España - Madrid
Festín sonoro
Germán García Tomás

Con esta parada en Madrid dentro del ciclo de La Filarmónica, la Orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt iniciaba su gira por nuestro país a las órdenes de su titular desde 2014, Andrés Orozco-Estrada (Medellín, 1977) para brindarnos un concierto memorable, de esos que deja una honda impresión en el espectador por la extraordinaria calidad de sus intérpretes. La orquesta de Frankfurt, agrupación con 90 años de historia, y que se encuentra en una excelente posición entre las formaciones alemanas, venía a ofrecer un atractivo programa romántico ruso y posrromántico alemán con cuatro piezas que han puesto de manifiesto la riqueza sonora que ha llegado a extraer el talentoso director colombiano, quien es titular asimismo de la Sinfónica de Houston. A ello ha contribuido la labor que al frente de la orquesta de Frankfurt han realizado batutas de la talla de Eliahu Inbal, Dmitri Kitayenko o Paavo Järvi.
Abría el concierto una obra muy colorista, el poema sinfónico Una noche en el monte pelado de Modest Mussorgsky, terminado en 1867 por su autor, pero que escuchamos una vez más en el popular arreglo de su colega de grupo Nikolái Rimski-Kórsakov, que lima el áspero lenguaje armónico de la versión primigenia. Es una pena que las orquestas no se atrevan a apostar de lleno por esa versión original, mucho más trepidante y espectacular, optando por la más académica de Rimski, que limita bastante el carácter orgiástico de la expresión musical ideada por Modest al concluir de forma apacible en una segunda mitad de música ideada enteramente por el arreglista. Aun así, asistimos a una magnífica versión de la pieza más célebre de Mussorgsky en la que Orozco-Estrada exhibió ya de entrada las cualidades que iban a ser marca de la casa de su dirección: un nervio poderosísimo, un carisma directorial como pocos y una empatía absoluta con sus instrumentistas, contagiándolos de su irresistible impulso vitalista. Su gesticulación añadía un énfasis expresivo que complementaba cada indicación. Tal actitud se tradujo en la música: un contraste sumamente rico entre tempi y matices agógicos con una sensacional tímbrica, donde destacaban unos metales poderosos y una cuerda ágil y tersa. La segunda parte de la obra estuvo muy bien aprovechada por la flauta y el clarinete en sus respectivos solos.
El violinista japonés Fumiaku Miura, nacido en Tokio en 1993, interpretó seguidamente el Concierto para violín de Chaikovski, una obra que iba a sonar hasta tres veces en menos de 15 días en el Auditorio Nacional en diferentes ciclos (Vadim Repin lo hacía esa misma semana en el ciclo de Goldberg y la prometedora Simone Lamsma haría lo propio días más tarde en el de la Fundación Excelentia). No era la primera vez que Miura visitaba La Filarmónica, y vino a demostrar su absoluto entendimiento de la compleja partitura, causando una impresión muy favorable en el que firma estas líneas. Obteniendo un sonido y una afinación irreprochables, este Chaikovski fue muy brillante en el plano virtuosístico y se quedó un tanto corto en el de la expresividad. Apenas le sirvió para ello la Canzonetta, donde volvió a resaltar el estupendo trabajo tímbrico de las maderas. El Allegro moderato inicial suscitó tanto entusiasmo que provocó el aplauso espontáneo del público, pues el joven coreano afrontó con suma facilidad todas las exigencias técnicas, como las dobles y triples cuerdas o los saltos de octava, concluyendo en una sobresaliente cadencia. Aun así, aún le queda recorrido al japonés para penetrar mucho más en toda la sustancia que posee esta partitura. Orozco-Estrada fue en todo momento un hábil acompañante que cedió el protagonismo al joven japonés, aprovechando cada tutti de la orquesta para traslucir todo ese arrebato romántico tan propio del compositor ruso. El Allegro vivacissimo fue un auténtico alarde de garra y brío por parte de violinista y director, cuya materialización sonora llevó la obra a una conclusión apoteósica. Miura obsequió la cálida acogida a su interpretación con una refinada lectura del Andante, tercera pieza, de la Sonata para violín solo nº 2 en la menor BWV 1003 de Johann Sebastian Bach.
Si la primera parte ya habría servido para catalogar a este concierto de notable, la segunda no hizo sino suscribir la excepcional respuesta de la orquesta, comandada por sin duda una de las grandes batutas del momento. Su Don Juan de Richard Strauss estuvo impregnado de todos los ingredientes de una interpretación memorable. El discurso comenzó siendo enérgico en el tema principal asociado a la cuerda, para transitar luego por estados de absoluta efusión lírica, tan típicamente straussiana, un estado de embriaguez sonora en la que el discurso estuvo siempre equilibrado en sus diferentes planos, con un cuidado exquisito de las transiciones y un atento miramiento de las dinámicas. Los solos de las maderas (clarinete, oboe) volvieron a brillar en esta majestuosa versión.
Pero el espectáculo no acababa ahí, pues la suite de El caballero de la rosa que venía a continuación siguió por la misma senda, con una orquesta de Frankfurt en estado de gracia a la que Orozco-Estrada hizo circular por el encanto subyugador de la danza en el conocido vals del Barón Ochs, y por destinar una delicadísima y extasiada atmósfera para las colosales melodías del terceto final de la ópera. Y como esta suite nos remite a los valses vieneses, el colombiano hizo viajar al Concierto de Año Nuevo en Viena, pues aún quedaba una sorpresa para el público: orquesta y director regalaron una vitalista lectura de la polca rápida Ohne Sorgen (Sin preocupaciones) de Josef Strauss, en la que un afable y divertido Orozco-Estrada colombiano dio precisas indicaciones al público para que palmease a la manera de la Marcha Radetzky. Un más que exitoso concierto en el que un encantado auditorio asistió a un festín sonoro como pocos se ven.
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