DVD - Reseñas
Diecimila anni al nuovo imperatore!
Raúl González Arévalo
Parece mentira que un título con una protagonista tan complicada siga ofreciendo nuevas versiones regularmente. Efectivamente, en la última década han plasmado su princesa de hielo María Guleghina (BelAir Classiques 2010), Lise Lindstrom (Opus Arte 2013), Nina Stemme (Decca 2015) y Rebeka Lokar (C-Major 2018). Llega ahora el turno de una de las grandes defensoras actuales, Iréne Theorin, en una producción sin duda atractiva sobre el papel.
Lo mejor de la nueva grabación de BelAir Clasiques, y no es por donde suelen empezar las críticas de Turandot, es su príncipe ignoto: el Calaf de Gregory Kunde merecía absolutamente inmortalizarse. El tenor, en un giro con pocos precedentes, hace tiempo que dejó atrás los papeles ligeros del repertorio belcantista, sustituyéndolos por otros spinto propios del verista. Para muestra, el recital Vincerò!, que cerraba de forma rutilante precisamente con “Nessun dorma”.
La longevidad pasmosa no pretende una lozanía absurda, y los años se dejan notar en la sequedad del timbre y un centro un tanto avaro. Sin embargo, la brillantez del registro agudo, la insolencia de las notas altas, resonantes, proyectadas con seguridad; la elegancia del fraseo, la sabiduría de las frases, al alcance de muy pocos; la musicalidad y la calidad del intérprete conquistan irremediablemente. El americano compone un príncipe más lírico que heroico, conforme a sus medios, siempre matizado, nunca muscular, con destellos aristocráticos en la insolencia del personaje, en la línea de lo que previamente habían hecho unos Pavarotti (Decca 1972) y Carreras (ArtHaus 1983) más jóvenes. Por lo que a mí respecta, el resultado es infinitamente más interesante e inteligente que los más recientes –hablo de la última década– Giordano, Licitra, Berti, Antonenko o de León. Diecimila anni al nuovo imperatore!
A su lado la protagonista de Theorin es menos singular. Con unos medios más frescos que los de Nina Stemme, a quien precisamente sustituyó en esta producción, e incluso que Maria Guleghina, en vídeo la sueca no da la sensación de poseer la potencia atronadora de Nilsson (VAI 1969), Dimitrova (Warner 1983) o Marton (mejor en Arthaus 1983 que en DG 1988), pero tiene la amplitud vocal necesaria, firmeza en los agudos y homogeneidad de registros. Y además matiza constantemente el papel desde el punto de vista vocal, aunque “In questa reggia” no deja una huella particular, si bien la impresión general mejora conforme avanza la obra.
¿Qué falla entonces? La composición del personaje, que de inexpresivo parece inerte más que gélido. Una buena parte de la responsabilidad la tiene sin duda la puesta en escena. No sé si la idea de ponerle un traje rojo es de Wilson o de Reynaud, pero aunque la idea de la princesa manchada con la sangre de sus pretendientes es buena, no es menos cierto que el color de la pasión no es lo que mejor identifica a la princesa china ¿Por qué no un azul acerado y gélido para la princesa de hielo que ordenó derramar sangre azul? Por otra parte, el planteamiento del director de escena, sobradamente conocido por repetido, de proponer personajes que ni se miran ni se tocan, maquillados como máscaras de porcelana, de entrada parece una buena idea para la protagonista, pero a la postre le priva de expresividad y los movimientos mecánicos terminan por convertirla en una replicante digna de Blade Runner.
Las mismas dificultades escénicas tiene que afrontar el personaje que se lleva habitualmente el gato al agua. La Liù de Yolanda Auyanet convence por amplitud de medios, seguridad en el agudo y capacidad para apianar. Inteligentemente, opta por coger aire antes de afrontar la nota final de “Signore ascolta”, de modo que vuelca el fiato en mantener flotando el pianissimo, rematando con un buen efecto la estupenda impresión que causa en general. La puesta no le permite mucho más, ni suicidarse siquiera, lo que hace imposible entender el momento dramático a quienes no conozcan la trama.
Los dos monarcas, el destronado Timur y el reinante Altoum, están excelentemente encarnados. Mastroni tiene el color y el espesor que necesita la parte, mientras que Giménez, siguiendo la tradición instaurada de confiar el emperador a glorias semi-retiradas, no tiene ningún problema con sus breves frases. El trío de ministros está magnífico, llama la atención y no solo porque rompe continuamente el estatismo y la rigidez de movimientos que impregnan la producción. Por último, también se aprecia el Mandarín de Gerardo Bullón.
El Coro y la Sinfónica del Teatro Real están tan solventes como se pueda desear. La orquesta en particular brilla con la complejidad y la exuberancia instrumental de la partitura, resaltando la riqueza de detalles. La dirección de Luisotti es buena pero no descubre nada nuevo. Está todo en su sitio, sin duda, y aunque no hay caídas en la tensión narrativa, a mi juicio tampoco insufla todo el drama que se puede obtener de momentos como los enigmas o el final del segundo acto (Mehta y Chailly docent). En consecuencia, están mejor las partes más líricas que las dramáticas, donde convence pero no exalta.
La puesta en escena de Wilson, por el estilo particular del director americano, de partida tenía todas las papeletas para funcionar en esta Turandot como lo había hecho previamente con el Orphée et Eurydice de Gluck y por los mismos motivos que lo habían hecho fracasar estrepitosamente con Le trouvère de Verdi: su visión de personajes desconectados, que no interactúan entre ellos, cobra más sentido en las fábulas que en las historias pasionales. El problema con este Puccini es que al final los recursos y planteamientos resultan repetitivos y, sobre todo, los personajes se empobrecen irremediablemente: no se entiende la devoción de Liù por Calaf, la pasión del príncipe por Turandot, ni el deshielo de la princesa. La ceguera de Timur debe ser de tipo psicosomático y temporal, porque en escena desde luego no se manifiesta. Algunas decisiones parecen contradictorias: ¿qué sentido tiene presentar a la protagonista, inalcanzable, en una plataforma elevada –la imagen de la portada del DVD– en el primer acto, para que luego desarrolle su parte a pie de calle, junto a su nuevo pretendiente?
En consecuencia, el cuidadísimo juego de luces, con algunas imágenes ciertamente espectaculares por los claroscuros y los contraluces; así como la elegancia general y una gestualidad muy trabajada pero rígida, terminan por cargarse aquello que constituye la esencia de la ópera: el teatro. En ausencia de pathos quedan la música y la estética. ¿Suficiente? Que lo decida cada uno.
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