Recensiones bibliográficas
A propósito de todo. La autobiografía de Woody Allen y su contexto
Agustín Blanco Bazán

Mi apuro por leer la autobiografía de Allan Konisberg (alias “Woody Allen”) salió como fastidio por la decisión de la editorial Hachette de no publicarla. Fue una decisión presionada por Ronan, el hijo que el autor cree haber tenido con Mia Farrow, pero ésta no excluye que la paternidad sea de Frank Sinatra. De joven no me quedó más remedio que aguantar censuras en Argentina, pero someterme a los dictados de Farrow y su mamá ya iba demasiado lejos. También me molestó la santimonia de algunos críticos. El del New York Times por ejemplo, que empieza contándonos que cuando comunicó a su esposa y a su hija su decisión de reseñar la obra estas lo miraron raro. Tal ver por ello siente que debe aclarar al lector que considera la relación sexual comenzada por Allen pasados los cincuenta con la veinteañera Soon-Yi, la hija adoptiva de Mia y André Previn, como el acto “perverso” [sic] de un hombre cuyo cerebro está “peligrosamente desbalanceado.” [también sic]. ¿Busca el crítico aclararnos que él no está sexualmente desbalanceado como el autor del libro reseñado? ¡Bienvenidos al mundo de la moralina literaria y la autocensura!
Confieso que si no hubiera sido por Farrow, Hachette y reseñas como la aludida tal vez no hubiera leído nunca esta obrita cuya intencionada y provocadora irrelevancia está en su título. A propósito de nada* incluye esos típicos catálogos de nombres y lugares famosos con que los editores esperan mejorar las compras, en este caso entre los que se comen las uñas la noche de los Oscar. Pero, ¡ay!, como no hay índice de nombres (por lo menos en la versión inglesa finalmente publicada por Arcade) estos ansiosos no pueden saltearse páginas para pescar anécdotas sobre sus estrellas favoritas. Tampoco hay división en capítulos, con lo cual la “nada” se transforma en un “todo” ininterrumpido y rapsódico, y con altibajos similares a las películas del autor. Eso sí: no es posible pasar una hoja sin soltar una sonrisa o una carcajada ante este desordenado borbotón de anécdotas y ocurrencias.
La narrativa general sale desbalanceada por la excesiva extensión del relato de su conflicto con los Farrow, pero hay fragmentos fascinantes sobre el génesis de esa vena cómica y radicalmente auto deprecativa tan suya: todo pareciera surgir como reacción a una infancia signada por un padre y una madre cuya relación Allen nos pide imaginemos como la de un hipotético matrimonio entre la justiciera Hanna Arendt y Nathan Detroit, el inolvidable mistificador de Guys and dolls. La adoración por este último es conmovedora y también lo es la forma en que toma el pelo a su madre con inquietante persistencia. Pero finalmente lo confiesa: Me entristece reconocer que mi madre fue mejor, más responsable, honesta y madura que mi padre, que no sólo no era muy moral que digamos sino también un libertino, pero yo lo amé más a él. Y para que no nos pongamos demasiado serios: Digamos que la teoría edípica de Freud de que en el subconsciente todos los hombres queremos matar a nuestros padres y casarnos con nuestras madres se estrella contra un muro de ladrillos cuando de mi madre se trata.
Es a través de bromas sobre una vida doméstica que surge clara una estrategia defensiva reconocible en la mayoría de sus películas: se trata de relativizar cualquier frustración descubriendo en ellas una torpeza más cerca de la risa que del drama y seductora en su humanidad. Ni siquiera la descripción de cómo Mia Farrow descubrió las fotos eróticas de su hijastra Soon-Yi y Allen se escapan al sarcasmo: así como el curso de la historia tal vez hubiera cambiado si Napoleón hubiera sido más alto, reflexiona Allen, la guerra napoleónica desatada por Farrow en Manhattan se hubiera evitado si el amante hubiera tenido los centímetros adicionales necesarios para advertir la presencia del cuerpo del delito en la repisa sobre la chimenea y retirarlo a tiempo. La escena es trágica, pero al lector no le queda más remedio que sonreír, y basta esta sonrisa para transformarlo en cómplice.
Que el autobiógrafo está en todo momento luchando por su vida se advierte en sus reflexiones sobre el psicoanálisis como una eficaz alternativa al suicidio, siempre y cuando el paciente acepte que el saltar a través de libres asociaciones es finalmente un ejercicio tan vano como esperar a Godot : Mi progreso ha sido cero en los problemas más importantes. Los miedos, conflictos y debilidades que tenía a los diecisiete y a los veinte aún los tengo. ¡He aquí una reflexión reveladora! Como muchos comediantes, y como su padre, Allen ha decidido, no “madurar” de acuerdo a las imposiciones de una sociedad tan intolerante como su madre. Y es gracias a esa inmadurez que logra destapar con alguna convicción la hipocresía de sus enemigos, simplemente apuntando a disfuncionalidades de carácter similares o mucho peores que las que el crítico del New York Times se afana por atribuirle. Pero en el país de Donald Trump este ataque es en vano porque la hipocresía es allí una forma de vida aceptable como defensa. Si no fuera por la hipocresía, el establishment que domina en los Estados Unidos de América vería quedaría tan desnudo de su sentido de excepcionalidad como el Emperador de su traje nuevo.
Aunque nadie sugeriría que Allen esté a la par de Harvey Weinstein o Jeffrey Epstein, también en su caso muchos parecen empeñados en terminar una carrera exenta de la menor acusación de abuso sexual para con sus colaboradores. Pero el crítico del New York Times y algunos otros citan comentarios como la sexualidad radioactiva de Scarlett Johansson, para probar que algo anda mal en la psique de Allen. Y en lo que a su vida privada respecta, no parece importar que el acusado insista en que él nunca vivió bajo el mismo techo con Mia Farrow y que el romance con hijastra comenzó cuando aquella tenía más de veinte. En vano recuerda también que toda la evidencia disponible y el resultado de dos investigaciones oficiales ponen en seria duda la acusación de pedofilia hoy revitalizada al amparo la nueva realidad establecida por Me Too. En vano porque, en su caso, no parece importar mucho a sus críticos si algo es verdadero o no. Moses Farrow, otro de los hijos adoptados por Mia, también ha refutado públicamente las acusaciones contra Allen. Pero su blog, sucinto y bien escrito, es en general ignorado por la prensa con algunas excepciones, por ejemplo, el artículo de Suzanne Moore publicado por el Guardian londinense el 24 de mayo de 2018. Y en lo que a hipocresía respecta cabe recordar la historia de Doris Previn, la íntima amiga de Mia que alojó en su casa a ésta última cuando, a los 21 años se divorció de un quincuagenario Frank Sinatra. En un acto de inmadurez similar al de Woody Allen con Soon-Yi, Mia precipitó el fin del matrimonio de su benefactora al quedar embarazada de André, el marido de Doris. Demás está decir que André Previn se unió a Mia Farrow para estigmatizar eternamente a Soon-Yi, la hija adoptiva que había cometido una falta menor que la de ellos. Sin dudas el libro a leer paralelamente a la autobiografía de Allen es La carta escarlata de Nathaniel Hawthorne.
Pero claro está que lo más importante en esta autobiografía es el relato de la carrera de Allen como músico de jazz y director de cine. Y comediante, porque nadie que aspire a ser un stand-up comedian debe dejar de leer este manual sobre como presentarse ante un público que nunca reirá a menos que quien se burla de ellos sepa reírse de sí mismo con radical convicción. Decididamente, para Woody Allen, el humor es una forma de vida que excluye cualquier otra. Tal vez por ello es tan irritante a los ojos y el juicio de quienes buscan en él algo serio. Mejor aceptarlo con la relatividad moral de la mayoría de sus personajes, porque así se evitarán los juicios en blanco y negro para comprender una humanidad que, según Derrida solo es accesible para quienes son capaces de perdonar lo imperdonable.
De su primera guerra familiar, la de sus padres, y de la primera mujer implacable y vengativa de su vida (su madre) lo salvó su prima Rita, que aparte de llevarle al cine todos los sábados le enseñó a escuchar la radio. A partir de los once, comenzó a asistir a vaudevilles semanalmente, y con lápiz y papel, para tomar nota de todas las bromas. A los dieciséis comenzó a enviar sus chistes a los periódicos. Y así siguió, este genialmente inmaduro burlador de Brooklyn a lo largo de una trayectoria siempre aludida con machacón humor auto-deprecativo. Particularmente importante para él es impedir que sus lectores lo reverencien como intelectual. Fue gracias a su inseguridad y su amor a una de sus muchas mujeres que, como lo hubiera hecho Zelig, cambió El gato Félix y La pequeña Lulu por Stendhal y Dostoievski: “Nunca he visto una producción en vivo de Hamlet. Nunca leí Ulysses, Don Quijote, Lolita, o 1984. Y nada de Virginia Wolf, de E.M Forster, o D.H. Lawrence. Nada de las Brontes o Dickens.” Sí, en cambio, Camus, Hemingway, y Turgenev. Y, extrañamente Thomas Mann, pero, ¿Quién es ese lobo estepario?
El lector cineasta encontrará en esta autobiografía alusiones sumarias al rodaje de todas sus películas con implacables y risueñas evaluaciones autocríticas. Asique el libro vale también por estos cameos, algunos escritos a desgano, y otros con saña vitriólica, frecuentemente dirigida contra él mismo. Por ejemplo: Sombras y niebla tuvo un rodaje sin problemas con la salvedad que el único problema era la película misma. Cuando la luz se prendió luego de una función para los inversores financieros lo único que el director alcanzó a ver fueron cinco o seis trajes tiesos e inmóviles “como si hubieran sido paralizados por curare.”
Con él coincido en que ¿Que tal Pussycat? terminó siendo un mal film por el exceso de actores famosos y las interferencias y cambios que tuvo que aceptar en el guion. Disiento en cambio con su negatividad frente a Interiors, que él considera como un intento fallido de imitar a Bergman y que a mí me pareció excelente. Pero finalmente, ¿que sentido tiene elogiar o criticar un director de cine tan parecido a esos vendedores que, antes de E Bay, llamaban constantemente a nuestra puerta con nuevos productos, algunos buenos y otros no tanto?
Un aspecto fundamental del libro son las descripciones que asocian a Allen con las ciudades que terminan siendo las protagonistas principales en algunas de sus películas. A muchos españoles les fastidia tanto Vicky, Cristina, Barcelona como a los ingleses Match Point y a los italianos A Roma con amor. Les fastidia porque piensan que estas pelis no reflejan la realidad de ciudades que sienten de su propiedad. Pero ocurre que Barcelona, Londres, Roma o Paris también pueden verse “desde afuera” y es gracias a los extranjeros que adquieren un carácter mítico. La realidad de quienes allí viven no importan demasiado a los ojos de quienes buscan alejarse de sus realidades cotidianas en busca de un ensueño lejano. Nada más irreal que el Volare final de A Roma como amor pero, ¡que recuerdo genuino de Roma para quienes en toda su vida no alcanzan a estar allí más que unos pocos días!
Woody Allen lo mistifica todo como un neoyorkino que una vez en Europa abren los ojos con irritante ingenuidad, y la boca con humor irrespetuoso, pero en lo que a New York respecta somos nosotros los que quedamos boquiabiertos y romanticones. Su New York, nos advierte, no es el de Edith Wharton, Henry James y Scott Fitzgerald sino más bien el de Jimmy Cannon, un periodista deportivo que se hizo famoso porque cuando no tenía nada que escribir sobre deportes llenaba sus columnas con los temas más disparatados, siempre preludiando con un Nadie me ha pedido que escriba sobre ésto, pero…. Y también el New York de Mel Brooks respira en el libro de Allen, que aunque no se haya rendido a muchas obras maestras de la literatura y el cine, adora las comedias musicales. Lo que más lamenta es que a pesar de haber recibido millones nunca pudo hacer una gran película, y lo que más envidia es no haber escrito Un tranvía llamado deseo. Lo que menos envidia es retozar un prado.
El libro termina con una irónica alusión admirativa a grandes mujeres como Eleanor Roosevelt, Mae West y su prima Rita. También incluye a Soon-Yi, no porque si no la incluyo me va a pegar en la rótula con un rodillo, sino porque a los cinco años se hizo a la calle sola en busca de una vida mejor. Y como Soon-Yi, pareciera que Allen ha aprendido a vivir sin buscar reconocimientos: mas que vivir en los corazones y la mente del público, prefiero vivir en mi piso. No hay caso, finalmente no queda otra que cultivar nuestro jardín. Tal vez Mia y Ronan Farrow llegarán un día a hacerlo como Soon-Yi y Woody Allen.
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