Recensiones bibliográficas
Hijos de AbrahamA la búsqueda de Jesús, el superviviente
Juan Carlos Tellechea
No quieran imaginar ustedes, amigos lectores, los intensos debates y el arrollador alud de críticas que ha recibido y sigue recibiendo el destacado historiador alemán Johannes Fried por su muy interesante y documentado libro Kein Tod auf Golgatha. Auf der Suche nach dem überlebenden Jesus* (No hubo muerte en el Calvario. A la búsqueda del sobreviviente Jesús) publicado ya en su tercera edición por la editorial C. H. Beck de Múnich.
Fried, renombrado medievalista y ex catedrático de las universidades de Colonia y de Francfort del Meno, se atreve a dar un paso más allá para contradecir los textos canónicos del Nuevo Testamento y sugerir, apoyándose en conocimientos médicos, que Jesús de Nazaret sobrevivió a la crucifixión. Se sabe, y sobre ello hay un mínimo de consenso, que Ecce Homo, como lo llamara en su momento Poncio Pilato, prefecto de la provincia romana de Judea, vivió y fue crucificado alrededor del año 30. A partir de ese momento Fried se embarca a través de las 190 páginas de su obra en una muy emocionante búsqueda de los rastros del Jesús sobreviviente que lo llevan desde los Evangelios oficiales y los apócrifos hasta los fragmentos de escrituras heréticas del Corán.
Siguiendo el sobrio informe (capítulo 19:1) del evangelio de Juan (probablemente antes del 70 dC) sobre la crucifixión, Jesús sufrió una lesión pulmonar mientras era torturado y cayó en la cruz en un estado anestésico de dióxido de carbono similar al de la muerte. Solo una certera punción podía salvarle la vida, y eso fue exactamente lo que ocurrió cuando (…) uno de los soldados romanos le punzó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua (Juan, 19:34).
Con autorización de Pilato, Jesús fue retirado de la cruz por José de Arimatea unas seis horas después, inusualmente pronto. José de Arimatea junto con Nicodemo, prepararon entonces el cuerpo para el entierro, según el rito judío (envolviéndolo con vendas con mirra y áloes), y lo colocaron en una tumba cercana. Es presumible que ambos pudieron haber advertido que Jesús todavía respiraba, que se movía, que sus lesiones, si bien dolorosas, no eran de tanta gravedad (presumiblemente roturas de costillas) por lo que lo habrían sacado de la tumba para cuidarlo en algún otro lugar. Al otro día Jesús sería visto vivo, primero por María Magdalena y después por sus demás discípulos.
Significa también que José de Arimatea (discípulo secreto de Jesús, para no despertar las iras de los judíos) y Nicodemo, ambos judíos devotos y educados (sabían leer y escribir), conocían el Antiguo Testamento y conocerían asimismo la versión griega de la Biblia, la Septuaginta. Por lo que luego citarían a esta Septuagista para el informe que dieron sobre lo que sucedió allí, a saber, que Jesús se despertó; no que resucitó ni que fue despertado. Por lo tanto, se usan términos griegos en ese informe que ciertamente no eran familiares para los humildes prosélitos de Jesús; términos que provienen de la profecía de Isaías (61:1), referida a la inminencia del final de los días.
Cuando los muertos se levantan de sus tumbas, aparece entonces el Mesías (el ungido) para dar nuevas fuerzas al pueblo de Israel y conducirlo a la salvación. Esto es exactamente lo que deben haber pensado; que el Mesías, a quien creían ver en Jesús, había venido y había despertado de la muerte. Por lo que se sucederían dos fenómenos consecutivamente; primero el mensaje de que él había despertado; y segundo, el mensaje de que vive; ambos divergentes desde el punto de vista teológico.
El rabí (el maestro), como llamaban a Jesús sus seguidores, se mostraría ante ellos y después tendría que desaparecer, tendría que darse a la fuga, porque corría peligro, al haber sido condenado a muerte por el Estado romano y no haberse consumado su ejecución. Sería dable pensar además que quien sobrevivía a una crucifixión gozaría de una protección especial, por aquello de que nadie pude ser condenado dos veces por el mismo delito (non bis in idem).
Sin embargo, los discípulos tuvieron que haber sentido muchísimo miedo en aquellos instantes, simplemente porque diferentes grupos estaban en su contra, entre ellos nada menos que los sacerdotes del templo. El martirio de Esteban y más tarde el de Jacobo, el hermano de Jesús, ambos lapidados, eran indicios harto suficientes para ellos de que sus vidas corrían peligro si se unían a ese grupo.
Es decir, si Jesús había resucitado y ascendido a los cielos ya no representaría ningún peligro para el Estado Romano. Esa es una construcción que estaba en el aire en aquellos tiempos, tanto entre los judíos, como entre los romanos. Eran imágenes, comunes entonces, según las cuales el hombre que está muerto, cuya alma o cuyo espíritu se encuentra en el más allá, ya no es un peligro para los que quedan sobre la Tierra.
El académico Johannes Fried describe con acierto cómo la teología del Hijo de Dios resucitado se extendió posteriormente por todo el Imperio Romano, mientras Jesús era venerado en Cisjordania y en el este de Siria, lejos del radio de acción del Evangelio, como ser humano y como mensajero de Dios. Esta última doctrina fue hereticada y solo es accesible a través de fragmentos, pero es precisamente aquí donde pueden encontrarse rastros de la labor posterior de Jesús, más allá del control de las autoridades romanas, que conducen a la historia temprana del Islam.
Me puedo imaginar a estas alturas naturalmente la ira, el horror de muchos creyentes que toman al pie de la letra todo lo que aparece formulado en los Textos Sagrados, mientras el catedrático se disculpa además ante quienes estén leyendo su tesis por si hubiera herido los sentimientos religiosos no solo de cristianos, sino también de musulmanes (especialmente en la segunda parte del libro).
En otras épocas, no demasiado lejanas, el historiador y quien escribe esta reseña habríamos muerto en la hoguera por orden de la Inquisición (ahora Congregación para la Doctrina de la Fe) de la Iglesia Católica, y aún hoy, en pleno siglo XXI, correríamos el riesgo de ser objeto quizás de una de esas fetuas de algún muftí (jurisconsulto musulmán) fanático.
La explicación médica de lo que pudo haber ocurrido con Jesús es relativamente facil en nuestros días. Los azotes que recibiera pudieron haberle causado una lesión vascular con acumulación de sangre en el espacio entre la pared torácica y el pulmón (la cavidad pleural). Este derrame interno no podía fluir hacia ningún lado. Cuando el líquido entra en este espacio los pulmones ya no pueden expandirse. Si esto dura demasiado tiempo, los pulmones se comprimen tanto que no les es posible exhalar dióxido de carbono (CO2). Las personas que sufren estas lesiones, cualquiera sea su origen, primero se desmayan y después se asfixian; es por eso que en estos casos una punción puede salvarles la vida.
Para los investigadores, la gran suerte de los textos evangélicos radica en que estos difieren entre sí estilística y temáticamente e incluso se contradicen en parte. Juan describe maravillosamente bien en términos fácticos la pasión de Jesús y no puede ser refutado, en contraste con los otros tres evangelios, los llamados sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), que aportan continuadamente historias de milagros (que suenan a cuentos de hadas) aquí.
No caben dudas de que la figura de Jesús de Nazaret ha sido fascinante en sus tiempos y sigue síéndolo para la posteridad, por ese halo misterioso que lo envuelve. La segunda parte de la obra de Fried es hipótesis pura y se refiere a la cuestión de adónde pudo haber ido Jesús después de haber salido de la tumba. Se supone que siguió siendo como era antes, un predicador itinerante y un maravilloso sanador de enfermos, un hombre santo. Sus huellas no son fáciles de identificar. Hay rastros de este tipo, pero no todos están conectados directamente con el nombre de Jesús. Mas esto no es sorprendente, porque tampoco se sabe casi nada sobre su vida antes de que fuera a Jerusalén. Algunas de las huellas aparecen en escritos de los primeros autores cristianos como Eusebio o Lucas, en el Libro de los Hechos, que pudieron haberse referido a Jesús.
Un trabajo interesante es el del filósofo judío Filón de Alejandría sobre los llamados terapeutas, una comunidad ermitaña en el lago Mariut (al sureste de Alejandría) de agua salobre. Había allí una comunidad de hombres y de mujeres, cada uno viviendo por separado en sus propias chozas, que enseñaban y predicaban, que se reunían todos los domingos y que celebraban un gran fiesta cada 49 días. Esto que describe Filón le sonó tan cristiano a Eusebio que lo llevó a afirmar que posiblemente habrían sido los primeros monjes cristianos. No se les llama así porque la denominación de cristianos todavía no existía.
Otra de las pistas es la aparición en Jerusalén alrededor del año 52 de un personaje no identificado al que llamaban el egipcio. El egipcio se habría aparecido allí con 30.000 hombres que se proponían conquistar Jerusalén, bajando desde el Monte de los Olivos, para liberarla de los romanos. El nombre de el egipcio fue dado por Flavio Josefo, el gran historiador del judaísmo a fines del siglo primero; y es él quien relata esta historia, pero sin dar mayores datos sobre su figura. Ese egipcio pudo haber venido del lago Mariut.
Hay un segundo rastro de este misterioso personaje y que está relacionado con la presencia de Pablo por última vez en Jerusalén. Inmediatamente antes de ser arrestado y trasladado a Roma, le preguntaban dos cosas: "¿Sabes griego?" Esto es muy interesante, porque Jesús obviamente no hablaba griego, sino arameo.
En segundo lugar le preguntaban: "¿Eres 'el egipcio'?" A lo que Pablo les respondía: "No, soy un ciudadano romano de Tarsos“. Esto podría significar que buscaban a "el egipcio" , quien no podía hablar griego. Es entonces el egipcio, quien aparece en escena para bajar a Jerusalén desde el Monte de los Olivos, al igual que lo hiciera Jesús justo antes de su crucifixión, y para liberar a la ciudad con su poderosa palabra.
Estas son las únicas pistas que tienen los historiadores. Este "egipcio" desaparecería poco después, mientras sus compañeros combatientes, 30.000 o una cifra de varios miles, eran golpeados, capturados y asesinados por el ejército romano.
Ese pequeño grupo, no tan poderoso como el cristianismo emergente (difundido por el predicador Pablo), continuaría viviendo a lo largo de los siglos, no terminaría con la muerte física de Jesús (no en la cruz, sino en otro momento mucho más tarde, presumiblemente entre los años 60 y 70) y habría de volver a aparecer en una conexión con el Islam.
Hay dos grupos religiosos que se denominan a sí mismos, respectivamente, como el de los nazarenos y el de los ebionitas (o el de Los Doce, alrededor de la mitad del siglo II en el río Jordán o al este de este curso fluvial) que invocan a Jesús, el Mesías, y que desarrollaron cada uno de ellos su propio Evangelio (hoy entre los apócrifos, es decir entre los extracanónicos). Die apokryphen Evangelien: Jesusüberlieferungen außerhalb der Bibel, un interesante libro del profesor Jens Schröter, especialista en Nuevo Testamento y en textos Apócrifos, de la Universidad Humboldt de Berlín, fue editado asimismo por la editorial C. H. Beck de Múnich este mismo año.
Hay rastros verificables de los nazarenos hasta el siglo V o VI. No se sabe cuánto duraría este grupo, pero a finales del siglo VII los investigadores llegan al primer texto fechado y considerado el testimonio más antiguo del Islam. Se trata de la gran inscripción en la Cúpula de la Roca en Jerusalén. Aparecen allí varias cosas interesantes en esa inscripción, sobre todo la mención de la palabra Mesías (Meschiah).
El Mesías Isa ibn Maryam, es decir el Mesías, Jesús, el hijo de María, al que se menciona tres veces, mientras que Mohammed aparece solo en forma críptica a través de la expresión "mohammadun". Esto es, el que es alabado o el que es preciado. Si Mohammed es tratado en esa inscripción como el profeta que es apreciado, y este Jesús hijo de María explícitamente como el profeta, el siervo, el servidor de Dios, esto parecería significar que la inscripción puede tener efectivamente un origen judeocristiano, un origen nazarenista y de ahí no sería necesariamente un testimonio exclusivo del Islam.
En el Corán tienen eco contínuo tales ideas. Hay diferentes suras que recuerdan mucho al cristianismo e incluso una se titula: María. En ella se encuentra una referencia a la crucifixión y a que solo los judíos creían que había muerto en el madero, pero que en realidad no estaba muerto, sino que había sobrevivido a la cruz.
Por eso es que esta idea de un Jesús sobreviviente se extiende al Corán y al Islam temprano, afirma el catedrático Johannes Fried. Si trazo la línea de la tradición de los nazarenos, que se remonta a los siglos V y VI y que, por lo tanto, puede proporcionar una indicación de que la tradición de Jesús que escapó de la tumba se mantuvo viva hasta entonces, para mí, estos son indicios de que podría haber una tradición que puede ilustrar una permanencia del Jesús que escapó de la cruz.
Esto afecta a la teología moderna en su conjunto, porque ésta está a menudo orientada históricamente y entiende los textos del Evangelio en un sentido histórico, porque Jesús el Nazareno fue un hombre que vivió en un tiempo determinado y que, como tal, tengo que poder entenderlo y poder entenderlo históricamente, señala Fried.
Así que no creo que sea incorrecto mirar los Evangelios históricamente. Pero entonces los momentos críticos con respecto a la fuente deben representar un punto de vista y, en mi parecer, hablan muy claramente en contra de los sinópticos con respecto a la crucifixión, señala.
Cuando leo que el cielo tembló y que la tierra se sacudió y que sol se oscureció, que los muertos en la ciudad salieron de las tumbas en el momento de la muerte de Cristo, solo puedo decir que estos son informes sobre milagros. Históricamente, no me explican nada. Solo me explican una creencia tardía o dan testimonio de una creencia tardía que surgió entre los años 100 y 150; y nadie puede afirmar si es anterior, apunta el historiador.
La tradición de la muerte de Jesús en la cruz es la orientación que predicó Pablo, para mí el verdadero inventor del cristianismo, afirma el académico. Es el predicador Pablo el que difunde toda esta historia entre el paganismo y que encuentra con sus tesis eco en él. Este planteamiento chocó contra el enorme rechazo de los judíos ortodoxos, es decir, los judíos observantes de aquel entonces. Lo decisivo fue la tradición de la muerte de Jesús en la cruz y su ulterior resurrección, la que Pablo formula expresa y claramente y que quedó definitivamente anclada en la fe.
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