250 aniversario de Ludwig van Beethoven

Una vida a riesgo y ventura

Alfredo López-Vivié Palencia
miércoles, 27 de enero de 2021
Beethoven, A Life in Nine Pieces © 2020 by Viking Press Beethoven, A Life in Nine Pieces © 2020 by Viking Press
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Aún no había cumplido 20 años cuando Karl van Beethoven heredó de su tío Ludwig una suma algo superior a los diez mil florines: no era ni de lejos una cantidad despreciable (aunque Antonio Salieri había dejado el triple de ese dinero, y Joseph Haydn el doble que Salieri). Beethoven se había pasado cinco años litigando contra su cuñada Johanna por la custodia de Karl, a pesar de los muchos disgustos que le dio el sobrino: no era buen estudiante, tampoco se aplicó al piano, y al final Beethoven movió sus hilos para conseguir que ingresase en la milicia. Fue lo que el chico quiso, tras intentar suicidarse disparándose en la cabeza.

Beethoven ya estaba casi sordo pero le bastaba la vista para corregir a Karl en sus ejercicios. En ese mundo interior ya había penetrado Beethoven al escribir el llamado “Testamento de Heiligenstadt” en 1802; documento que no fue conocido sino póstumamente, igual que la célebre carta a la “Amada inmortal” sobre cuya identidad nadie a día de hoy ha arrojado datos irrefutables. Y hablando de la sordera, tal vez no sea tan sabido que Johann Nepomuk Mälzel antes de inventar el metrónomo había fabricado varias de las trompetillas que ayudaban a Beethoven, y que después le encargó La Victoria de Wellington (con cuyos beneficios Beethoven pudo organizar el estreno de sus sinfonías Séptima y Octava); o que Beethoven –siempre fascinado por la evolución de su instrumento- se sintió muy feliz cuando recibió como regalo un piano de la firma Broadwood de Londres, cuya potencia sonora superaba ampliamente los que Beethoven utilizaba.

Karl era hijo de su hermano Kaspar Karl, con quien Beethoven mantuvo relación toda la vida. Una relación profesional, pues ambos se repartían los tratos con los editores para la publicación de las obras de Ludwig (en ocasiones, uno a espaldas del otro). Beethoven era dado a las negociaciones paralelas, como demuestra el ejemplo de la Missa Solemnis: primero aceptó el adelanto de Simrock (Bonn), al poco hizo lo mismo con Schlesinger (Berlín), seis meses después Peters (Leipzig) le pagó aún más; también trató con Steiner (Viena) aunque éste se enteró de los tejemanejes anteriores y le acusó de jugar sucio; Beethoven no se arredró y sin salir de Viena también negoció con Artaria y con Diabelli, y en Leipzig con Probst; al final firmó con Schott (Maguncia), quien publicó la partitura al poco de morir el compositor.  

La edición de las obras le proporcionaba a Beethoven un dinero seguro, no tanto por la publicación de las partituras completas de sus grandes piezas orquestales, cuanto por las de música de cámara o arreglos para piano o pequeño conjunto de trabajos previos (siempre hay que recordar que en aquel tiempo la música como agasajo para invitados ilustres o como mero entretenimiento doméstico sólo era posible mediante su interpretación en vivo). Además, los conciertos con obras de Beethoven no sólo se celebraban esporádicamente (entonces tampoco había una orquesta estable en Viena, y Beethoven tenía que recurrir una y otra vez a su amigo el violinista Ignaz Schuppanzig para reunir los instrumentistas necesarios), sino que no siempre eran buen negocio: el famoso y kilométrico estreno en 1808 en el Theater an der Wien de la Fantasía Coral, el Cuarto Concierto, y las Sinfonías Quinta y Sexta casi se saldó con números rojos, por no hablar de un público que salió desconcertado ante tantas y tan extrañas novedades.

A lo cual había que unir la fluctuación (normalmente a la baja) de las diferentes monedas cuya circulación se sucedía en Viena –era mucho más fiable calcular el coste de la vida en función del precio del café, al que Beethoven era adicto-. De manera que Beethoven desde que llegó a la ciudad en 1792 se preocupó por buscar uno o varios mecenas para lograr cierta estabilidad. Pero a esos efectos tenía que empezar a hacerse un nombre como compositor y no sólo como pianista virtuoso. Y por tanto necesitaba que alguien publicase su música. El primer encontronazo sucedió con la editorial Artaria, que quería imprimir como su Opus 1 las Variaciones sobre “Se vuol ballare” (una obra con muchos compradores potenciales). Beethoven se negó rotundamente porque sabía que para lograr sus fines debía darse a conocer con piezas serias, a imagen y semejanza de Mozart y Haydn. Tras mucho batallar, consiguió que el editor publicase con ese número de opus sus Tríos con piano dedicados al Príncipe Lichnowsky

El caso es que a Beethoven no le faltaron patrocinadores, a pesar de que los tribunales vieneses dictaminaron que el “van” flamenco en absoluto suponía el nacimiento en alta cuna que implica el “von” germano. Aunque no todos los mecenas fueron cumplidores (unos por racanería u olvido –el Príncipe Kinsky-, otros porque vinieron a peor fortuna o directamente a la quiebra -el Príncipe Lobkowitz-), ni por supuesto siempre fueron los mismos. Por otro lado, Beethoven exigía completa libertad artística y tampoco honraba los encargos con puntualidad: la mencionada Missa Solemnis debía estrenarse en la ceremonia de toma de posesión como obispo de Olmütz del más fiel de sus protectores –el Archiduque Rodolfo-, pero no llegó a tiempo. Al final se estrenó junto con la Novena Sinfonía en 1824, y sólo tres de sus números, anunciados como “himnos” porque las normas vigentes prohibían la interpretación de música religiosa en recintos laicos. 

Éstos son algunos de los asuntos que trata Laura Tunbridge en este reciente libro*, originalísimamente tejido en orden cronológico alrededor de nueve obras de Beethoven (qué otro número si no, aunque la Sinfonía “Coral” se aborde sólo de pasada, pero qué pasada: ante el riesgo de que esa obra se estrenase en Londres 

La determinación de los austríacos para asegurarse la Novena Sinfonía revela cuán inteligentemente –ellos y el propio Beethoven, todo sea dicho- utilizaban la música como herramienta política.

 A saber: el Septeto, op. 20 (su primer éxito, y la pieza más tocada –para su propia frustración- en vida del autor); la Sonata “Kreutzer” (los tumbos dan la conveniencia y la amistad, porque a Rodolphe Kreutzer no le gustaba la música de Beethoven y nunca tocó esa sonata); la Sinfonía “Eroica” (la admiración y la repulsión por Napoleón son meras anécdotas al lado del heroísmo de un compositor aquejado de la peor enfermedad posible); la Fantasía Coral (la osadía de proponer una forma rompedora); A la Amada, WoO 140 (Beethoven no dejó de cultivar el lucrativo género de la canción con poemas románticos, mientras frecuentaba casas de lenocinio, que él llamaba “fortalezas”); Fidelio (la libertad disfrazada de amor conyugal para vencer las trabas de la censura del canciller Metternich, aunque a Beethoven le convenía dejarse ver durante el Congreso de Viena); la Sonata “Hammerklavier” (“hasta ahora yo no sabía componer, pero ya sí”); la citada Missa Solemnis; y el Cuarteto op. 130 con y sin la Gran Fuga (Karl Holz -funcionario público, segundo violinista del cuarteto de Schuppanzigh, y sustituto temporal y a título gratuito de Anton Schindler como asistente de Beethoven- fue quien le convenció para escribir un final alternativo).

Tunbridge representa con todo merecimiento a la más joven generación de sabios profesores de Música en la Universidad de Oxford: en lo formal basta echar un vistazo a la página de agradecimientos (si Roger Parker se ha tomado la molestia de hacer sugerencias sobre buena parte del trabajo durante su gestación, por algo será), o al apéndice bibliográfico, en el que no sólo se citan los libros que han ilustrado a la autora, sino que se incita a su lectura con motivos concretos; en lo académico cada página demuestra un conocimiento profundo de lo que se está hablando (Tunbridge tiene el detalle de hacer un exhaustivo análisis sintáctico de las nueve piezas en cuestión, y hacerlo de manera comprensible para cualquiera con un mínimo de curiosidad); y en lo comunicativo da verdadero gusto leer un texto de estructura ordenada y proporcionada, en el que no se puede saltar un solo párrafo, y escrito acudiendo al léxico inglés de uso común… que deja de ser común cuando cada palabra se emplea en su acepción más precisa en el contexto apropiado.

Llego un mes tarde a los fastos del 250 aniversario de Beethoven (“hay cierta ironía en el hecho de que la posteridad haya celebrado puntualmente todos los aniversarios de un hombre que no sabía a ciencia cierta su fecha de nacimiento”, dice Tunbridge en el epílogo). Pero este libro me proporciona infinitas razones para ser de los primeros en celebrar el 251. Les exhorto a que hagan ustedes lo propio.

Notas

Laura Tunbridge, «Beethoven, A Life in Nine Pieces», New York: Viking Press, 2020, 276 pages. ISBN 978-0-241-41427-9

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