Italia
‘Hélas!’
Jorge Binaghi

Esa interjección de dolor que abunda en obras de teatro y
óperas francesas (y sus equivalentes en otras lenguas) y que suele ser una muletilla
o así se la considera, de pronto puede cobrar todo su valor y provocar un
sacudón eléctrico. Cuando la Antonacci la dijo en el último acto (conozco
bastante bien el texto de esta obra que aprendí a amar gracias a Régine Crespin
en 1964) molesté sin querer a mi vecino porque di un respingo en la butaca y me
acordé de todas las veces y todas las voces que me habían provocado lo mismo.
Hace bastante que no me ocurría, y eso me bastaría para dar una remota idea de
lo que es presenciar una función de la gran Antonacci. Hoy su carrera encara
(decisión personal) la recta final y probablemente le quede sólo un papel nuevo
por encarnar, y este seguramente ya no lo volverá a hacer: una suerte haberlo
visto dos veces por ella (la anterior fue hace seis años en Ginebra y la reseñé
aquí mismo), y la pregunta de cuándo -y si- lo volveré a ver, y por quién.
Porque aunque hay más roles importantes, no sólo por el título, la sacerdotisa
es su protagonista indiscutible.
Aquí tuvo la suerte de una puesta en escena más acorde
con su forma de ser y actuar, sencilla, despojada y un punto severa, como
corresponde a una tragedia griega en la que el mayor dolor se expresa tal vez a
gritos pero con una cierta compostura (mucho más en una ópera ‘culta’ como las
del caballero Gluck).
Antonacci es dueña del estilo, de la técnica
(prácticamente su interpretación vocal no ha cambiado salvo algún agudo más
desgastado) y del francés, y la fascinación dura de la primera a la última
nota. Como no deja de excavar en la frase -siempre me sorprende como cuando
‘repetía’ a corta distancia un Haendel o un Monteverdi, y ni hablar de su
Berlioz o de su Alice Ford)- ahora el retrato es más completo y profundo, y si
en ‘O malheureuse Iphigénie’ ha estado menos ‘reservada’ que entonces lo que me
impresionó fue su trabajo sobre el aria inicial del tercer acto, ‘D’une image’,
tremendamente melancólica y angustiada, y precedida -claro- de uno de esos
recitativos de los que hoy pocos tienen el secreto en el grado que lo posee
ella. Tuvo un merecido gran éxito y, algo que tal vez es tanto o más que eso,
la presencia en la sala de algún colega más joven que fue no sólo por amistad y
admiración sino porque ‘cuando trabajas con ella o la ves, aprendes’. En este
mundillo de la lírica eso es mucho más que un cumplido.
La puesta de Dante, sin renunciar a sus características
de mundo femenino (las sacerdotisas de Diana se lo sirven en bandeja, y ella lo
aprovecha) es mucho más simple que en otras ocasiones y de mínimos movimientos
o posiciones extrae grandes resultados (la coreografía de Campagna va en el
mismo sentido, y el efecto en la escena inicial y en las honras fúnebres es
extraordinario, pero cuando se prepara a la víctima para el sacrificio que
finalmente no se llevará a cabo estamos muy cerca de una escena de verdadera
tragedia griega, y en ese aspecto es la puesta más acertada que he visto).
Bastante bien el coro (sobre todo la parte femenina, que
es la más larga e importante) y muy empeñosa la orquesta bajo la dirección de
Fasolis, que aquí sí está en su terreno, aunque no sé si para marcar más la
‘barbarie’ de los escitas, sus coros y danzas fueron a una velocidad de vértigo
y muy rudas.
Los comprimarios estuvieron bien, y de los otros solistas hay que distinguir: La parte de Diana (y más la de la mujer griega) es corta, pero no fácil y Leung lo hizo bien. El Thoas de Patti, de muy buena planta pero no muy intimidatorio, tuvo un francés defectuoso y un registro vocal que no es el mejor: se trata de un barítono y la parte pide al menos un bajobarítono si no un bajo cantante. La voz más de una vez salía descontrolada y opaca.
Pílades
es seguramente el segundo rol en dificultad (tres arias de las cuales dos
seguidas y opuestas). Süngü es un buen cantante y correcto intérprete, pero esa
noche (el circuito lombardo supone dos funciones con un solo día de descanso en
cada ciudad -Pavia, Brescia, Como y Cremona en este caso-) experimentaba algún
tipo de problema o molestia. Así las cosas, Taddia, con una voz limitada y de
color blanquecino, pero con la capacidad artística de decir y frasear y
utilizar incluso esas limitaciones para caracterizar a su personaje, fue un muy
buen Orestes.
La asistencia no fue masiva, pero sí más que suficiente
para crear un buen clima con aplausos fervorosos al final y durante alguna de
las arias, y -oh- a la salida volví a ver a varias personas esperando, incluso
a un señor casi tan veterano como yo esperando con su álbum y sus afiches para
firmas. La noche más bien fría y el lago cercano terminaron por dar un cuadro
entre misterioso y fascinante al momento.
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