Alemania
Viktor Ullmann, el compositor dos veces asesinado por los nazis
Juan Carlos Tellechea
Mientras escribo esta reseña me encuentro todavía bajo los efectos del estremecedor impacto que me ha causado la puesta en escena de la última ópera del compositor Viktor Ullmann, Der Kaiser von Atlantis (El emperador de la Atlántida), en la Ópera de Düsseldorf , bajo la régie de Ilaria Lanzino y la dirección musical de Axel Kober.
Una gran obra lírica que ha abierto espectacularmente la temporada 2020/2021 en la Deutsche Oper am Rhein, una comunidad de escenarios que reúne a Düsseldorf y Duisburgo.
Der Kaiser von Atlantis oder Die Tod-Verweigerung (o La negación de la muerte), opus 49b, fue escrita entre 1942 y 1944 por Ullmann en el campo de concentración nazi de Theresienstadt (hoy Terezin, República Checa), bajo las más severas condiciones que uno se pueda imaginar: penuria, miedo, privaciones y siempre con la inminencia de la muerte ante los ojos.
Parece un sinsentido hablar o reflexionar hoy sobre ópera sin tener permanentemente en cuenta esta música escénica del compositor nacido en Cieszyn, Imperio austrohúngaro (hoy Polonia), el 1 de enero de 1898 y asesinado en el campo de exterminio nazi de Auschwitz (también Polonia), el 18 de octubre de 1944.
Antes de ser trasladado a Auschwitz, en un transporte de artistas, junto con su libretista, Peter Kien, de 25 años y su familia, así como los compositores Hans Krása y Pavel Haas, todos ultimados en ese holocausto, Ullmann, de 46 años, logró entregar a una persona de su confianza el material de la pieza que finalmente pudo ser estrenada en 1975 en la Ópera de Amsterdam.
Es casi impensable cómo pudieron haberse realizado ensayos (interrumpidos intempestivamente en octubre de 1944) bajo aquellas circunstancias en Theresienstadt, donde los esbirros de Adolf Hitler permitieron la cultura como figura decorativa, en un cínico alarde para mostrarse como la nación cultural alemana, promoviendo las artes con la próxima víctima de su abominable genocidio.
En la maquinaria de la industrialización de la muerte del emperador Overall de la Atlántida, el arlequín y la muerte (la vida que no puede reír más y el morir que no puede llorar más) son espectadores pasivos en un mundo que ha desaprendido a alegrarse en vida y a morir en la muerte.
Cuando Overall proclama en su soberbia la guerra de todos contra todos, acompañado por la melodía del himno alemán en tono menor, la muerte ve arrebatada definitivamente su dignidad y se niega en adelante a prestar más servicios al emperador. Éste trata de presentar el parón de actividades de la muerte, su abolición, como un autogolpe de Estado (como si estuviéramos ya en la era de la postverdad o postfáctica de Donald Trump en los Estados Unidos). A la larga, la situación es insostenible.
Allí donde la muerte pierde su horror, se quiebra el tren de la vida. Pero qué poder le queda a un déspota en cuyo imperio nadie puede morir más. Las ejecuciones ya no se pueden cumplimentar, y los soldados, asombrados y heridos aún, ya no se matan entre ellos. Pronto habrá encarnizados levantamientos de muertos vivientes contra el veredicto forzoso de la inmortalidad en todo el país.
La revoltosa muerte ofrece terminar su huelga de brazos caídos si el emperador hace el sacrificio de ser el primero en sufrir la nueva muerte. Es entonces cuando Overall se despide y sigue a esta novel parca funesta. Una profecía. Cualquier semejanza con el violento final de Hitler en su búnquer de Berlín, el 30 de abril de 1945, diez días después de cumplir 56 años, no es pura casualidad.
Hay que reconocer y encomiar la valentía de aquellos prisioneros para poner en escena esta obra. El compositor y su libretista, así como el pequeño elenco que preparaban el estreno deben de haberse preguntado muchas veces, y con el mayor temor existencial, hasta dónde se les permitiría llegar sin verse perjudicados ellos mismos. La trepidante actualidad de El emperador de la Atlántida, de múltiples estratos, era y es por demás evidente.
En el programa de mano de la Deutsche Oper am Rhein fueron reproducidos los dibujos y caricaturas que realizara Peter Kien durante los ensayos, mofándose de la censura que todo lo alteraba, y que el libretista entregara en Theresienstadt a su compañera sentimental, Helga Wolfenstein, quien los conservó hasta el presente.
La puesta de Ilaria Lanzino, nacida en Pisa y formada en Lucca y Venecia, antes de continuar en Viena y después en Berlín y Dortmund, donde colaboró con importantes directores escénicos y artistas, es inteligente y sutil, sin comprometerse abiertamente con la realidad actual y sin evitar que se desvanezca un poco su sentido de parábola. De todas formas esta versión ha tenido mucho más éxito de público y crítica que las escenificadas antes en Colonia y en Bonn. Prolongados, efusivos aplausos y ovaciones con cuatro o cinco aperturas de telón coronaron la velada.
La relampagueante, chispeante, crepitante música de Ullmann (alumno de Arnold Schönberg y de Alexander von Zemlinsky), con descaradas citas, entre Gustav Mahler y la agresividad de Hanns Eisler, es una obra maestra, aún sin considerar las circunstancias que le tocó afrontar. La partitura fue ejecutada maravillosamente desde el foso por una pequeña orquesta dirigida con gran puntillosidad por el director musical principal Axel Kober. En especial el piano suena excelentemente bien.
El destacado maestro no ha tomado en ningún momento a la ligera esta composición que oscila entre el romanticismo tardío, la ópera contemporánea de la década de 1920, la opereta y la revista, administrando muy bien cada detalle y peculiaridad. Ullmann le otorga al emperador Overall (impresionante el joven barítono Emmett O'Hanlon) una grandeza wagneriana y momentos patéticos para cambiar al tono oscilante de la música ligera de forma grandiosa y natural. En algunos pasajes uno percibe referencias al ciclo mahleriano Lied von der Erde, así como a Wozzeck, de Alban Berg.
Todo el elenco es sobresaliente. Luke Stoker encarna a la muerte de forma impactante, pero con tintes también humorísticos; el joven tenor David Fischer hace un arlequín vital y seductor; Sergej Khomov, y más aún Anke Krabbe, audaz en sus pianissimi en alta posición, son soldados enfrentados hostilmente que se convierten en una pareja fascinantemente hermosa de vocalistas; Thorsten Grümbel encarna el altavoz, el heraldo de los mensajes imperiales, con gran seguridad en sí mismo, y su contraparte, Kimberley Boettger-Soller, resulta ser una más que sólida tamborilera.
La pequeña formación instrumental se adapta al conjunto, tanto como el canto sobre las tablas, pero independientemente de eso, cada nota interpretada subraya que pese al formato supuestamente reducido estamos ante una gran ópera. ¡Inolvidable!
La escenógrafa y vestuarista Emine Güner capta perfectamente la tensión con un entramado de cuerdas, como los de una telaraña, que ocupa todo el escenario a modo de haces luminosos en medio de los cuales se sienta Overall sobre su trono, prisionero asimismo de su propio sistema. A uno le vienen de inmediato a la mente las históricas imágenes del diseño de las catedrales lumínicas que realizara el arquitecto nazi Albert Speer para los congresos del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg en 1934 y 1936. La jaula es más que una cárcel simbólica de la que tiene que liberarse el emperador para identificarse a sí mismo.
Horas antes del estreno, un grupo de neonazis e imbéciles que se prestan para protestar contra las medidas sanitarias de prevención ante la pandemia gritaban el himno de Alemania frente a la Ópera de Düsseldorf como para hacerse con el control del discurso. Sin éxito. Las recientes elecciones comunales en Renania del Norte-Westfalia constituyeron un serio revés para estos bárbaros y ratificaron la cautelosa política que llevan adelante las autoridades regionales y el gobierno federal de Alemania.
Comentarios