Artes visuales y exposiciones
Caosmogonía
Paco Yáñez

Hace ya casi un año, en la mañana del 14 de marzo y durante el que fue mi último paseo antes de recluirnos en la primera de las diferentes modalidades de confinamiento que hemos venido padeciendo desde entonces, me acercaba al parque de Bonaval, en Santiago de Compostela, para vislumbrar desde el exterior la que se preveía (y finalmente ha sido) una de las mejores exposiciones del año 2020 en Galicia: la que en el Centro Galego de Arte Contemporánea repasaba la poliédrica y proteica trayectoria del artista visual y escritor gallego Antón Patiño (Monforte de Lemos, 1957)*.
Aunque en la única sala a la que se tenía acceso visual desde fuera del CGAC (en la que se disponían, entre otros materiales, los escritos de Antón Patiño o su correspondencia) uno podía observar la obra del artista con cierto grado de profundidad y perspectiva(s), cierto es que la pieza más inmediata (y a través de la cual se filtraba cuanto veíamos en el interior) estaba conformada —adherida a la propia ventana— por una profusión de formas líquidas sobre unos plásticos transparentes que anticipaban, en buena medida, lo que serían nuestros subsiguientes meses de reclusión, tan bidimensionales, pues si algo supuso el primer confinamiento (intuyo que para la mayor parte de la población) fue un contacto con la realidad exterior a través de unas pantallas que se han convertido (y convertirán, cada vez más) en un sucedáneo de la realidad: muy premeditada codificación de una sociedad en la que hasta las propias noticias de la pandemia han devenido materia de consumo y espectaculismo sensacionalista.
Quizás por ese aplastamiento de nuestra mirada en dos tan restringentes y apantalladas dimensiones, la vuelta al CGAC, cuando Caosmos, la exposición de Antón Patiño, fue por fin abierta (pues su inauguración estaba prevista, precisamente, para el 13 de marzo de 2020), nos ofreció, nada más entrar en las salas que la conformaban, una inmersión en la que lo primero que me llamó la atención fue la potente rugosidad del gran cuadro que nos recibía, Imago mundi (1995), una pintura sobre tela cuya materialidad podría parecernos extraña en un Patiño al que solemos asociar más a la forma y al color que a un informalismo como el que se trasluce en el gran panel negro sobre el que se disponen, en su parte inferior derecha, tres piezas que evolucionan desde un blanco también trabajado de un modo informalista y que, a través de trazos propios del expresionismo abstracto, acaba recalando en la figura, convocando algunas de las formas simbólicas que reaparecerán a lo largo de esta exposición, hablándonos de un vocabulario artístico, el de Antón Patiño, sólidamente articulado y coherente a lo largo de su producción artística desde los años setenta (toda una demostración de que, más allá de los vaticinios de unos cuantos agoreros, la pintura es un arte que sigue efervescentemente viva).
Esta cohabitación (y mutua fertilización) sobre el lienzo de abstracción y figuración está en lo más nuclear y característico del arte de Antón Patiño, con su integración (más que lucha) de 'contrarios' (no dejen de observarse las comillas), y es una de las muestras más evidentes de esa visión caosmológica que el pintor gallego despliega en sus obras, tirando del neologismo joyceano que el propio Patiño ha utilizado para titular su exposición en el CGAC (si bien se trata de una palabra que figura en sus textos desde hace años, haciendo bueno para Patiño aquello que Italo Calvino afirmaba sobre Cortázar: «Dos almas se disputan el portaalmas de Julio Cortázar. La una arroja un chorro continuo de imágenes impulsadas por el torbellino de lo arbitrario y lo improbable; la otra levanta construcciones geométricas obsesivas que se mantienen en equilibrio sobre la cuerda floja»). En todo caso, no era ésta la primera intervención de Antón Patiño en el centro gallego, pues ya en los años noventa del pasado siglo había desplegado una pieza fascinante en el Doble espacio del CGAC: obra con la que esta exposición dialoga, como parte de una mirada que, sin ser exhaustivamente retrospectiva, sí tiene una voluntad de repasar su obra y establecer claves que nos permitan comprender, en primer lugar, esa dialéctica de antagonismos que el propio nombre de la muestra pone encima de la mesa, pues el caos y el orden, como un yin y un yang se abrazan en los cuadros de Patiño para comprenderse y para hacernos comprender, tanto nuestra propia yoidad como su relación con el mundo.
Así, adentrarse en Caosmos supone abismarse a un laberinto sensorial conformado por una sucesión de tiempos que se materializan en cada pintura, rehuyendo la linealidad histórico-cronológica en pos de un itinerario poético en cuyo trazado no tengo ninguna duda de que el propio Patiño ha sido fundamental (junto con el comisario de la muestra, Alberto Ruiz de Samaniego), pues ese laberinto que nos ha propuesto en el CGAC es prácticamente una forma de desvelar su propio interior, de hacerlo explícito y de invitarnos a conocerlo, a habitarlo, como signos en rotación —parafraseando a Octavio Paz— a nuestro alrededor. La primera sala incide en ese carácter laberíntico, agudizado por la presencia de los grandes prismas sobre los que se despliegan algunas de las páginas de ese cómic emblemático que fue y es Esquizoide (1978). La mirada desorientada del protagonista del cómic se dirige y encuentra con diversos cuadros de gran formato que debemos descubrir adentrándonos entre los poliedros de Esquizoide, haciendo del espacio, espacios; y del tiempo, tiempos: tales son las capas superpuestas que articulan Caosmos. En esa deriva a través de la pintura iremos rescatando imágenes icónicas en el vocabulario de Antón Patiño, como la del artaudiano Pesanervios, presente en un cuadro homónimo del año 1995 que prácticamente resulta para Patiño lo que los estudios de las proporciones significaron, sucesivamente, para Leonardo da Vinci, Albrecht Dürer, Adolf Zeising, o Le Corbusier, por cuanto estamos ante una figura axial en el imaginario del pintor gallego, con su tensión interior, su magnetismo, electricidad y forma de conectar el mundo con el yo. Figura recurrente e inscrita en los más diversos espacios reconociblemente icónicos o informales, al Pesanervios volveremos en diferentes momentos de nuestro recorrido por Caosmos, y desde los más diversos enfoques, como esa mirada cenital que Patiño le dirige en Memoria branca (2014).
Si el Pesanervios es todo un álter ego del artista y del pensador que es el propio Patiño, el gran políptico Memoria da materia (1987-90) se convierte en una auténtica Piedra de Rosetta con la que descifrar el vocabulario del pintor gallego, pues en sus treinta paneles se concentra una de las mayores cantidades de símbolos e iconografías que podamos ver reunidas, en esta exposición, en una sola obra. Por tanto, resulta un acierto el haber colocado esta pieza en la primera sala, ya que no sólo sirve como auténtico alfabeto figurativo, sino como memoria primigenia a la que el recuerdo viajará en nuestro recorrido por una exposición en la cual la interpelación icónica es constante: basta darse la vuelta desde los paneles de Memoria da materia al díptico Dados vermellos (2005), sorteando (o integrando) los prismas de Esquizoide, para ser partícipes de dichos espejeos, de cómo las piezas de ese lenguaje tan sólidamente articulado reaparecen, se metamorfosean y adquieren nuevos significados (pensando, por otro lado, en/desde lo musical, es casi imposible no evocar los estudios de rotación de cubos realizados por Iannis Xenakis para Nomos alpha (1965-66) al observar esa obsesión de Patiño por desvelar las caras de los dados en sus diversos giros y vidas; pues también, como la de Xenakis, la de Patiño es una obra donde la lógica y el caos conviven y se interpelan, desde lo científico hasta lo atávico).
Como ya hemos adelantado, la organización de Caosmos es más poética que cronológica, algo que comprobamos al pasar de Dados vermellos a Caixa (1978), pieza profundamente marcada por el pop norteamericano y los colores puros, pero cuyo interior desata cuantas bestias aún poblaban esa caja de perfiles mondrianesco-cartesianos incapaces de contener un desbordamiento que vuelve a poner frente a nuestra mirada esa dialéctica transversal a Caosmos del orden y el desorden: realidad que reaparece en el bellísimo tríptico Labirinto nocturno (2007), pintura sobre tela tras cuyo esquemático perfil de un rostro se condensan, entre las arquetípicas marañas del artista gallego, toda una red de símbolos personales, de carácter más abstracto, que nos sumergen en los sueños y en la vida secreta de lo onírico; todo ello, con una combinación de colores vibrantes sobre un negro y un rojo que están entre las tonalidades más características de Antón Patiño, como veremos, una y otra vez, a lo largo de esta exposición.
Entre Labirinto nocturno y el díptico Rostro-labirinto (2007) se tiende un nuevo puente en el que vuelven a reverberar las imágenes a modo de espejos y sutiles variaciones: procedimiento tan musical que en la pintura de Patiño encuentra una de sus más plenas manifestaciones plásticas, con esa obsesiva vuelta sobre figuras y símbolos recurrentes que el artista gallego va transformando mínimamente en su propia forma, en la perspectiva desde la que los enfoca, o en el entorno en el que los emplaza, siendo así que cada diálogo con cuanto los rodea otorga nuevos significados a una iconografía que creíamos re-conocida. Labirinto nocturno y Rostro-labirinto proceden, por otra parte, a una dialéctica muy habitual en(tre) las pinturas de Antón Patiño: la explosión-implosión de símbolos, ya sean los rostros, las alas de Ícaro, los dados, las barcas, las sillas, el Pesanervios, etc. Esta contracción y expansión dota de nuevos matices musicales ya no sólo a la dialéctica entre lienzos, sino al conjunto de la exposición, creando ritmos, secuencias, alturas e intensidades en la reaparición de dichos motivos; incluso, en una misma obra, como sucede en el monumental políptico Memoria da materia. Como la propia Caosmos en conjunto, no son secuencias transitables en una sola dirección, como nos muestra el deambular entre Labirinto nocturno y Rostro-labirinto, secundados, a un lado, por pinturas de los años noventa como Teoría do rostro (1994), Democracia visual (1993), Ícaro II (1996), Un coup de dés (1992-1996), o Ícaro (1996), y, al otro, por el enorme tríptico Itinerario (2006), cuyos ciclistas parecen llevarnos la contraria e indicarnos que cualquier dirección y sentido son posibles en Caosmos (así como sus contrarios).
Itinerario es una obra de plena madurez que no sólo muestra esa síntesis de figuración y abstracción tan recurrente en Patiño, sino la organicidad de la misma, con una pintura viva cuya fisicidad se explicita en unos pliegues de barniz cuya solidificación exterior, permaneciendo líquido el interior, parece hacernos ver la propia sangre del cuadro, sus venas y arterias, aunque aquí el pintor gallego haga uso de este recurso para sugerirnos una idea de lluvia y humedad en el paisaje. Esa doble dimensión —en palabras de Patiño— óptica y háptica; por tanto, visual y de relieve, se espejea en la serie blanca frente a la que Itinerario se emplaza, volviendo a incidir en los ecos entre cuadros pintados en distintas décadas (en la serie blanca, con un efecto similar derivado del uso del látex, siendo allí la idea de Patiño «que la imagen fuera como esos hallazgos arqueológicos donde los objetos y pequeños animales aparecen dentro de burbujas de ámbar»; técnicas que volveremos a encontrar en cuadros como Océano (2015) o Labirinto do infinito (2015), entre otros). Por su tridimensionalidad y carácter reconocidamente palimpsestial, dichas protuberancias de barniz o látex confieren a las superficies una dimensión escultórica, la imperiosa necesidad de una mirada oblicua y nuevas perspectivas para dotar de otros perfiles al cuadro: una técnica que, aunque con otras arquitecturas en el interior del bastidor, materiales y sentidos, nos recordará a la obra de otro pintor gallego —muy respetado por Patiño y sobre el que ha profundizado en sus ensayos—, como Leopoldo Nóvoa.
Frente a esa fisicidad tan tridimensional como paisajística, arqueológica y sensual, los polípticos Multitudes-Berro (1976) y Colector de lixo (1976) nos devuelven al mayor esquematismo de Caixa, con sus improntas pop evolucionadas y un cúmulo de filiaciones estéticas que, de modo especial en Multitudes-Berro, nos recordarán a las multitudes saurianas, así como a los rostros desencajados de Picasso: genealogía que se acrecienta en la siguiente sala de Caosmos, por medio de piezas como Berro (1973), Selos Franco (1974), o Condenados a morte (1975). En estas pinturas, que van desde el dibujo sobre PVC a la técnica mixta, pasando por el rotulador sobre metacrilato, nos encontramos con el Patiño más explícitamente político, incluyendo piezas que, aún en la dictadura franquista, hicieron de la suya una obra tan comprometida como enraizada en la pintura española del siglo XX; destacadamente, en lo que a dichas obras se refiere —como antes señalamos—, en el rizoma que a Patiño llega desde Pablo Picasso por medio de Antonio Saura (otro excelente artista-escritor), y que no deja de ser extensible al pop más crítico y personal de Luis Gordillo (pintor en cuyo universo nos adentramos en estas mismas páginas hace cuatro años, con motivo de su exposición en el CGAC).
Y es que esta sala (o archivo, a la que me refería al comienzo de este artículo: la única visible desde el exterior del edificio) es todo un campo ecoico en el que reverberan numerosos momentos en la vida de Antón Patiño, sus diálogos interdisciplinarios, su escritura poética, las improntas y filiaciones estéticas, o la obsesión autoescrutadora en piezas como el vídeo Ergografías (2016) o en el ya icónico Autorretrato del año 1978: dos momentos en la escritura del yo, aquí adyacentes pero separados por cuatro décadas y distintos medios expresivos que no dejan de manifestar, de forma explícita, el rostro del pintor como materia de análisis y centro de la propia iconografía: una presencia de largo recorrido en Patiño, como demuestra el otro tan pop y desenfadado Autorretrato del año 1978, mano a mano con Menchu Lamas en la intervención de la fotografía...
...el yo, y su entorno, una relación que se fragua en lo político de forma combativa y evidente en piezas como los collages Atocha (1977) o en la lámina TV (1974), obra que demuestra la mirada crítica a los medios de (in)comunicación que Patiño ha compartido con nosotros desde los años setenta, ya en su pintura, ya en sus libros de ensayos, con una especial mención para Todas las pantallas encendidas. Hacia una resistencia creativa de la mirada (Fórcola Ediciones, 2017). Es éste uno de los muchos libros de Antón Patiño que hemos podido ver en los expositores de esta sala, mostrando un trabajo metódico y exhaustivo que ha dado como fruto una enorme producción escrita y gráfica que abarca numerosos ámbitos (contra)culturales: desde sus carteles para ciclos de conciertos (a finales del 2020 publicamos en mundoclasico.com una entrevista con Antón Patiño y Menchu Lamas en la que ambos recordaban al compositor vigués Enrique X. Macías) a sus ilustraciones de diversos poemarios (de escritores como Alberto Avendaño, Antón Reixa, o Manolo Romón), pasando por publicaciones-hito en la trayectoria de Patiño, como el ya citado Esquizoide, Geometría líquida (1992), Mapa ingrávido (1993), o 1974-1979. Crónica do artista adolescente. Completan una sala prácticamente inabarcable, por la cantidad de mundos y relaciones que evoca e interconecta, los libros sobre otros artistas y pintores escritos por Patiño, como los dedicados a Urbano Lugrís, a Uxío Novoneyra, o a Lois Pereiro, así como la correspondencia que —en buena medida, dentro de la iniciativa del Mail Art— puso en contacto a Patiño con artistas como Jean Dubuffet o Vito Acconci, algunas de cuyas cartas vemos en una sala a cuya entrada se disponía un gran poema(-ensayo) que nos dice mucho sobre los posicionamientos estéticos del pintor gallego:
Podemos introducirnos en los recovecos de un laberinto interior.
Superponiendo inscripciones, trazos, impulsos, gestos del cuerpo.
Atrapado en una red: desequilibrios, veladuras, ocultamientos.
Enmarañada urdimbre, plegando transparencias.
Constelación de tatuajes, registro de estratos simultáneos.
Crónica de una metamorfosis.
El dibujo es una acción convulsa.
Cartografía de signos-raíz.
Manchas negras y líneas superpuestas.
Coordenadas de un mapa introvertido.
Escritura (doble) del cuerpo.
Acercarnos a una topología de la escisión.
Itinerario complejo de la línea.
Encrucijada de contorsiones.
Camuflajes diversos.
Instinto abrupto del gesto.
Hasta confundir los contornos.
Otras siluetas, reversos, torsiones.
Nuevas máscaras.
Placer del juego.
Dos instantes se superponen.
Bisagras del tiempo.
Vestir el hábitat.
Origen, retorno, ritual incierto.
Caligrafía psíquica, ritmo, tropismos.
Escritura automática del nervio.
Mapa neuronal.
Escritrauma.
Estallido multiforme.
Laberinto infinito.
Marasmo, incorporación, implosión de signos.
Babel visual.
Multiplicación óptica.
Contrainscripción.
Laberinto táctil.
Sinestesia vertical.
Soliloquio de la identidad múltiple.
Eco visual de la paradoja.
Multimagma, fértil substrato plural.
Ojos en la materia.
Horizonte alzado del mito.
Escritura, pintura, sismógrafo.
Huellas del instante que huye.
Sedimentos fragmentarios.
Vestigios dinámicos.
Meandros corporales.
Vértigo del caosmos.
Traspasado este verdadero cosmos de recuerdos y diálogos interdisciplinarios, la exposición se completa en el sótano del CGAC (prosiguiendo el intrincado y bello diálogo que Caosmos establece con la arquitectura de Álvaro Siza, de la que Patiño se reconoce admirador), en cuyas salas la pintura trascenderá la tradicional verticalidad del cuadro sobre la pared para habitar y reinventar el espacio, en un nuevo recorrido laberíntico que nos conducirá al mar, devolviendo el arte a la naturaleza. Es una reformulación de la canónica disposición del cuadro que resulta especialmente evidente en los cinco elementos suspendidos que conforman Beira do océano (1999), con su doble lectura en función de desde qué lado nos adentremos en esta serie-perspectiva emplazada entre dos piezas intensamente marítimas: Inventario de escumas (2014) y la bellísima Océano, díptico en tonos azulados en el que sus marañas y el gran símbolo blanco del infinito cantan a la eternidad de la naturaleza de un modo panteísta y mahleriano («Allüberall und ewig blauen licht die Fernen!»).
A estas alturas de Caosmos, tanto la maraña como el símbolo del infinito serán ya parte de nuestro vocabulario, conformando esa mirada activa que necesariamente tendremos que ser al adentrarnos en la iconografía de Antón Patiño, cuyos ecos nos habían acompañado en la serie de seis pinturas sobre tela que componen Territorio-Rostro (2014), en Labirinto do infinito, o, muy especialmente, en esa verdadera summa artis patiñiana que son las noventa y una pinturas sobre madera que conforman Caosmos (1994-95): un nuevo diccionario para adentrarnos en el arte del pintor gallego, aún de mayor despliegue y profusión simbólica que la que habíamos visitado en Memoria da materia (un políptico, Caosmos, que no sólo comparte nombre con esta exposición, sino que estaba interiormente predestinado a ser expuesto en Santiago, pues sobre una de sus maderas aparece la fachada de la catedral compostelana, inmersa en otra maraña: la de los caminos que en la capital gallega convergen). Junto con esa fachada y sus caminos, las alas de Ícaro, las huellas, el Pesanervios, los infinitos, las sillas, las siluetas, los ojos y toda una constelación de obsesiones que parecen condensarse aquí desde tantos cuadros como ya hemos visitado y habremos de visitar en las salas subsiguientes.
En una de ellas nos recibe la maraña trascendiendo la verticalidad de las paredes para colonizar el suelo, en una apropiación del espacio expositivo por parte del lienzo que Antón Patiño comparte con Menchu Lamas, pintora a la que hemos visto piezas análogas en algunas de sus últimas exposiciones, en las que suelo y pared conformaban todo un vértice (o vórtice) pictórico. El vértice que en el CGAC conforman Marañas (2014) y Círculos (2014) dialoga, frente a frente y en tonalidades muy próximas, con otra pieza que desborda la bidimensionalidad pictórica, Memoria branca, obra que no sólo vuelve a estar poblada por algunas de las figuras arquetípicas en Patiño, como el Pesanervios, sino que trasciende la pared por medio de los cubos que se emplazan bajo los lienzos, en una presentación de tintes kieferianos que espejea los círculos y las marañas en las distintas caras de unos poliedros que parecieran corporeizados desde la gran pintura roja del año 2005 que albergaba otros dados en la primera sala.
Son modos de habitar el espacio de forma más abstracta y simbólica, caminos que en la siguiente sala vuelven a dejar paso al Patiño más político y social: el que puso su pincel al servicio de la denuncia en la serie de cuadros en torno al hundimiento del Prestige, sumando a su catálogo un nuevo episodio en una militancia ecologista que ya se había manifestado plenamente en Mareas negras (1989), sobrecogedor tríptico que me parece una de las propuestas más bellas de esta exposición, con sus ecos del expresionismo abstracto y una intensión emocional que desborda cualquier codificación al uso; de ahí, su conformación como puras manchas y desgarros. Desgraciadamente, la reiteración de esas mareas negras en la costa gallega (Polycommander, 1970; Urquiola, 1976; Andros Patria, 1978; Mar Egeo, 1992; Prestige, 2002; etc.) va acumulando posos y cierta templanza, de forma que, tras la catástrofe del Prestige, un Patiño más maduro y analítico procede, en el monumental Endexemais (2004), a una composición en más estratos y capas de lectura: verdadero palimpsesto matérico en el que el caos y el orden son tan tangibles, que se pueden abrazar con la mirada, desde esa gran bandera teñida por el chapapote a unos detritos que las mareas arrastran progresivamente sobre el lienzo; mareas que no sólo nos hablan de un desastre ecológico, sino de corrientes artísticas que oceánicamente subyacen y fertilizan el cuadro, desde la pintura de acción de Jackson Pollock a la resignificación del arte ancestral por parte de Miquel Barceló, pasando por los campos de color rothkianos o el informalismo de un Leopoldo Nóvoa que, a su vez, deposita en este rizoma el trabajo de Alberto Burri con los plásticos, o el diseminado informalista de la materia efectuado por Lucio Fontana sobre la propia pintura.
Endexemais me parece una obra pintada en estado de (des)gracia, convertida en símbolo de una catarsis colectiva, al tiempo que en uno de los cuadros —en mi opinión— más importantes de la Galicia del siglo XXI, tanto por su trascendencia social y política como por su potencia expresiva, propiamente estética: de tal grado, que Patiño se desborda a sí mismo y despliega técnicas poco habituales en él, pero cuyos resultados, destacadamente en la fisicidad y abrupto relieve de los materiales, resultan tan perturbadores como fascinantes, incluida toda una serie de mensajes cifrados en su esquina inferior derecha que convocan los arcanos del misterio, la imposibilidad de leer un futuro en el que, incluso, toda esa energía colectiva del pueblo gallego ante la catástrofe podría volver a ser traicionada por los designios del capital especulativo y sus buques-bomba.
Parte de esa movilización social (que trascendió las fronteras de la propia Galicia), así como el sismógrafo del propio yo del pintor ante la sucesión de noticias e imágenes derivadas del hundimiento del Prestige, fue plasmada por Antón Patiño en una suerte de diario visual cuyas páginas aquí se recogen en vídeo (por medio de un televisor sobre una gran mancha negra), su Caderno do Prestige (2002-03). En la más rica tradición del libro de autor (que, de nuevo, también comparte con Barceló), Patiño va acumulando miradas sobre el horror de un mar teñido de muerte y negro, conjugando lo más puramente político, la denuncia ecologista y una sutil profusión de abstracciones que subliman el horror de cuanto el pintor ve, no sólo a través de los medios, sino de primerísima mano, asomado a su vivienda de Alcabre: mirador sobre una ría de Vigo para la cual las islas Cíes sirvieron de parapeto. La abigarrada homogeneidad de esta sala se completa con nuevos cuadros que explicitan el sentimiento oceánico de Antón Patiño, su calidad de «ser anfibio» —tal y como define a los gallegos—, como Vertixe/Lindeira/Espazo (2005), obra que rescata tonalidades y símbolos del desgarrador Endexemais, si bien de forma más trascendida, serena y distante de lo que fuera ese momento de eclosión que supuso el impresionante cuadro del año 2004; el subyugante y abigarrado Campo magnético (1997-2002); o el inmenso políptico en treinta y tres elementos Memoria oceánica (2018-20): un ecosistema en sí mismo sobre el que aún permanecen restos del ponzoñoso chapapote, pero que abre un atisbo de esperanza al mirar a ese universo polimorfo de criaturas que habitan las aguas de los mares...
...y es que, precisamente, en el mar concluye nuestro recorrido (que ha de ser atento y pausado) por esta exposición, en un guiño lírico y optimista de Antón Patiño tras habernos hecho atravesar el horror de las catástrofes medioambientales. Recogido en la sala más profunda y reducida de esta muestra, en el océano Atlántico nos bañamos por medio de dos piezas: la una, pictórica; la otra, audiovisual. La propiamente pictórica es Inventario de escumas, obra compuesta por ciento cinco paneles de madera sobre los que la pintura da vida a un océano que parece moverse ante nuestra mirada, con una genuidad que conecta a Patiño con las mejores brochas que en el arte hayan desvelado lo acuático, como la del propio Monet; siendo, por tanto, una obra profundamente sinestésica, que al contemplarla evoca tanto el sonido como el olor y el tacto del mar. Es un océano, el de Patiño, aprehendido y reformulado por la iconografía del pintor, que en sus corrientes despliega algunos de sus símbolos más personales, como las marañas. Pintados en azules, blancos y negros, los paneles de este mar que, en sí mismo, es Inventario de escumas servirán posteriormente a Patiño para adentrarse en lo que podríamos calificar de land art, al ubicar estas piezas en diversas formaciones sobre las arenas de la playa de Samil, frente a las islas Cíes: mar (pictórico) enfrentado al propio mar, con el que dialoga y del que recibe su salitre y esencias. Praias (2018) es el vídeo (de 32:50 minutos de duración) en el que estas intervenciones en el paisaje se recogen, ofreciéndonos la imagen de un Antón Patiño druídico, construyendo con los paneles de Inventario de escumas un verdadero crómlech que conecta su producción artística con esa mirada atlántica a la que nos llamaba el propio Patiño en una de las últimas presentaciones que de sus últimos libros ha realizado en el CGAC.
Así, Caosmos no sólo ha sido una exposición de pintura, sino un universo que, a lo largo de los últimos diez meses (los primeros, de forma telemática), ha girado en torno a la producción artística de Antón Patiño, convirtiéndose, a la postre (cosas de la reformulación de los calendarios museísticos por la pandemia), en una de las exposiciones de mayor duración en la historia del CGAC. Ello nos ha permitido no sólo el revisitarla en diversas ocasiones, descubriendo siempre algo nuevo en ella, sino participar en charlas, presentaciones y recitales poéticos que nos han devuelto, progresivamente, a una presencialidad que tanto hemos echado de menos estos últimos meses y que han hecho de cada uno de estos eventos un momento único y un encuentro, además de con la profundidad reflexiva de la palabra, con la esperanza. De este modo, sucesivamente hemos podido asistir a la presentación del cómic Esquizoide, en su nuevo lanzamiento a cargo de la Editorial Elvira (2020); del estupendo De dónde vienen las imágenes. Procesos artísticos y teoría de la imagen (Fórcola ediciones, 2020), libro de cuyas reflexiones ya les hemos dado cuenta en algunas de nuestras reseñas en mundoclasico.com; del Libro dos lugares II (Editorial Elvira, 2020); y de A mirada atlántica (Editorial Elvira, 2020): nuevos ensayos en el mapa de una escritura, la de Antón Patiño, para la que la pandemia parece haber ejercido de catalizador, por la cantidad de publicaciones que en este último año se han editado.
Son textos tras cuya lectura nuestra mirada a los cuadros se transforma, informados por una escritura de una lucidez, una profundidad y una capacidad para tender relaciones entre tiempos y espacios encomiable. Ese gran arco histórico que Caosmos nos ha ofrecido se ha materializado, igualmente, en el que fue acto postrero de la exposición, el recital del Grupo de Comunicación Poética Rompente, al que pudimos asistir el pasado 15 de enero en el auditorio del CGAC. Presentados por el propio Patiño, Manolo Romón, Antón Reixa y Alberto Avendaño nos han devuelto al espíritu contestatario de los años setenta y ochenta, así como a algo hoy en día tan necesario como la incorrección política, subversividad que me ha recordado a una afirmación de José Ángel Valente tan propia para esta caosmogonía patiñiana: la necesidad de llevar el caos al orden, una de las muchas lecturas que ha tenido una exposición que, confirmando lo que intuíamos en los meses pre-pandemia, se ha convertido, finalmente, en una de las mejores citas expositivas ya no sólo del 2020, sino de los últimos años en Galicia.
Comentarios