Opinión
La bronca
Alfredo López-Vivié Palencia

Lucerna, septiembre de 1992, en la sala provisional del Festival mientras se estaba construyendo el actual auditorio del KKL. Había comprado una entrada para ver a la Filarmónica de Viena con Carlo Maria Giulini tocar la Segunda Sinfonía de Brahms (nunca he disfrutado de mejor Brahms que el del maestro italiano, ni en vivo ni en disco). Giulini canceló por razones de salud y le sustituyó Nikolaus Harnoncourt; lo que escuché –todo aristas y asperezas- no se parecía ni por asomo al Brahms que hubiera cabido esperar, y la expresión de incomodidad que vi en las caras de los músicos confirmó mi impresión; después del primer movimiento cogí, me levanté y me fui.
Barcelona, mayo de 2008, en el Gran Teatro del Liceo. Se representaba La Valkiria en versión de concierto (por cierto, con Plácido Domingo cantando Siegmund). Sebastian Weigle –entonces responsable musical de la casa- decidió mantener a la orquesta en el foso mientras en el escenario apenas había una maceta; eso me molestó (si se da una versión de concierto, se hace con todas las consecuencias), pero escuchar “los adioses” con una orquesta que sonaba como si estuviese acompañando un lied de Max Reger (si así se pretende hacer temer la punta de la lanza, que baje Wotan y lo vea) provocó que al final profiriese un muy sonoro berrido de indignación.
Por supuesto, en ninguna de esas ocasiones estaba asistiendo a la función en calidad de crítico, sino como un espectador más (testigos tengo para uno y otro caso que así lo confirmarán). De lo contrario, habría aguantado hasta el final y me habría callado, o en el mejor de los casos habría dado unos aplausos de cortesía (cortesía para el promotor del espectáculo, que me proporciona una entrada de prensa y de quien por tanto me considero su invitado, por mucho que vaya a trabajar). He aquí, pues, cuatro maneras de expresar el disgusto: portazo, bufido, silencio o mera cortesía; y las cuatro son perfectamente legítimas porque quien hace algo en público –sea música o cualquier otra cosa- sabe que está expuesto a una eventual desaprobación y debe admitirla. Aunque ese tipo de actitudes también están sujetas a determinadas limitaciones.
En una entrevista con John Freeman para la BBC emitida en 1961, Otto Klemperer reivindicaba su derecho a marcharse en mitad de un concierto (“está claro, si no me gusta me voy”, y ponía el ejemplo de una función a la que asistió en Covent Garden: “Bellini es un gran compositor, pero La Sonnambula…”, y terminó la frase con un gesto de desdén). Yo mismo he presenciado cómo en el año 2000 Ángel Mayo no volvió a entrar en la sala después del primer acto de Sigfrido en Bayreuth. Naturalmente que todos tenemos ese derecho, mientras se ejerza en un momento de pausa y sin molestar a nadie (en el caso de Bayreuth resulta obligado porque como es bien sabido, a la estrechez e incomodidad de los bancos del Festspielhaus se une el hecho de que allí dentro uno está –literalmente- encerrado bajo llave).
Por otra parte, quiero hacer notar que en la actualidad las reacciones de desaprobación no se traducen en broncas. Ya no suele haber pitidos ni otro tipo de muestras de rechazo más o menos ruidosas, salvo esporádicamente en los teatros de ópera y casi siempre referidas a la puesta en escena (también aquí “la colina verde” sirve de ejemplo, verano tras verano). Si bien eso no necesariamente comporta una sensación de fracaso para su responsable: aquella reacción trasciende las paredes del teatro y el escándalo se publica en los medios de comunicación; habrá quien, tras leer la reseña, decidirá no asistir a esa producción; pero precisamente gracias al escándalo también habrá quien, por el contrario, decida asistir. En nuestros días la provocación es cotidiana y está al alcance de todos, de manera que siempre habrá quien caiga en ella, aunque sólo sea por gregarismo; o por morbo; o por presumir del “yo estuve allí”.
Por lo general hoy los berrinches se expresan mayoritariamente con aplausos de cortesía. En las salas de concierto nunca he visto una reacción ruidosa del público ante una obra nueva que no haya sido de su agrado (ni siquiera en aquellos remotos tiempos en los que Maurizio Pollini juntaba en un recital piezas de Chopin al lado de otras para piano aporreado con acompañamiento de cinta magnetofónica), o ante la interpretación de una obra vieja que no satisfaga sus expectativas. También hay excepciones: si un solista instrumental desafina un par de veces el respetable no se lo tendrá en cuenta; pero si le ocurre lo mismo a un cantante puede ser sometido a escarnio ipso facto (en el temible “loggione” de La Scala tienen práctica, y como muestra les dejo un YouTube para que vean –o mejor, escuchen- lo que le pasó allí a Renée Fleming cantando Lucrezia Borgia en 1998).
Ahora que el confinamiento va a derivar por largo tiempo en un luto amargo (la falta de espectáculos musicales será sólo una consecuencia más, y no la peor), tengo muchas ganas de echar broncas. Pero de momento me callo. Ya las echarán los jueces y tribunales de todos los órdenes ante la avalancha de procedimientos que se van a acumular en sus mesas: les deseo templanza en el razonamiento, acierto en la resolución, y medios para ejecutarla. Por lo demás, daré unas palmas de cortesía si de ésta no salimos con el derecho al pataleo convertido en objeto de estraperlo.
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