Italia
El italiano en París
Jorge Binaghi

Rossini seguramente habría hecho una de sus mejores
bromas musicales escribiendo una ópera con el título de esta reseña. Lo cierto
es que, igual que su Isabella y mejor que su Selim, al lograr ‘aclimatar’ su
música (lo mismo que hizo él), al tiempo que se seguían representando las de su
período italiano, su fama y su influencia, que ya eran enormes, se hicieron
planetarias (si alguna vez hubiera existido el planeta ‘ópera’).
No se puede decir que esta versión (o su traducción italiana), ni tampoco la original ‘oratorial’ en italiano, profundamente revisada para el estreno en París, hayan quedado en el repertorio aunque hagan alguna aparición esporádica y algún fragmento se recuerde con alguna frecuencia (como la célebre plegaria que Toscanini eligió, entre números de otros autores, para la reapertura de la Scala tras el final de la segunda guerra mundial). Yo he visto antes sólo una vez este título en la Scala y una la versión inicial en el Filarmonico de Verona: no parece excesivo en casi sesenta y cinco años de regular asistencia a algún teatro lírico o a varios. Y, sin embargo, es una lástima: se trata de dos grandes óperas con partes comunes, pero muy distintas. Merecerían, ambas, conocerse más.
Luego está la disputa de quienes consideran
superior una u otra (por ejemplo, Richard Osborne en su Rossini -Dent,
Londres, 1993- expone los motivos por los que considere mucho mejor el original
italiano; no es mi caso: el italiano es, sí, más directo y breve, pero el
francés tiene novedades deslumbrantes, y no me refiero sólo al dichoso ballet,
que como casi siempre paraliza la acción dramática un buen rato). Como sea, esta
ha sido la velada en que el Festival fue realmente un Festival con sentido y
nivel de tal.
Ciertamente no todo estuvo a la misma altura, cosa realmente difícil, pero los elementos menos interesantes no bajaron nunca de un nivel muy aceptable. Me refiero en particular a la coreografía de Iancu, que ha quedado ligado demasiado a las que en su momento bailaba -lo recuerdo en Buenos Aires en una estupenda Giselle con la recientemente desaparecida Carla Fracci- y no se preocupó en lo más mínimo de vincular el gran momento a la acción y sus étoiles (Maria Celeste Losa y sobre todo Gioacchino Starace) continuaron con esas sonrisas fijas que hoy más que nunca parecen una publicidad de dentífrico.
Pizzi tiene una larga colaboración con el Festival y
no es novedad que sea sobre todo un decorador y figurinista excepcional, pero
más bien ‘carente’ en ideas como director de escena, con algunos movimientos
hoy absolutamente trasnochados (alguien se quejó de que ‘solucionara’ el
problema del coro situándolo a ambos lados del escenario casi como si este
también fuera un oratorio. Cuando decidió moverlos y los hizo bailotear tuvimos
una demostración irrefutable de que era mejor que no se movieran) … Los
prodigios fueron sencillos, pero bien realizados y alguno de los intérpretes
intentó insuflar vida a su personaje por su cuenta. Pero al público le encantó,
y aunque no pase a la historia, la producción pasa bien (una sonrisa involuntaria
de vez en cuando es un precio que se puede pagar).
En el aspecto musical Sagripanti volvió a mostrar su
capacidad de coordinar y concertar una obra muy complicada: la orquesta no sólo
sonó bien (normal), sino que tuvo su protagonismo sin que ello fuera en
detrimento del canto. Seguramente si tiene otra oportunidad de dirigir el
título podrá recurrir menos al énfasis desmesurado en el final a partir de -justamente- la mencionada plegaria que, en todo caso, requiere casi lo contrario. Pero
hubo vigor, lirismo y un tratamiento adecuado de los concertantes y los
recitativos. La agotadora labor del coro fue también de la excelencia
requerida.
El título alude a los adversarios enfrentados. Tagliavini y Schrott estuvieron estupendos; el primero más hierático y con un canto de línea irreprochable, buen color, homogeneidad y volumen (por momentos hace recordar el tipo de canto de los grandes bajos de la tradición italiana, me refiero en especial a Pasero y Siepi, aunque probablemente haya más afinidad con el gran momento de Tajo); el segundo es, como se sabe, un ‘animal de escena’, de modo que su Faraón impactó en lo escénico, pero también exhibió gran nivel vocal. Precisamente se presentó hace años en la Scala con esta misma parte, que ya había cantado muy bien, pero ahora no sólo la ha profundizado, sino que la voz está más ancha, robusta y oscura con una notable extensión. De paso, permítaseme decir que no pienso, como muchos dicen, que Rossini esté reñido con las voces grandes. Sólo si no son flexibles o tienen sólo esa cualidad.
Berzhanskaya es una cumplida rossiniana y su voz no es pequeña. Tuvo la mayor ovación de la noche (sólo las dos principales tienen un aria cada una en la larga partitura, otra ‘sorpresa’ de esta ópera que prefiere los dúos y conjuntos, además de los recitativos) y aunque la emisión del agudo pueda resultar metálica o algo hiriente pienso que se debe a su escuela de canto, y se podrá cambiar o no, pero ese final del segundo acto fue un delirio colectivo.
Casi al mismo nivel se aplaudió a Buratto en su gran escena en el último acto. Tiene todas las condiciones para ser una gran soprano. Sólo me preocupa su insistencia por recurrir a la voz de pecho de la que no tendría necesidad si no afrontara ya papeles que pueden pasarle factura (por suerte no afectó a la ejecución del aria, pero sí se observó en otros momentos). No me parece que la de Cinti-Damoreau fuera una voz para cantar, por ejemplo, Ernani.
Hay
dos roles de tenor: el principal fue para Owens, que me decepcionó tras haberle
oído una buena prestación en el Viñas hace unos años: la voz suena pequeña,
algo engolada, y cuando se cansa habla en los recitativos. Para colmo tuvo la
mala suerte de que en todos sus dúos sus compañeros tenían por lo menos el
doble o triple de voz que él (y volvemos al asunto del volumen, pero si en su
lugar hubiera estado alguien del tipo de, pongamos, Flórez o -mejor- Blake la
diferencia de peso vocal no hubiera sido un obstáculo). Éliézer es una parte
ingrata porque tiene que cantar notas terribles sin poder lucirse ni una sola
vez, pero el público reconoció a Tatarintsev su excelente proyección y su
incisivo agudo; de no ser por el timbre diría que habría sido mejor en el otro
papel.
Bacelli fue una buena Marie, Roma un interesante Aufide y a Donini lo perjudicó que primero se lo oyera como ‘voz misteriosa’ y con derecho a la amplificación desde las bambalinas y luego como el malvado sacerdote egipcio, donde sonó bien pero con voz ‘normal’ aunque siempre correcta. De las tres funciones que vi, esta es la que consiguió -legítimamente- mayor éxito y con gran diferencia.
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