Valladolid, domingo, 22 de noviembre de 2020.
Centro Cultural Miguel Delibes. Sala Sinfónica Jesús López Cobos. Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Vadim Gluzman, violín. Rubén Gimeno, director. Beethoven: Concierto para violín en re mayor, op. 61. Schubert: Sinfonía n.º 5 en si bemol mayor, D. 485. Ocupación: 80 % de 370.
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Bonito programa el n.º 4 de la Temporada de Otoño de la OSCyL, integrado por música habitual que hace sentir cierto cariño hacia el querido repertorio por su efecto “normalizador” en estos tiempos. La orquesta sigue estando reducida para que se pueda guardar la necesaria distancia de seguridad, pero aun así en este programa no se echó especialmente de menos la necesidad de algo más rotundo.
En Beethoven, la personalidad de Gluzman impregnó definitivamente una interpretación que destacó, como siempre, por la solidez y plenitud de su sonido. Hubo ciertos desajustes al principio y alguna imprecisión en semicorcheas poco marcadas, pero inmediatamente se centró en su habitual seriedad, que a la postre resulta muy comunicativa y permite que el público se sumerja en la obra conceptualmente entendida desde una lógica donde queda fuera cualquier conato de extravagancia; siempre que no contemos las cadencias elegidas, las de Schnittke, fascinantes en sí mismas pero que irrumpieron salvajemente en la concentración del público, como literalmente algunos me comentaron después. Él lo justifica en una interesante entrevista preconcierto como una mera preferencia personal dentro de esa parcela de libertad concedida por Beethoven.
Gluzman pasa por ciertos pasajes de una forma que podría calificarse como flemática, acelerándose claramente como si quisiera llegar a otro punto sin hacer mucho caso a lo que lo rodea; pero su forma de hacer las transiciones, por ejemplo, es admirable, porque con ellas organiza discretamente su interpretación con el máximo respeto a lo que toca. Todo lo realiza con brillantez pero desde la honestidad, y por tanto pertenece a esa categoría de músicos donde el lucimiento no es prioritario. También huye del sentimentalismo, pero sabe tintar afectuosamente algunos momentos muy bien elegidos, por ejemplo los pianos del segundo movimiento.
Gimeno hizo una buena labor con la orquesta en el concierto para violín, aunque a veces el solista se le escapara. Como en la
Quinta
de Schubert, tendió a utilizar los fortes de la cuerda para marcar los momentos de máxima plenitud. El efecto por un lado logró transmitir garra, pero la cuerda perdía redondez. El sonido de metales y percusión en el
Concierto para violín
se desbocó un poco, porque se abría demasiado y sus componentes aparecían a punto de desligarse. Se consiguió, sin embargo, una escala dinámica que contribuyó a que el acompañamiento a Gluzman resultara interesante, bien apuntalado por una definida y matizada base grave, fundamental en este repertorio.
Como si quisiera desmentir la introducción ofrecida al principio de la sesión sobre sus reminiscencias mozartianas—no hay programa de mano físico, y un actor locutor resume las notas al programa—, la
Quinta
de Schubert de Rubén Gimeno mira muy de frente al siglo
xix: tiene conflicto, y sus secciones buscan continuamente el contraste. El rápido tempo elegido, patente sobre todo en el primer y último movimientos, no permitió sin embargo la abundancia de líneas que desarrollaran este concepto. El mayor debe del primer movimiento fue la escasa utilización de esos elementos de color que dan a esta obra un encanto muy especial, encomendados sobre todo a las maderas, aparte de que la precisión en ciertos pasajes se emborronó un tanto por la velocidad. El
Andante
combinó lirismo y drama, y funcionó especialmente bien en el diálogo con “preguntas” de la flauta y el oboe. Contrastante de nuevo el minueto, con el mendelssoniano trío repleto de encanto, y solvente el
Allegro,
que dejó con ganas de más al público.
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