España - Valencia
Doña Quita de Pasqual
Rafael Díaz Gómez

Cuando la zarzuela era el teatro nuestro de cada día, resultaba harto difícil que una obra de este género sobreviviera, por buena que fuera su música, si el libreto no funcionaba. Que lo que se recordaba después y permeaba en la población eran los cantables, es evidente. Pero si la historia no enganchaba, adiós muy buenas, que la pieza se bajaba del cartel. Y sin cartel (incluso la mayoría de veces con él), ni consolidación en el repertorio ni registros discográficos o fílmicos (cuando estuvieron disponibles) ni nada de nada. Con suerte, a los archivos a soportar el polvo, aunque la música, mal que bien, se podía reutilizar en otras obras.
Ha pasado mucho tiempo (casi un siglo en el caso del estreno de Doña Francisquita). Y es cierto que hay libretos que envejecen con más deterioro que otros. Pero si en su momento triunfaron fue porque encajaban dentro de unas determinadas circunstancias sociales ¿Es legítimo tratar de adaptar los textos para hacerlos cuadrar a idiosincrasias actuales? No soy yo de los que se niegan a ello. Pero, en cualquier caso, si se hace, ha de estar muy justificado el porqué y ha de ser muy inteligente el cómo.
Y la apuesta de Lluís Pasqual en esta Doña Francisquita estrenada en Madrid en 2019, polémica y a la vez galardonada (Premio Max de las Artes Escénicas 2020 en la categoría de Mejor espectáculo musical o lírico), falla, según mi opinión, en ambos aspectos. No es un mal libreto el concebido por la pareja Romero y Fernández-Shaw a partir del modelo de Lope. Las partes habladas no son tan abundantes y las cantadas resultan a menudo más dinámicas que estáticas (tanto es así que Vives casi podía haber escrito una ópera sobre ese texto a poco que se hubiera empeñado). Pero es obvio que en las secciones habladas ocurren acontecimientos fundamentales para apuntalar tanto el carácter de los personajes como el devenir de la acción. Es decir, que si se suprimen, el relato se tambalea hasta venirse abajo.
Bien, Pasqual no lo ve así y decide intervenir. Y aquí viene el cómo, al que no le vamos a negar que atesora escenas de una belleza teatral conmovedora, pero dentro de una concepción global errónea. Porque es un desacierto suprimir el texto original hablado para cambiarlo por otro de nuevo cuño, el cual, además, frecuentemente se justifica a sí mismo en el hecho de que el primigenio ya no se entiende o nos cuesta sintonizar con él: ni así se dinamiza (o acorta sustancialmente) la función ni se favorece la comprensión a quien asiste a ella. Por otra parte, si se presume que el libreto de hace un siglo es un pestiño, al menos se sustituye por uno que como poco esté al nivel. Y si todo esto se lleva a cabo con la disculpa de atraer al público joven, pongámonos estupendos del todo y preguntémonos por qué no ir más allá y adaptar el bolero o el fandango al reguetón.
En otro orden de cosas resulta muy interesante la idea de localizar cada acto en una época (1934, años 60 y etapa actual) y en unas situaciones sin duda de trascendencia para el género zarzuelero: registro de un disco, grabación de un programa de televisión y ensayo contemporáneo (resistencia o muerte definitiva del género). No obstante está resuelta de una forma desigual. El primer acto es de un inmovilismo exasperante (lo que toca en un estudio discográfico, claro), todo lo contrario de lo que exige el libreto original. Sin duda, Pasqual, optando por ello, se llevó de encima un marrón importante, pero se lo cargó al pobre público. Los otros dos actos, en cambio, son de una plasticidad escénica muy bella, de movimientos acertados, sincronizados, con efectos de apariencia sencilla (plataformas giratorias como cajitas de música; gran espejo para conseguir una visión cenital en el baile por fandangos; la proyección silente de escenas de la primera Doña Francisquita en película, de 1934), pero tremendamente acertados, con una iluminación más que oportuna y un vestuario siempre atractivo y caracterizador. Ahora bien, volvemos a lo mismo: ¿por qué no encontró Pasqual una forma imaginativa de mantener estas propuestas sin perjudicar al libreto? Lástima que no lo hiciera, aunque desde luego, si algo consiguió seguro con su quita (y pon) fue dar que hablar.
Porque sí, mucho ya es lo escrito sobre esta producción tras sus pasos por las tres ciudades que participan en la producción (Madrid, Barcelona y Lausanne). Pueden ustedes hartarse de leer opiniones. Sin embargo, lo mejor, valga la obviedad, es asistir a una de sus representaciones. Eso sí, con el libreto asimilado si no se conoce bien la obra (los resúmenes que se ofrecen en su desempeño son insuficientes). Y, mientras, yo puedo transmitirles que el público de esta velada aplaudió con fuerza (mención aparte para la respuesta a la intervención estelar de Lucero Tena, que puso en pie a la ocupación de muchas de las butacas). También que algunas de las señoras más mayores se fueron antes de la conclusión, seguramente desorientadas porque esa no era su zarzuela (una, incluso, en la fuga dio con sus huesos en el suelo de la platea).
Y, por último, que pese a los tiempos que corren, las alusiones políticas que se desprendían del amorcillado texto solo encontraron la queja explícita de un energúmeno que con guardiacivilera voz acució a colgar el teléfono por el que simulaba hablar a Gonzalo Castro, el actor que (con amplificación) hubo de acarrear con el peso de los cambios introducidos por Pasqual y que por ello (¡ay del mensajero!) era el candidato más directo para recibir las iras de quienes se ofenden por estas cosas (¡ah!, por contarlo todo, este que conminó al actor para que colgara el teléfono recibió una respuesta, quién sabe si surgida desde la otra España, al grito de “¡cállate, gilipollas!”).
Y a todo esto, ¿hubo música? Pues sí, hubo buena música. Comandada por un Jordi a quien se le habían diagnosticado ciertos excesos decibélicos en las funciones anteriores. No advertí en mi caso tal abundancia. Corre el riesgo esta obra de que si se cargan las tintas percusivas adquiera un color pachanguero. Lejos de ello, Bernàcer contuvo, ahuecó el colchón orquestal, lo dejó respirar y supo acompañar, diferenciar y resaltar a conveniencia (apenas algún leve desajuste en la entrada de un solista vocal). Su orquesta, lujosa y precisa. Rigurosa la rondalla de El Micalet. El coro, empastado, quizás sin llegar a la cualidad en extremo golosa de otras ocasiones (a ver si la mascarilla empieza a ser un recuerdo en el escenario), pero sobresaliente de todas formas y con cinco de sus integrantes en los papeles menores (y con desigual resolución: impecable el sereno de Ignacio Giner, menos articulado el leñador de Antonio Gómez, por valorar los dos límites en los que se produjo la ejecución de este quinteto).
De entre los solistas, destacó la pareja protagonista. Regresaba a Les Arts, después de su reciente Nedda, y defendió el rol con gusto, integridad y seguridad vocal (su centro, mollar y compacto pero bien oxigenado; luminoso y certero el agudo, algo más descubierto el grave) y desenfado escénico. Por su parte, también se adaptó muy bien al personaje. Puede que su voz no tenga el cuerpo, la espesura y el brillo que aún más nos complacería, pero resuelve el canto con elegante fraseo, con sentido dramático, con finos matices y una sinceridad que parece emanar de una justificada confianza.
En el resto del reparto, fue una Aurora un punto más dispar, de registros no siempre compensados y algo desasistida en el registro grave. Sin embargo, mantuvo el tipo, no le faltó gracia, adaptación a los cambios de su papel y pulpa y fulgor en su línea central y aguda. El Cardona de mostró suficiente soltura y destreza como para convencer. El tenor catalán cuenta con una voz de timbre tentador, modelada con una ligereza que se adapta bien al personaje. Doña Francisca fue defendida con solvencia por ; convenció plenamente con su Don Matías e compuso un notable Lorenzo.
Muchos aplausos hubo al final, también muy cálidos y merecidos para la docena de componentes del cuerpo coreográfico, en una sala con una concurrencia ya considerable. Y así se completó el cupo anual de zarzuela en Les Arts. Habrá quien diga que este género se ha de quitar del abono de ópera. Habrá quien opine que quita, quita, que lo dejen, que una zarzuela al año no hace daño. Habrá quien piense que zarzuelas sí, pero sin quitas que las conviertan en un espectáculo de variedades. Y habrá también quien, subvirtiendo los principios del refranero, sostenga que Santa Rita, Rita, lo que se da, sí se quita.
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