Polillas al anochecer

'Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Totti'

Ubaldo Suárez Acosta
viernes, 8 de enero de 2021
'Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Totti' © Pre-Textos 'Historia de Mr. Sabas, domador de leones, y su admirable familia del Circo Totti' © Pre-Textos
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Entiéndase, insisto, que mi crítica literaria carece en absoluto de animosidad personal, primero, y sectorial, después. Comprendo el deseo que mueve al artista a vivir del fruto de su trabajo. También, que en los digitales tiempos en los que vivimos, el autor, aparte de ser autor, se ve obligado, salvo que su prestigio literario se haya cimentado, digamos, hace más de dos décadas, a convertirse en administrador de redes sociales como Facebook y Twitter, devenir instagramer, y colgar vídeos en YouTube, por citar las más conocidas. Además, tiene que esforzarse por llevarse bien con los guardianes del campo cultural que, en nuestro especial caso de comunidad macaronésica, son los periodistas culturales de los medios de comunicación (aunque atendiendo a su grado de autonomía real, mejor sería denominarlos pasos a nivel o algo semejante). Y decir sí a todo: conferencias, jornadas, charlas, excursiones, guateques, merendolas, cafés, tés y ejercicios espirituales a los que muchos preferirían no acudir si encontrasen la oportunidad.

En los últimos tiempos, tanto para ganar un dinerillo para merendar como para crear un público o una audiencia, los escritores dan clases de escritura, enseñan el proceso de elaboración de su novela, exponen o legan los borradores de sus novelas, ejercen de prologuistas, fajilleros, pregoneros, y lo que haga falta etc. No es raro imaginar (ya se hace en el mundo anglosajón), la organización de reuniones informales con lectores a los que se les cobraría la posibilidad de departir en persona con el artista en cuestión («¿Escribe a mano o en un portátil? ¿A qué hora se levanta? ¿Qué consejos puede darme? ¿Cuándo le llega la inspiración?», etc.).

Desde siempre se ha sabido que decirle "no" al concejal de cultura podía significar la pérdida de un ingreso dentro de unos meses, cuando más falta hiciera, o negarse a escribir una reseña gratis o una colaboración sin cobrar en una tertulia de un medio de comunicación (qué más da de lo que se hable) implicaba que cuando sacara su próxima novela, no tendría, por decirlo así, preferencia. Hoy en día, el autor ya no puede permitirse vivir alejado del mundanal ruido, sino que debe esforzarse por estar en él de manera casi permanente, haciéndose ver, una y otra vez. Esa es otra razón que explica el porqué de que un mismo escritor publique tan seguido: debe evitar el olvido del público, aun a costa de la calidad de su trabajo. Y no olvidemos que todo artista tiene mucho menos de genio que de trabajo, menos de inspiración que de técnica, que se depura a base de horas de frente al papel o la pantalla del ordenador. Recordemos a este respecto, el ejemplo de Ión, en el diálogo homónimo de Platón.

Dura es la vida del artista, dura es la del escritor, al que no le basta esforzarse por crear, atenazado muchas veces por la duda y la sensación de incompetencia, sino que además tiene que ejercer de empresario de sí mismo y dedicar su tiempo y energías a labores más mundanas y desgastadoras. Eso puede dar como resultado que otros, menos avezados en la creación artística o literaria, pero que se sienten cómodos en las relaciones personales o disfrutan de posiciones de privilegio por disponer de capital social o simbólico obtengan una visibilidad desmesurada, al menos en relación con su destreza artística. 

Por desgracia es ya habitual leer los comentarios de autores/as a los que la editorial "anima" a incrementar sus seguidores en las redes sociales y a ejercer otras actividades de animación para sus fans. No seré yo el que escriba que el artista/escritora debe refugiarse en la misantropía y limitarse a mirar con desdén a los que compran libros (o cualquier cosa) a Amazon. Hoy es imposible que un escritor pueda comportarse como Pynchon y vivir bajo anonimato, o como Salinger, que podía permitirse fijar las condiciones de publicación incluso en lo que se refería a la portada de sus libros. Es un signo de nuestro época que un autor necesite pasar más tiempo vendiéndose que escribiendo o, simplemente, pasando el rato como quisiera en la intimidad.

Si la vida es difícil para los autores que publican dentro de un sello editorial, imagínense la enormidad del esfuerzo extraliterario para el escritor que pretenda autopublicarse. Recuerden que hace tiempo ya que vivimos en la era del "hágalo Vd. mismo", y si un escritor pretende llegar a alguien más que a sus familiares desprevenidos, debe funcionar igual que un pequeño negocio. Para muchos, una perspectiva desalentadora. Quizá nunca hubo una edad dorada, unos «buenos tiempos», pero todo apunta a que estos en los que vivimos ahora son peores a su manera.

Por comenzar a hablar ya de esta novela, Historia de Mr. Sabas me recuerda enormemente a aquella notable obra de Luis Junco, Entrelazamientos: ambas parten de un suceso de la vida real y proceden a literalizar la investigación subsiguiente y que, al menos en este caso, bordea la crónica periodística. Además, muy en la línea de las novelas pseudobiográficas o de autoficción como la infumable Ordesa, de Manuel Vilas, se pretende reforzar su "basado en hechos reales" con la aportación de fotografías, esquelas, artículos periodísticos, etc. En una era en la que ya estamos de vuelta del collage, del palimpsesto, de la intertextualidad y de toda suerte de posmodernidades, más me habría complacido, sin que esto suponga demérito de esta novela, una completa invención de trama y de fuentes, tal y como lo hacían Borges o Lovecraft, sin ir más lejos, y por citar a dos autores disímiles.

Parece que, tal y como nos lo cuenta el autor, Anelio Rodríguez Concepción, una anécdota suscitara el recuerdo de un suceso que había quedado mitificado en la memoria colectiva de Santa Cruz de La Palma, y que el autor pretendiera seguir el hilo para recuperar todo el ovillo histórico. En ese sentido, no tengo nada que objetar. Lo que me molesta, en general, y sobre todo a estas alturas, es que la pretendida alusión a la realidad que se menciona sobre todo en la cinematografía y en la literatura pueda otorgarle prestigio alguno a la obra concebida como artística. En absoluto creo que sea así.

No obstante, y para que esto no implique un reproche a esta novela, Historia de Mr. Sabas es una obra notable, con un alto nivel estilístico (salvo en un par de ocasiones en las que el autor se complace en agregar un tono campechano-coloquial al texto que no hace sino rebajarlo) y muy bien hilada. Aquella anécdota inicial, la muerte de un león que se había escapado (es el de la foto de la portada) da paso al relato que a pesar de (o por) su apego a lo verídico, llega a emocionar, al darnos cuenta, mediante indagaciones en hemerotecas, sucesivas entrevistas y la feliz intervención del azar, de las aventuras, desventuras y avatares varios de la familia circense a la que pertenecía el personaje del título y que recuerda a esa enmarañada red de parentesco que formaban los Buendía de Cien años de Soledad. Este recorrido vital conecta de un modo que me parece fascinante Canarias con México y Yugoslavia, pasando por Alemania, Italia o la Península.

Y entonces, sin ser invocado, me rozó uno de esos tenues destellos de remembranza que conforme se acercan van alcanzando la consistencia del relámpago. Entreabrí la boca y entrecerré los párpados para centrarme en un recuerdo de la infancia, hasta ahora perdido o aletargado, caramba, un recuerdo cada vez menos difuso, una estampa que como por ensalmo superaba las veladuras del tiempo, la imagen en blanco y negro de varios hombres de uniforme posando junto a un león escarranchado con la lengua fuera, una fotografía colgada en la pared de un bar, sí, en concreto el quiosco de la plaza de San Pedro, en el cercano municipio de Breña Alta, y yo de pie mirándola desde abajo en silencio, con embeleso, como debiera mirarla un niño aficionado a los tebeos del Capitán Trueno. (Pág. 19)

Hasta que le llegó el turno a Yolandita, quien con aplomo y redaños impropios de su edad se explayó apretando el entrecejo: "Traigo esta flor para recordar al pobre Bubú, un león muy bueno que murió en este mismo lugar, fusilado por la Guardia Civil". Al público allí reunido le hizo gracia la salida del guion previsto, pero sólo los más viejos, abuelos y jubilados ociosos, conocedores del trasfondo de aquella mención, sintieron en el cogote un palmetazo de justicia poética mediante el cual recobraban algo de sí mismos que creían extinguido. Fue así como, sin ser consciente de ello, ni falta que hacía, Yolandita le dio nuevo sesgo, real de cabo a rabo, a la libre recreación de un castillo en el aire. Debiéramos intuir que no todo está perdido mientras de vez en cuando sigan obrándose milagros como éste. (Págs. 49-50)
Poco más tarde, honrándome con una confianza que raras veces se deposita en desconocidos, y menos en los que llegan de improviso, Lale y Cristina me mostraron como guías de excepción las instalaciones de las tres carpas y sus alrededores, desde los cuadros de luces con las correspondientes torretas hasta el alineamiento de caravanas, furgonetas y trailers en el solar de al lado, y en el mismo recorrido por aquella minúscula ciudadela tuvieron la gentileza de presentarme a cada artista que nos salía al paso en albornoz o en chándal, así como a cada utilero que por aquí y por allí daba retoques con herramientas de carpintería; y entretanto, como la cosa más natural del mundo, acaricié la cabeza de un osezno que tomaba leche de biberón, y me acerqué más de lo aconsejable a la jaula compartimentada de los tigres de Bengala y al terrero donde se solazaba un elefante justo a la hora de la ducha. Entre bufidos y olores de criatura salvaje, la sombra de un ángel en reposo parecía adueñarse de aquel espacio de márgenes difusos que en ningún momento, ni siquiera a media mañana, ni siquiera para sus moradores, podía resultar anodino. (Pág. 154)

Así, de un modo que ni resultado engolado ni empalagoso, el autor consigue mostrarnos un mundo del circo desmitificado, pero dotándole de un aura que, a pesar de todo, sigue siendo, a pesar del relato pormenorizado de las tareas, oficios y funciones de sus miembros, y a falta de otra palabra mejor, "mágico". Lo que no es poco, ni mucho menos. Además, un dato final revelado se muestra como un colofón sorprendente a una historia que había comenzado de manera trágica. Más discutibles son algunas de sus conclusiones, que no discutiré aquí por no develar el desenlace.

Por lo demás, Rodríguez Concepción ya forma parte para mí de esos escritores serios de nuestra Comunidad, junto con, por ejemplo y sin ánimo exhaustivo, Luis Junco y Juan R. Tramunt, quienes, además, no suelen ser pasto de entrevistas ni de reseñas. Lo cual, sin duda, ofrece un lado bueno, consistente en que su obra no sea devorada por la crítica mediocre empeñada en el ensalzamiento descorazonador. Lo malo, claro, es que no son tan conocidos por el gran público, consumidor de periódicos y sus suplementos, programas de radio, videos y demás baratija intelectual. Ojalá existiera un término medio, pero en la era de Internet, ahora como nunca, el 1% de lo publicado, que no tiene por qué ser lo mejor, se lleva el 99% de la atención y de las recompensas.

* Este artículo se publicó originalmente en el blog Polillas al anochecer de Ubaldo Suárez Acosta.

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