España - Madrid
¡Habana, linda sultana!
Germán García Tomás
Se respiraba un clima de gran expectación en esta función de estreno en la que el Teatro de la Zarzuela acogía por vez primera en toda su historia la representación de una zarzuela compuesta fuera de nuestras fronteras. Con permiso de las creaciones líricas de Ernesto Lecuona, Cecilia Valdés de Gonzalo Roig representa el paradigma de la zarzuela cubana, con toda la idiosincrasia propia asociada al teatro musical caribeño surgido del modelo heredado de la ex potencia colonial, que perdió la isla en el Desastre del 98 pero que aún conservaba su marcada impronta cultural en el terreno músico-escénico. De entrada para el texto de Agustín Rodríguez y José Sánchez-Arcilla, la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Valdés o La Loma del Ángel es la nutrida base a la hora de mostrar la radiografía social de la Cuba de comienzos del siglo XIX, con el problema de la esclavitud como trasfondo, el mestizaje y las relaciones e intercambios entre nativos y españoles.
Así lo ha entendido Carlos Wagner, el director de escena de esta nueva producción, que ha querido partir, no obstante, de una ambientación mucho más cercana en el tiempo, situando la acción en los años 50 del pasado siglo, a las puertas de la Revolución castrista que derrocó al régimen de Fulgencio Batista. No existe aun así en todo el montaje más referencia política explícita que la que realiza el criollo Leonardo Gamboa cuando enarbola una enorme bandera autóctona en el Canto a la Habana, un número cuyo estilismo de opereta complementa a la perfección los omnipresentes ritmos afrocubanos de la inspiradísima partitura de Roig, combinados en natural amalgama con los más refinados encantos melódicos que marcaban la tradición de la comedia lírica en aquellos años de esplendor del género grande (afortunada casualidad que Cecilia Valdés viese la luz en el Teatro Martí de La Habana el mismo 26 de marzo de 1932 que Luisa Fernanda de Federico Moreno Torroba en el madrileño Teatro Calderón).
Wagner nos cuenta los orígenes de la mestiza con gran economía de medios, a la manera de una película muda de los años 30, con los actores gesticulando lo que un sobretitulado nos aclara, mientras suena el magistral preludio en el que sobresale el leitmotiv principal de la obra asociado a la protagonista. En la escenografía de Rifail Ajdarpasic, las cañas de azúcar acaparan el escenario ayudando a encuadrar las pasiones amorosas y las relaciones entrecruzadas de la mestiza Cecilia Valdés, los criollos Leonardo Gamboa e Isabel Ilincheta y el mulato José Dolores Pimienta. Pero que no lleve a engaño la pertinencia de la propuesta escénica, pues las condiciones de vida de los negros africanos que plantea la novela de Villaverde no eran ni por asomo las mismas que en la década que se nos plantea, por lo que el consciente anacronismo se podía haber evitado sencillamente respetando la época original. Al margen de las incongruencias temporales y los consabidos recortes en el libreto, que encadenan la representación y suprimen el descanso, el montaje posee todo su interés por la sobresaliente y verosímil labor actoral del extenso reparto y por encima de todo, por el componente estrictamente musical, el gran atractivo de esta recuperación, donde sobresale la emocionante partitura de Gonzalo Roig, lamentablemente no recogida en su integridad, y a la que hace justicia una disciplinada Orquesta de la Comunidad de Madrid, luciéndose con soltura a las órdenes de Óliver Díaz, como también lo hace el Coro Titular del Teatro, aunque con las voces no tan compactadas como en otras ocasiones, fruto quizá de la dispersión que se le exige en escena.
Pleno acierto el que la gran mayoría de los cantantes y actores provengan de la tierra cubana para de esta forma alcanzar un grado satisfactorio de realismo también en el aspecto hablado. En el primer reparto, la soprano Elizabeth Caballero da vida a una muy entregada Cecilia Valdés, -pese a una no muy emocionante salida-, que consigue penetrar en el desdichado personaje a través de una voz con mucho poso que maneja satisfactoriamente y unos arrebatos dramáticos de gran calado teatral, especialmente convocados en su dolorosa Canción de cuna. Menos espectacular resulta en cambio la voz más corta en el agudo del tenor uruguayo Martín Nusspaumer como el seductor Leonardo Gamboa, que sin embargo resulta creíble y defiende con entrega varonil y musicalidad su papel.
Con gran emoción y expresión sincera brinda el bajo-barítono Homero Pérez-Miranda la romanza “Dulce quimera”, uno de los mejores números surgidos por el compositor cubano, y magnífica prestación la que realiza la mezzo Cristina Faus en el poco lucido papel de Isabel Ilincheta, a la cual se le otorga el soliloquio reflexivo acerca del fenómeno de la esclavitud. En otra esfera se sitúa el buen hacer de la veterana cantante Linda Mirabal, quien hace una auténtica creación de la mulata Dolores Santa Cruz mediante un estremecedor registro en sus episódicas intervenciones, revestidas de la acusada personalidad de esta insigne artista cubana. No hay que dejar de señalar el esforzado cometido de los bailarines en la Canción de los esclavos, coronada por una frenética y tribal danza en la que brilla el excelente sello de Nuria Castejón, así como en la extrovertida contradanza. Desde aquí emplazamos al coliseo lírico madrileño a seguir esta senda de recuperación de la, aún hoy, desconocida zarzuela cubana, y aplaudimos la iniciativa de llevar a escena una de las mejores creaciones a orillas del Caribe.
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