Obituario
Barrer con la música sin levantar polvo
Alfredo López-Vivié Palencia

Cada vez que he asistido a un concierto de Bernard Haitink (Amsterdam, 1929 – Londres, 2021) he recordado esta frase de Rodney Friend -antiguo concertino de la Filarmónica de Londres- cuando se refería al maestro holandés. Me parece que define bien la manera de hacer música de Haitink: seriedad en el concepto, exactitud en la ejecución, y un sonido orquestal grande pero controlado. Y si ese recuerdo me ha venido a la cabeza siempre que veía a Haitink era porque sabía de antemano que todas esas virtudes estaban garantizadas: con Haitink tenía uno la seguridad de que nunca iba a hacer un bolo.
En su libro Die Grossen Dirigenten unserer Zeit (Berlín, 2005), Julia Spinola compara las interpretaciones de Haitink con las indicaciones brucknerianas de tiempo: “no demasiado rápidas, no demasiado lentas, no demasiado analíticas, y en consecuencia no demasiado monótonas.” Diría que él se sentía satisfecho dirigiendo así; no quería imitar a nadie, e incluso creo que tampoco envidiaba a las súper-estrellas de la batuta con las que convivió. Haitink no fue nunca un pavo real del podio, físicamente apenas se notaba que estuviera ahí arriba, de tan comedido que era su gesto, hasta que caías en la cuenta de que prácticamente todo el trabajo lo hacía con una mirada que decía a sus músicos “ya sabes lo que tienes que hacer”. En su mirada había autoridad, no autoritarismo.
Tal vez por eso se le daban bien las parejas tradicionalmente antitéticas: Mozart y Haydn, Bruckner y Mahler, Debussy y Ravel, Wagner y Strauss, Elgar y Vaughan Williams, Shostakovich y… no, Prokofiev no (Haitink fue el primer director europeo en grabar el ciclo completo de las sinfonías de Shostakovich). Aunque no le importase vivir a la sombra de Karajan, Bernstein, Solti o Giulini, Haitink tuvo la suerte de iniciar su titularidad en el Concertgebouw coincidiendo con la eclosión del “elepé” y la estereofonía (y un sello local –Phillips- que tenía contrato en exclusiva con la orquesta), y llegar a la eclosión del disco compacto con una edad con perspectiva de futuro suficiente como para ampliar su discografía prácticamente a voluntad (¿Cuántos Anillos se han grabado en estudio a partir de 1990?), precisamente porque aquellos tótems ya no estaban.
Ciertamente, Haitink sí estaba en el sitio adecuado y en el momento adecuado para lanzar su carrera: tras la repentina muerte de Eduard van Beinum, y queriendo la Orquesta del Concertgebouw mantener la tradición de un director titular nativo, con treinta y dos años se hizo con las riendas de una de las buenas orquestas del mundo en 1961. Cinco años antes había debutado con ellos, sustituyendo a Carlo Maria Giulini en el último momento; en una entrevista con Andrew Patner en Chicago en 2011 Haitink recordaba el terrible momento de bajar esas escaleras eternas que conducen al escenario de tan venerable sala de conciertos mientras escuchó a una señora del público exclamar “¡pero si es un niño!”
La tradición no sólo mandaba que un holandés ocupase el puesto, sino que había que tocar Mahler y Bruckner. Para éste contó con la ayuda (¿tutela?) de Eugen Jochum compartiendo sus primeros años de mandato. Con Mahler se encontró solo ante las partituras, pero con el tiempo lo consiguió: mi primer recuerdo de Haitink fue a través de la televisión, cuando el maestro instauró la costumbre de tocar una de sus sinfonías en la mañana del día de Navidad (yo no tendría más de veinte años, pero en TVE habría alguien con más de veinte dedos de frente como para retransmitir esos conciertos en directo). Veintisiete años después –en aquellos tiempos las permanencias en esos puestos duraban mucho más que ahora-, había aupado al Concertgebouw a lo más alto. Aunque después le nombraron Director Honorario, las relaciones con la gerencia de la orquesta no fueron fáciles, hasta que estallaron definitivamente en 2014 (con ocasión de la celebración del 125 aniversario de la formación) con cruces de declaraciones altisonantes por ambas partes.
Si no fuera porque nunca adquirió la nacionalidad británica, a Haitink le deberíamos llamar Sir Bernard. La Reina premió con los máximos honores sus muchos y eficientes servicios primero en la Filarmónica de Londres (1967-1979), con el lógico añadido del Festival de Glyndebourne a partir de 1977, y después en Covent Garden (1987-2002), donde dirigió las óperas maduras de Wagner –incluidas dos Tetralogías-. Pero aquéllos fueron los años convulsos de la remodelación del teatro (una remodelación que estuvo a punto de no llegar a ningún puerto, con toda la organización patas arriba y una financiación que había que buscar hasta debajo de las piedras), aunque Haitink decidió mantenerse al timón. También tuvo su época con la Sinfónica de Londres –sin puesto en nómina pero con invitaciones y grabaciones (en el sello propio de la orquesta) que se contaban por éxitos. De ese tiempo no se me olvidará un monográfico Strauss en Barcelona. Incluso alguna vez actuó con la Philharmonia: recuerdo una impresionante Tercera Sinfonía de Mahler en los Proms de hace mil años, en la que Haitink se bajó de la tarima después del mastodóntico primer movimiento y se tomó un largo receso sin salir del escenario.
Haitink hizo las Américas dos veces: la primera como principal director invitado de la Sinfónica de Boston (1995-2004), y la segunda como titular de la Sinfónica de Chicago (2006-2010), una vez que las altas esferas consintieron que Haitink participase sólo esporádicamente en responsabilidades de gerencia –debió acabar muy harto en la Royal Opera- o en actividades sociales –Haitink tampoco era un pavo real fuera de escena-, y de nuevo coincidiendo con el lanzamiento del sello discográfico propio de la orquesta. Su grabación de la Cuarta Sinfonía de Shostakovich –que Haitink había dirigido en su debut con los “Chicagoers” en 1976 y que constituyó el estreno local de la obra- ganó un premio Grammy. Doy doble fe –en disco y en vivo- de que Haitink no exageraba cuando decía que “Sólo por dirigir los últimos minutos de esta sinfonía ya vale la pena dedicarse a este oficio."
Antes de eso, Haitink había acudido en auxilio de la Staatskapelle Dresden cuando Sinopoli murió inesperadamente. Eso fue en 2002, y le recibieron con los brazos abiertos. Pero sólo dos años después nombraron a Fabio Luisi como su nuevo director musical. No sé qué pasó (o qué no pasó) para que no continuase la relación (el capítulo de desencuentros de Haitink con sus orquestas requiere una investigación que ahora sería intempestiva, además de impertinente); sí sé que Haitink y la Staatskapelle hicieron música al más alto nivel: seguramente Haitink no es el primer nombre que viene a la cabeza cuando te preguntan por una grabación de referencia de tal o cual obra, pero puedo recomendar a cualquiera –consciente de mi querencia por la orquesta sajona pero sin temor a que nadie se lleve un chasco- sus tomas en vivo de la Sexta y la Octava Sinfonías de Bruckner (en el sello Profil).
En Lucerna, hace un par de veranos, Haitink se jubiló a los noventa años (no me cansaré de repetir que urge una especialidad de gerontología dedicada a los buenos directores de orquesta) dirigiendo la Séptima Sinfonía de Bruckner a la Filarmónica de Viena (de la que era asiduo, como lo era de la Filarmónica de Berlín: otra vez el llevarse bien con parejas antitéticas). Sin embargo, en sus últimos años Haitink había encontrado dos nuevos amores: la Sinfónica de Radio Baviera, y sobre todo la Chamber Orchestra of Europe. Con ellos le escuché la que ha sido la Sinfonía Pastoral de mi vida; y apostaría lo que hiciera falta a que también lo fue de la suya, porque le vi sonreír mientras dirigía.
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