Italia
La Scala estrena ‘La Calisto’
Jorge Binaghi

Al parecer el título comienza a hacer sus pasos. Tarde
pero seguro. Asistir al estreno absoluto en la Scala con una sala rebosante en
la última función, atención total (salvo, para mi desgracia, de parte de los
tres de numerosos jóvenes que en cambio parecían disfrutar de la ópera y que,
en la fila de delante, sordos a todo requerimiento, consultaron desde el
principio al fin sus móviles y dirigían de vez en cuando una distraída mirada
al escenario). Y sí, salvo la excepción, la media de edad era mucho menor que
en otras obras de repertorio. Habrá que reconocer que el barroco -sobre todo si
se hace bien- atrae más a las nuevas generaciones. Y ciertamente permite a los
directores de escena libertades que se toman con todas las épocas del
repertorio operístico, pero que aquí o son verdaderos hallazgos o al menos no
desfiguran.
McVicar es hoy anatema entre los ‘renovadores’ porque tras haberlo sido en cierto momento pareció recuperar el buen sentido e hizo cosas maravillosas como la Médée de Charpentier o la Gloriana de Britten (¿ha visto Ud. alguno de estos espectáculos en dvd, y eso que respecto del segundo hubo más que promesas). Esta se encuentra en el mismo gran nivel. Un estudio de un científico en el siglo XVII, con un prominente telescopio (época de la creación de la ópera, pero también de las desventuras de Galileo), una acción clarísima (cuando en sí es complicada, por el cruce de diversas tramas y por una mitología que antes era patrimonio de muchos o casi todos, y hoy de muy pocos), y una magnífica dirección de actores, además de luces y vestuarios formidables (incluso la coreografía, que suele ser un punto más flojo, estuvo en buen nivel.
Destacaría la brillante idea de hacer que sea Diana quien haga de
sí misma cuando Júpiter se disfraza con su apariencia para seducir a la pobre
Calisto. También la crueldad y los caprichos de los dioses ‘mayores’, y el
lugar claramente de ‘servidor’ del ‘segundón’ Mercurio, o la brutalidad sumarísima
de las divinidades campestres (Pan, Silvano), y los conflictos ‘de clase’ con
los olímpicos.
La versión musical estuvo perfectamente compenetrada con este espíritu, lo que no es de extrañar en la agrupación Les Talens Lyriques y tanto menos en su eximio director, Rousset, pero asombra el grado de perfección y de integración en el conjunto de los profesores de la orquesta de la Scala que se especializan en instrumentos antiguos.
Con semejante ‘marco’ en el escenario y en el foso no es de extrañar que todos los cantantes se hayan desempeñado casi siempre al mejor nivel posible. Y si Reiss, con hacerlo todo muy bien, no demostró una gran personalidad, de los otros no se puede decir lo mismo, aunque las voces del prólogo, que también doblaron en otros casos, no parecieran las mejores, o que Werba pareciera -extrañamente- exagerar en sus intervenciones vocales. Pero si Tittoto ya ha sido antes Júpiter, y lo ha bordado aunque ha tenido menos que hacer por la decisión del director de escena que antes he apuntado, muchos hacían sus personajes por primera vez.
Y hacía
tiempo, por ejemplo, que no veía en tan gran forma y tan adecuada a su rol a
Gens, y por primera vez me gustó el canto y la interpretación (decididamente
superior esta última, por el desdoblamiento que se le pide y al que he aludido
antes) de Bezsmertna. Nunca había oído antes en vivo a Amarú, que obtuvo un
legítimo triunfo personal con su ninfa con ganas de dejar de serlo y siempre en
apuros. Aunque nadie llegó a la perfección y equilibrio total como el Endimión
de Dumaux, que es ideal para el rol y el mejor de todos cuantos he visto (con
él era el quinto): belleza de voz, buena figura, personaje creíble (uno podía
entender bien que a Diana le costara separarse de él).
Bien De Donato que creo que puede aspirar a roles de mayor compromiso. Un buen desempeño también en este mundo de sátiros y silenos el del joven Sátiro de Mizzi (la primera vez que lo veo encarnado por una mujer, y lo hizo muy bien aunque la voz parecía avara de color y tendente a la monotonía).
Y un nuevo milagro barroco de desengaño, de apariencia que distorsiona la realidad aunque finalmente sucumba a ella, y de final sumamente melancólico (siempre separaciones, siempre ‘castigado’ el amor verdadero, siempre triunfantes las convenciones sociales), pero tan bello como la osa en el firmamento que hace olvidar –por un momento- a la real, a su vez metamorfosis de una mortal cuyo único ‘error’ ha sido el de dejarse engañar por amor.
Claro que seguramente entonces y ahora muchos, en el
teatro y sobre todo fuera de él, habrán considerado que una lesbiana que
resulta ser bisexual debe ser castigada por desestabilizar las jerarquías
‘naturales’ de un mundo que en realidad es lo más desnaturalizado que existe…
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