo metálico. Las notas filadas no lo son en realidad, salvo en algunos momentos del dúo del tercer acto y del dúo final, pero cuando las cosas se hacen incómodas, como tantas -incluso notables- antes que ella, prefiere dar el agudo pleno. Es mejor artista que Meade y se sabe el papel de arriba abajo (para ella también era doble el debut), pero tiene una expresión de lamento permanente y un parpadeo casi igual que pueden irritar un tanto.

Margaine fue una muy muy buena Amneris, casi sin ‘r’ peligrosas, con un grave y centro sólidos, y un buen agudo (a veces fijo), y es una artista intensa, pero faltó acaso la naturalidad del fraseo. Eso lo tiene en común con Kutasi -después de Komlosi, otra húngara para el papel- que tiene voz amplia, más clara, pero de bastante buen grave y excelente centro, mientras el agudo ‘navega’ un tanto (las frases del segundo acto) y aquí y allá el vibrato es excesivo. Como actriz en ciertos momentos hacía recordar a Pola Negri.  

Lee ha cambiado impostación y emisión: la voz resulta ahora enorme y el agudo, de tan valiente, le puede comprometer la carrera en el futuro (no me cabe duda de que irá a por los papeles más fuertes de tenor italiano y estoy pensando en Otello). Conserva por momentos la facultad de apianar el sonido (bien al inicio de  su aria y en el dúo final, voluntarioso en el tercer acto aunque los sonidos no tenían calor ni firmeza). Lo malo es que su centro y grave se han vuelto por momentos muy desagradables (las ‘a’ son casi siempre ‘e’) aunque sean consistentes. Ganci es el típico joven tenor italiano que se ha ido fogueando en provincia (esto no es una crítica, es un hecho). No tiene ni prestancia ni idea de actuación y canta todo con buena voz y fuerte, lo que le provocó un gran cansancio al promediar el dúo del tercer acto (las últimas y comprometidas notas del final fueron un grito casi rugido, absolutamente fuera de estilo). En el cuarto mejoró un poco, pero siempre con tendencia a gritar y en el gran dúo final la incapacidad de hacer una media voz fue más que notable.

Amonasro no es, seguramente, el papel baritonal de Verdi más deseado, pero tiene su qué y algunas frases maravillosas (aunque aquí cargadas de hipocresía o siempre en función de su carácter de intolerante enemigo de otro pueblo. Me hizo acordar a más de un líder actual). Franco Vassallo pasó al primer reparto ya que Marco Vratogna canceló por salud. No hemos salido ni perdiendo ni ganando. El primero, que debutaba en el Liceu, cantó en su forma conocida, fuerte y más fuerte (como suele hacer el segundo), pero esta vez su tendencia al engolamiento hizo que la voz saliera con menos volumen. El que tuvo en cambio Ángel Ódena en el segundo, aunque también en el estilo habitual de ‘quien más decibelios consigue gana la partida’. Pero en conjunto fue más satisfactorio. 

Debutaba también Youn en Ramfis, y pese a su veteranía, impuso su caudal y su color. Mimika es mejor actor, pero muy joven, y aunque la parte le conviene (esta vez los agudos estuvieron todos en su sitio) hay frases graves (el tercer acto es una prueba clara) que no están a su alcance. El rey de Buccino fue interesante por el material pero excesivamente enfático en su fraseo. Fadó sigue siendo el excelente mensajero que siempre ha sido (me pregunto por qué este excelente tenor se ha limitado -o ha sido limitado- a papeles difíciles de característico cuando tendría, o habría tenido, posibilidades mayores). La sacerdotisa de Perle (otra debutante) sorprendió por su color tan oscuro (yo sabía que era una soprano lírica e incluso líricoligera) y cantó muy bien su también breve y difícil parte.

El lleno absoluto en ambas representaciones es buen testimonio de que no en vano es Aida el primer título en representaciones en el Liceu, más de 450, seguido, de lejos, por Rigoletto. Antes era una cita prácticamente anual. Ahora, con la ampliación del repertorio y la creciente dificultad de encontrar cantantes adecuados (una razón buena y otra mala) se ha ido espaciando. La última vez fue hace ocho años. Si calculamos lo mismo es posible que ésta haya sido mi última -o penúltima, ¿con suerte?- Aida liceísta. Si así es, me he despedido con dos representaciones no históricas, pero sí buenas, que ya es mucho, y la agradable sensación de que Verdi y sus obras están bien establecidos y durarán mucho más si antes no nos las arreglamos para cargarnos definitivamente el planeta. Gracias por la compañía, amigo Verdi. Llevo de la mano de su ‘celeste Aida’ sesenta y dos años de mi vida. No conozco buenas relaciones tan duraderas. 

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