Alemania
Luz en la Semperoper
Vicente Carreres
Último concierto sinfónico del invierno para la Staatskapelle y su director titular Christian Thielemann, con una obra que a su vez cierra todo un ciclo histórico: los Gurre-Lieder, de Arnold Schönberg, canto del cisne de la era posromántica y premonición de los cambios dramáticos que pronto iban a producirse. Aunque estrenada en Viena en 1913 y no interpretada en Dresde hasta hace menos de treinta años, la Semperoper era un marco ideal. Recuérdese que la ciudad sajona es una de las grandes metrópolis de la música posromántica. Fue en este maravilloso edificio neorrenacentista donde vieron la luz Salomé, Elektra y El caballero de la rosa, de Strauss. Así que, en cierto modo el concierto parecía un regreso a una época y a un espacio. Pese a haberse vendido casi todas las localidades, había unos pocos claros en el aforo, probablemente por miedo al coronavirus. Dio igual: nada pudo deslucir el éxito de esta matiné.
Sin embargo, no son los Gurre-Lieder una obra fácil. Marcada por el gigantismo, esta especie de cantata u oratorio, es excesiva en todos los aspectos: duración, orquestación, arquitectura, retórica y universo poético, que procede directamente del Tristán wagneriano y se emparenta con el mundo alucinado de la Noche transfigurada. En la estela de la llamada Sinfonía los mil de Mahler, los Gurre-Lieder están concebidos para más de trescientos de músicos, incluyendo una orquesta muy expandida, coros múltiples y solistas. Representan ese estadio evolutivo de la música posromántica que ya no admitía más continuación que la ruptura. Schönberg daría ese paso, pero no aquí, donde se dedicó a explotar todas las posibilidades de un lenguaje que estaba viviendo al mismo tiempo su plenitud y su decadencia.
Si algunos directores, como Chailly, conciben esta obra a la romántica, en clave onírica y pasional, Thielemann, fiel a su poética objetiva, la entendió en términos sonoros y arquitectónicos. No fue música para soñar, sino para escuchar y comprender. La exacerbada sensualidad del Schönberg posrromántico se transformó en una cualidad más acústica que emocional. Sobre la expresión primaron la sintaxis, la belleza y el equilibrio de los planos sonoros, demostrándose una vez más que el berlinés tiene hoy pocos rivales en el sinfonismo tardorromántico de lo grandioso.
Contaba, además, Thielemann con colaboradores de lujo: el coro de la Ópera Estatal Sajona de Dresde, el coro de la MDR de Leipzig, miembros de la Joven Orquesta Gustav Mahler y cantantes solistas de reconocido prestigio. Es verdad que el Waldemar de Stephen Gould no tuvo el brillo y la frescura que parecen convenir a los éxtasis líricos de la primera parte: pese a su incuestionable solvencia, la emisión era tensa y esforzada, pero lo compensó con la variedad de su fraseo, lleno de acentos y matices. Con la Tove de Camilla Nylund, en cambio, se impuso lo vocal sobre lo expresivo: Excelente proyección, volumen y timbre, pero su canto, más plano que el de Waldemar, no terminó de iluminar todos los ángulos de su personaje. En mi opinión, el mejor número vocal de la primera parte fue el último, con la magnífica mezzo Christa Mayer como Paloma del Bosque. En su voz se conjugan el tamaño y la proyección del cantante wagneriano con la levedad y el matiz del intérprete de Lied. Impresionantes sus graves, oscuros pero de color homogéneo, consistente con los otros registros, y máxima tensión en el clímax final, con ese agudo sobrecogedor en la palabra Tod (muerte), atacado con fuerza vocal y sentido dramático. Porque la Mayer no solo estaba cantando, estaba anunciando la muerte de Tove y el fin del amor.
Menos exigentes vocalmente son los papeles solistas de la tercera parte a excepción de Waldemar, pero convencieron por su forma de decir y su intención, sobre todo el Klaus de Wolfgang Ablinger-Sperrhacke y la extraordinariamente expresiva Sprechstimme (voz hablada) de Franz Grundheber como narrador, los dos roles que anticipan la futura simbiosis de canto y habla en la obra del compositor. Por su parte, el bajo-barítono Markus Marquardt, que sustituía a Kwangchul Youn, fue un digno Campesino, realzando con su voz densa y oscura la presencia de su personaje.
Sin embargo, el gran protagonista fue Thielemann, que con autoridad firme y guante de seda supo concertar estas fuerzas colosales para desplegar una narrativa sostenida, calibrando cada efecto a tenor de su función y su lugar en la obra. El tempo, la articulación, las texturas, y muy especialmente la prodigiosa orquestación de Schönberg se cargaron de significado estructural, estableciendo ecos y contrastes entre los distintos números y proyectando el discurso hacia delante. En la primera parte el berlinés se las arregló para aunar dos contrarios: atmósfera y transparencia. En muchos momentos dejó flotar la orquesta, evaporando o suspendiendo el pulso en una nube de timbres, que planeaba sobre las voces de los enamorados sin que los instrumentos llegaran a perder su individualidad. Magnífico trabajo el de los músicos, que hicieron olvidar que se trataba de una orquesta bicéfala. Quizás alguien le reprochará a esta versión la suntuosidad del sonido, que a veces eclipsaba al tenor. Pero la pugna desigual entre el solista y esta orquesta gigantesca es intrínseca a la propia partitura, que persigue un ideal más fácil de realizar en el disco que en la sala de conciertos.
En cualquier caso, estas asimetrías se redujeron en la tercera parte, que recrea el mundo sombrío y nocturno donde habitan Waldemar y su cortejo de espectros: las texturas masivas dieron paso a alternancias y sutiles juegos tímbricos entre las diferentes secciones, que tocaron con precisión y pureza de sonido, cruzándose y sucediéndose como en un caleidoscopio. A ellas se sumó el coro, el otro gran protagonista del concierto, al que Thielemann no solo dio una función dramática, sino también instrumental, con algunos efectos mágicos, como en “Der Hahn erhebt den Kopf…”, donde tenores y bajos, cantando a media voz, se fundieron con el registro grave de las maderas para abrir un espacio tonal nebuloso e indeterminado. Para el autor del texto el momento marca la transición de la noche al día, del amor y la muerte a la regeneración; para Thielemann fue un proceso esencialmente musical, una delicadísima mutación de armonía y texturas.
Pero en el fondo el objetivo de estas estrategias era preparar uno de los finales más espectaculares de la historia de la música, el legendario “Sieht die Sonne”, donde orquesta y coros celebran en un rotundo do mayor la gloria de la luz solar y el despertar de la naturaleza. Y para ese momento Thielemann lo tenía todo a punto: su estricto control de las dinámicas, su minuciosa exploración de las texturas locales durante más de hora y media cobraron de pronto su verdadero sentido, cuando toda esa energía acumulada estalló en una exclamación formidable, amplificada por la primera entrada de las voces femeninas del coro, que inundaron de luz la Semperoper. Pero lo más sorprendente es que ni siquiera aquí cedió el director alemán su dominio de la situación: el sonido masivo de aquellos cientos de músicos mantuvo hasta el último segundo su equilibrio tímbrico y ese efecto luminoso que pide Schönberg. Un final de esos que te dejan con ganas de levantar los pies del suelo y dar gracias a esta música por existir.
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