Discos
Romeo y Julieta con final feliz
Raúl González Arévalo
Rossini tiene dos festivales. El más conocido está en Pésaro, con grandes estrellas internacionales. Además, en plena Selva Negra, en la localidad de Bad Wildbad, conocida por sus aguas termales, se ha consolidado otro que recuerda la estancia del Cisne de Pésaro y cada año propone títulos del genio italiano; pero no solo: también rescata otros olvidados de compositores contemporáneos cuya música rara vez se escucha, lo que supone un atractivo por sí mismo y revela una importante ambición artística, que Naxos ha sabido aprovechar. Los medios son más modestos y se nota en los repartos, con cantantes correctos en general, incluso buenos, y puntualmente brillantes en los inicios de carreras extraordinarias. Es el caso de Jessica Pratt, con quien grabaron Otello de Rossini y La sposa di Messina de Vaccaj, y más aún de Michael Spyres, que tiene a sus espaldas títulos fundamentales y alguno menor, como Otello, Guillaume Tell, Le siège de Corinthe y La gazzetta.
Entre las obras rescatadas y grabadas en los últimos años se puede escoger entre Mercadante (I briganti, Don Chisciotte alle nozze di Gamaccio), Vaccaj (La sposa di Messina) y Bellini (Bianca e Gernando). En 2014 la oportunidad le llegó a Francesco Morlacchi, apenas conocido como mucho por haber compuesto el tercer Barbiere di Siviglia en liza, con una doble mala fortuna: haberlo estrenado el mismo año que Rossini (1816) y sobre el mismo libreto que el previo de Paisiello (1782). De modo que resulta inevitable percibirlo como el menos original de los tres. No en vano, apenas conoce una grabación, modesta, de hace tres décadas (Bongiovanni, 1989), que le hace un flaco favor.
Sin embargo, lo cierto es que en su día Morlacchi gozó del favor del público y sus obras conocieron un éxito apreciable, lo suficiente como para lograr que le nombraran Kapellmeister del rey de Sajonia, en la corte de Dresde. Si bien ya no era un centro musical de primer orden como durante el siglo XVIII, seguía teniendo una actividad cultural muy importante. Allí estrenó cinco de sus óperas, todas cómicas, pero no descuidó su reputación como compositor lírico en Italia, una manera inteligente de cubrirse las espaldas ante la amenaza constante de disolución de la compañía de ópera italiana en la capital sajona, lo que finalmente ocurrió en 1832. En la segunda de sus giras italianas (1821-22) estrenó Tebaldo e Isolina en La Fenice de Venecia y obtuvo el mayor triunfo de su carrera. Lo confirma el estreno inmediato en 40 teatros y el reconocimiento de haber sido la única de sus óperas cuya partitura se publicó completa en la reducción para piano.
El libreto era obra de Gaetano Rossi, que escribió Tancredi y Semiramide para Rossini. La historia está ambientada en la Sajonia medieval (Altenburg y Meissen), lo que en Venecia era exótico, pero en Dresde una referencia cercana. La trama se puede describir sencillamente como un Romeo y Julieta de final feliz, cuyo protagonista absoluto como Tebaldo era el último de los grandes castrados, Giambattista Velluti; el cantante es recordado por haber estrenado Aureliano in Palmira de Rossini (1813) y el último gran papel compuesto para su cuerda, Armando de Il crociato in Egitto de Meyerbeer (1824). Él fue el beneficiario de la escena cumbre de la ópera de Morlacchi, la romanza del segundo acto que prácticamente cierra el título.
Tres años más tarde, en 1825, la obra fue presentada en Dresde, con fuertes cambios, principalmente la eliminación de arias del estreno veneciano para las que no hubo recambio, y la ampliación de los restantes números, asimilando algunas de las características rossinianas, como revelan en concreto la obertura y los coros. Al mismo tiempo, dio un aire más dramático a la obra. Además, Tebaldo fue confiado a una mezzosoprano. Esta es la versión representada en Bad Wildbad y grabada por Naxos, con pequeños cortes, fundamentalmente partes del recitativo y segundas estrofas del coro, señaladas en tinta más clara en el libreto disponible en la web de la discográfica.
Como ocurre con otros compositores de segunda fila que no fueron genios pero gozaron de la estima del público y el reconocimiento de la crítica, la música de Morlacchi revela un grandísimo oficio, asimilación del gusto germano por una instrumentación algo más desarrollada que la italiana –Weber y él se toleraban en la corte sajona–, y una notable capacidad melódica, que se traduce en una música agradable, cómoda para la voz, pero no memorable. Y aunque logra insuflar dramatismo a algunas escenas, la escasa imaginación para las cabalettas priva del necesario contraste con las arias, de modo que no entusiasma en ningún momento.
En el papel protagonista Laura Polverelli es el nombre del reparto de mayor proyección internacional. La intérprete es correcta y, aunque ha perdido frescura, lo que se manifiesta particularmente en el registro agudo, y el vibrato es ancho, el centro y el grave conservan calidez y la coloratura es fluida. Conoce sobradamente el estilo y tiene los modos adecuados para ser un más que digno Tebaldo, sacando buen provecho del acento en los recitativos. Pero no puedo dejar de preguntarme si el resultado habría sido otro con una intérprete de más nivel, o con la versión original veneciana estrenada por Velluti.
A su lado la Isolina de Sandra Pastrana suena más fresca. Sin ser una virtuosa particularmente brillante y con variaciones solo discretas en el da capo, resuelve correctamente las agilidades, con trinos, notas picadas y sobreagudos. Ocasionalmente hay incertidumbres en la afinación, pero de manera global se agradece el mérito y el esfuerzo. Con todo, a pesar de una composición razonable, me pregunto de nuevo si con otra intérprete la música no habría volado más alto.
Así, el protagonista que más llama la atención es Anicio Zorzi Giustiniani, con el acento más cuidado, la mejor dicción y la mayor intención dramática. Aunque suene joven para encarnar al padre, ofrece los mejores agudos, seguros y resonantes, y la coloratura corre sin problemas, construyendo el protagonista más completo de todos.
Desafortunadamente, los intérpretes del resto de personajes, con más cometido (Raúl Baglietto como Ermanno) o menos (Gheorghe Vlad como Geroldo y Annalisa D’Agosto como clemenza), son claramente insuficientes. No así el coro, muy meritorio, y menos aún la orquesta. Los Virtuosi Brunensis son habituales del festival y por tanto de las grabaciones de Naxos. Aquí suena tan inspirada como se pueda desear, está particularmente demandada la familia de viento y la calidad de los músicos permite apreciar las influencias del Tardoclasicismo, tan importante en la formación de Morlacchi. El entendimiento con Antonino Fogliani es muy bueno, como la dirección del italiano, con tiempos palpitantes, tensión narrativa y apoyo a los cantantes. No en vano, se mueve como pez en el agua en este repertorio del primo Ottocento.
Como consideración final, la grabación sin duda es apreciable y sirve al objetivo cultural de hacerla accesible. Sin embargo, también se ve limitada por la calidad intrínseca de la música, que me ha resultado menos atractiva que otras obras contemporáneas, máximas representantes de compositores de consideración similar, como puede ser la Giulietta e Romeo de Vaccaj (1825), o éxitos juveniles como Alessandro nell’Indie de Pacini (1824).
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