España - Valencia
Ni tan mal el viaje
Rafael Díaz Gómez

Pues no deja de tener su aquel que una tal Corinna le cante las gracias a un Borbón en esta obra de circunstancias, auténtica flacidez dramática, híbrido entre cantata y ópera, que sólo la música de Rossini parece ser, en principio, capaz de fermentar. Concebida para el lustre de la coronación de Carlos X (el día de su estreno en el Teatro de los Italianos de París, Rossini también presentó como homenaje al monarca el himno De Italia y Francia), con la mejor nómina de cantantes que se podía encontrar en la época, bajó la persiana tras cuatro representaciones. El compositor dio por amortizada la obra con ese uso estrictamente funcional, pero no se resistió a aprovechar una buena parte de la partitura para Le comte Ory, dada a conocer tres años más tarde. Así pues, no parece probable que con estos datos Rossini imaginara un futuro para su Viaggio en el que subiera de nuevo a los escenarios (y eso a pesar de que como pasticcio, y sin su autorización, se volviera a representar también con carácter ocasional bajo dos títulos diferentes, Andremo a Parigi?, en 1848 e Il viaggio a Vienna, en 1854). Sin embargo, es lo que ocurrió desde los años ochenta del pasado siglo y lo que sigue aconteciendo incluso en países que aún mantienen borbones entronizados.
Dos son los principales retos que plantea Il viaggio a Reims. Uno, conseguir un elenco equilibrado y a la altura de las circunstancias, pues son muchas las voces solistas que demanda la obra. Otro, salpimentar escénicamente una trama muy deshilvanada. Y esto último es lo que logra Damiano Michieletto con esta producción que, estrenada en Ámsterdam en 2015, ha llegado ahora a Les Arts. Claro que para ello sacude el libreto de Luigi Balocchi de tal forma que, respetando el texto original, plantea una situación nueva, muy espectacular visualmente, al trasladar la acción a una moderna galería de arte (casi más un museo por las piezas ahí exhibidas). El gusto de Michieletto por la simbiosis entre arte plástico y escenario alcanza así en esta propuesta unas cotas difíciles de superar ni recurriendo a sustancias psicotrópicas. Los personajes de los cuadros (de Velázquez, Goya, Van Gogh, Dix, Magritte, Kahlo, Botero, Haring) cobran vida e interactúan con los personajes de la ópera, que también acaban formando parte de cuadros en una serie de escenas que, con una muy acertada iluminación y un siempre atinado movimiento de actores, combinan el humor inteligente, la inquietud (el abrazo de Madame X, de Sargent, a su restaurador, por ejemplo) y la belleza (especialmente refinado fue el momento en el que una escultura de las tres Gracias se desenvolvió en movimientos de danza mientras Corinna cantaba su primera intervención, fuera del escenario, y muy espectacular resultó la recreación final, como a cámara lenta, auténtica apoteosis visual, de La coronación de Carlos X de François Gérard).
Podríamos, no obstante, indicar acaso un par de pegas en el trabajo de Michieletto. Por una parte, al operar de este modo, se mitiga la crítica, no por suave menos socarrona, de la aristocracia que se identifica con el rey y lo sostiene, que es posible hallar en la obra pese a que Rossini nunca se llevó mal con el poder. Por otra, quienes se enfrentaran por primera vez a esta ópera y no hubieran leído la sinopsis, a buen seguro se perdieron con las peripecias ahí expuestas por su difícil conexión con el texto cantado (“entonces, ¿ya nos podemos ir?”, preguntaba detrás de mí al final de la representación un desazonado caballero, notable roncador, a su pareja).
Y perdidos o no, de la parte musical se disfrutó de forma algo desigual. Voluntariosa y discretamente correcta me pareció la dirección de Francesco Lanzillotta. Concertó con profesionalidad y equilibró sin demasiados problemas el foso y el escenario (bien cuadrado quedó la maravilla del famoso concertante a 14 voces). Pero esa chispa rossiniana, ese juego de contrastes dinámicos, esa picardía efervescente que solemos requerir en las mejores versiones de las obras cómicas del de Pésaro, se echó un poco a faltar. No creo, de todas formas, que se trate de algo que con el paso del tiempo el director romano no pueda alcanzar. La orquesta, que venía de la Elektra de Strauss, respondió con la suficiente maleabilidad. Y el coro, como siempre, compacto y balanceado.
En el apartado de los solistas vocales, pues lo que se podía esperar, es decir, un poco de todo, si bien es cierto que nadie acusó deficiencias demasiado serias. Estando en general mejor las mujeres, Mariangela Sicilia, que ya gustó en Les Arts en La flauta mágica, se llevó la flor de lis a su galería de trofeos. Su Corinna se expuso con una línea de canto muy pura, un fraseo delicado y un timbre homogéneo. Excelente nivel el exhibido también por Marina Viotti como Marchesa Melibea, con una voz rotunda, llena y expresiva. Un punto destemplada por el registro agudo anduvo Ruth Iniesta, no obstante acabó dominando a su Madama Cortese a base de arrojo y técnica. Mientras, a Albina Shagimuratova como Contessa di Folleville, al contrario que Iniesta, su suficiencia por la zona alta de la tesitura no le condujo a establecer una completa y cálida conexión con el público, pese a una innegable entrega escénica.
En el apartado masculino, el más aplaudido por el respetable fue Misha Kiria, a cuyo Don Profondo Rossini le regaló Maraviglia incomparabili, que muy mal se ha de hacer para no quedar como un señor. Se defendió el cantante georgiano, a quien Michieletto le pone en ese momento en el trance de dirigir una subasta de arte, pero aún se le puede sacar más punta y variedad a su intervención. Ruzil Gatin fue un tanto desconcertante Cavaliere Belfiore, pues pareció aunar en su canto finura y facilidad con cierta aspereza en la expresión. Cal y arena ofrecieron también el resto de compañeros de reparto, todos, sin embargo, absolutamente comprometidos en lo actoral. César San Martín compuso un Don Alvaro de emisión un tanto retrasada, Sergey Romanovsky un Conte di Libenskof demasiado tenso en el extremo agudo del registro, Adrian Sâmpetrean un Lord Sidney de timbre agradable pero desaliñada línea, y Fabio Capitanucci un Barone di Trombonok un punto histriónico, aunque quizás de vocalidad más adecuada al estilo.
Bien el resto de voces, que aún quedarían unas cuantas por consignar, varias de ellas integrantes del ahora denominado Centre de Perfeccionament, así, a secas, sin las dos palabras mágicas que lo completaban, y que los programas de mano consignaron con exactitud, ignoro si teniendo que volverlos a imprimir, pues la decisión de eliminar el nombre de Plácido Domingo se tomó oficialmente no mucho tiempo antes de la función de estreno, que es la que aquí se comenta. Función a la que asistió el presidente de la Comunidad, Ximo Puig, que, a poco que se identifique con el argumentario del partido político al que pertenece, quedaría la mar de contento con la coronación borbónica final por considerarla netamente republicana.
Y contento y agradecido también el resto del público por el esfuerzo, tan bien servido, de todo el personal participante en la representación. Eso sí, ¡con cuánta candidez disfrutábamos el último día de febrero de un año bisiesto (cumpleaños de Rossini, por cierto) de una obra en la que los personajes no podían viajar!
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