Estados Unidos
Acordeones, Botox y escenarios de burdel
Enrique Sacau
La premisa: una gala del MET con 40 cantantes participando desde casa. Una gala del MET sin el MET. Casi más extraño todavía, una gala del MET sin Plácido Domingo ni James Levine.
Yo habría comenzado la retransmisión con un homenaje al pasado. En blanco y negro, la cámara empieza en la plaza desierta del Lincoln Center, pasa la fuente y atraviesa los arcos. Vemos por vez primera el gran hall y entramos en la sala. El auditorio, visto desde abajo, es una monstruosidad brutalista gigante bañada en oro. La cámara se centra en el patio de butacas vacío y luego enfoca el techo, las lámparas vienesas inspiradas por el Sputnik, resplandecientes a media luz, y se acerca al escenario donde se intuye una presencia. No hay duda. Allí está Levine, el Rey Emérito, sentado en su silla de ruedas, solo, con la mirada perdida. Rememora tiempos de inocencia, quizás piensa, como Kane, en algún juguete de su infancia: “GI Joe…”, murmura. Eché de menos esta imagen como puente entre lo viejo y lo nuevo. Faltó ese guiño a Domingo y Levine, que reinaron supremos sobre el MET durante 40 años. Quienes, si se confirman las sospechas, parecieron haber firmado un pacto de no agresión: yo las chicas y tú los chicos.
Tampoco podía faltar, y faltó, algún anuncio del superintendente, Peter Gelb. Me lo imagino en su apartamento de Nueva York, mirando con gravedad a la cámara del iPad:
“Señoras y señores, tengo dos anuncios que hacer. Primero, lamentamos informar que Jonas Kaufmann ha debido cancelar su participación en la gala pues se encontró indispuesto durante el período de ensayos. Les informo también que, como resultado de la cuarentena, la soprano Anna Netrebko ha tenido un empacho de helado de vainilla con salsa de chocolate. Me complace anunciarles que, a pesar de su indisposición, ha decidido seguir adelante y cantar esta noche. Les ruega, eso sí, su comprensión”.
Pero basta de hablar de lo que pudo ser y no fue, caramba. Hay que centrarse en comentar lo que vimos. ¡Pero vimos tantas cosas que es difícil elegir! Menos mal que Peter Gelb nos conminó al principio de la retransmisión a centrarnos en no perder “la oportunidad de echar un vistazo a las casas de nuestras estrellas favoritas”. Aunque mundoclasico.com no es House & Garden, es difícil no hacer caso a Peter ni lamentar muy sinceramente que no todas las estrellas nos abrieran las puertas de sus residencias.
Michael Fabiano cantó con una lámina de Miró enmarcada en dorado y verde de fondo que va a ser difícil olvidar, lamentablemente. Angela Gheorghiu, que no cantó, sí apareció estilo grande dame en un sofá merengue y vestida completamente de color mango y parecía, simplemente, sin lugar para la metáfora, la ironía o el double entendre, un merengue cubierto con sirope de mango. Terfel cantó en lo que parecía un pub y, hay que reconocerlo, sonó exactamente como si estuviera cantando en un pub cerca de la hora del cierre. Anthony Roth Costanzo tenía sobre el piano una cabeza disecada, lo que me hace temer que planee una versión de Salomé para contratenor y que se esté ya dedicando a practicar el beso. La pecera de la casa de Joseph Calleja merecería un artículo aparte, así como complementarse con una foto suya sentado en una butaca de cuero y acariciando su gato blanco. Y así podría uno seguir.
Peor fueron quienes no nos enseñaron sus casas y nos privaron de lo que Peter Gelb prometió. Jonas, que no canceló, cantó en una sala de ensayos de la Bayerischer Staatsoper con un eco de mil demonios. Netrebko, de cuya indigestión no tenemos ni confirmación ni desmentido, y su marido se negaron a mostrarnos su salón (imagino que nos hemos perdido ver los jarrones de Baccarat y los tigres disecados) y actuaron en lo que parecía un escenario de Eurovisión de los años 70, o de un burdel almodovariano. La pesada cortina de fondo no fue suficiente para absorber los chorros de estos cantantes tan… sutiles.
Es muy fácil, en cualquier caso, centrarse en los desastres y, sí, no me resisto, voy a seguir en ello un par de párrafos más. Entre los cantantes menos carismáticos de la velada, y había una dura competición, no sabe uno qué aborrecer más: si la contribución de Piotr Beczala, quien nos inflingió “Recondita armonia” desde la casa de los Siete enanitos, o la de Matthew Polenzani, que masacró la hermosa “Danny boy”, canción a la que se refirió, pre-conciliar, como “Londonderry Air”. (Salvó el pellejo gracias a cantar desde casa y no en una sala de conciertos en Dublín). Diana Damrau no había dedicado ni cinco minutos a ensayar su parte y se notó claramente, pero como lo hizo desde la cocina imagino que estaba apurada con la cena. Elina Garanča, con fondo de estantería casi sin libros, hizo Carmen con la misma sensualidad de siempre, o sea, ninguna. Su interpretación compitió en falta de sinceridad solo con la de Peter Gelb cuyo clímax de la noche fue declarar solemnemente “this is an emotional day”, mientras sus ojos, vacíos, miraban a sus notas en el regazo. No hay que perderse a Sonya Yoncheva, que no entendió nada, vestida a juego con los veleritos de la chimenea, y creyéndose de verdad en un recital en serio. Cantó una lenta, mortecina Rusalka, quizás temerosa de que el COVID no la deje salir a ver la luna nunca más.
Y no puede no mencionarse a Renée Fleming. Primero porque, si es cierto que está respetando estrictamente la cuarentena en Virginia, se demuestra que sabe maquillarse, peinarse y ponerse Botox ella solita. Y que, como siempre, nadie, absolutamente nadie, hace lo artificial con tanto esmero y profesionalidad como ella. El plano, perfecto: libros, sofás, jardín, y su cara enmarcada. El acompañamiento pianístico, como en muchos casos de esta gala, pre-grabado. Pero, y ahí es donde se ve quién no repara en gastos, a diferencia de muchos de sus colegas, el plano de Renée permitía ver la cola del piano, una referencia sin duda necesaria al género del recital y una aclaración igualmente fundamental para aquellos que pudieran pensar que la estaban acompañando con una vihuela.
Lo cierto es que hubo también momentos hermosísimos. Me quedo con cinco. Kurzak y Alagna hicieron un divertido dúo del Elisir d’amore: ella aburrida, y él excesivo dando saltos como un canguro. Fue una payasada y funcionó. Nadine Sierra cantando La Bohème y Lisette Oropesa con Robert le diable dejaron claro que prepararse es la mejor receta para triunfar.
Pero hubo dos interpretaciones que, verdaderamente, fueron memorables: dos artistas que entendieron que se trataba de un género nuevo, que no había que fingir estar en el MET, ni introducir las arias diciendo tonterías. Peter Mattei cantó la serenata de Don Giovanni acompañado por un amigo al acordeón. Y la mejor, absolutamente, fue Erin Morley con La fille du régiment. Se acompañó al piano y cantó con entusiasmo. Eso es la música: si no tienes orquesta, das palmas. Fueron dos bofetadas al purismo y a la impostura.
Técnicamente hay que alabar también las interpretaciones sincronizadas de la orquesta, que se animó con el Intermedio de Cavalleria rusticana, dirigida por Yannick Nézet-Séguin, vestido, quizás a toda prisa, con una sábana de satín azul. De nuevo, lo mejor de estas interpretaciones fue precisamente que no hacían el menor esfuerzo por ser lo que no eran. Simplemente dejaron a los músicos hacer lo que hacen mejor, que no es hablar de política ni introducir las piezas, sino tocar.
Y así es que entre lo bueno, lo malo, lo absurdo y lo divertido, pasé una noche muy entretenida
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