España - Castilla y León
La grandeza
Samuel González Casado
Jonathon Heyword se convirtió en la sorpresa de la temporada de la OSCyL en un programa n.º 5 cuyas interpretaciones se caracterizaron por su inesperada madurez. Ya Ciel d’hiver, de Kaija
, me impactó porque en todo momento me parecía una obra distinta a las versiones grabadas que había escuchado recientemente.Heyword puso mucho empeño en destacar todo el colorido inserto en esa suerte de involución melódica que propone la autora, tan diáfana, pero que en una versión rutinaria puede causar cierto desinterés. No fue así en este caso, y todos los efectos tímbricos se remarcaron para dar lugar a un conjunto cercano al preciosismo que capturó perfectamente la delicadeza de esta música. Diez minutos fascinantes.
No le fue a la zaga en Concierto para violín de
, una especialidad de Akiko , que como siempre hace fácil lo difícil. El fuerte de su interpretación es desde luego la fluidez con que dota a toda la obra, plagada de detalles muy sutiles, estudiados al milímetro, y las soluciones técnicas que encuentra en los pasajes más difíciles, que nunca repercuten en el conjunto.No hubo aparente esfuerzo al afrontar, por ejemplo, los abruptos peñascos del último movimiento, que destacó especialmente porque el resto del concierto la violinista no mostró especial poderío sonoro (tampoco es su estilo), y sin embargo aquí consiguió gran expresividad y terminar la obra triunfalmente, al margen de mínimos accidentes aislados.
Heyword suavizó mucho la orquesta para que el sonido de Suwanai no se encontrara con ninguna dificultad, pero destacó porque la concertación fue enormemente precisa, con un estilo perfectamente asimilado al de la solista, lo que hizo que la obra se pasara en un suspiro y favoreció la concentración del público, en silencio reverencial.
En la segunda parte del programa, Heyword y la OSCyL realizaron una interpretación magistral de la Sinfonía nº 2 de Sibelius, obra de repertorio que jamás se había escuchado con semejante calidad en esta sala. La prestación orquestal fue perfecta, y Heyword controló el sonido milimétricamente, con la cualidad de que eso no restó un ápice de poderío y sinceridad a la versión. En esta Segunda hubo una especie de catarsis, de fusión entre todos esos elementos positivos que son tan difíciles de casar y que normalmente implican mayor peso en una dirección o en otra.
Es difícil explicar cómo Heyword logró combinar semejante transparencia y capacidad para el análisis y para el fraseo minucioso con esa grandeza, esa conciencia unívoca que desembocaba en unos tutti tensionados internamente, muy conectados con lo posromántico pero no solo; esa presencia de la cuerda, jamás comprometida, hermanada con unas maderas especialmente graciosas y prominentes, a veces controladas en algunos detalles de fraseo por un director que buscaba así la totalidad orgánica del conjunto; y la capacidad, en fin, de otorgar variedad al detalle y a la vez mantener una visión coherente (y admirable) desde arriba, desde el concepto.
Heyword dejó claro que había estudiado la obra exhaustivamente, pero también creativamente, porque las soluciones iban más allá de lo técnico. Hubo instrumentos (trompeta, por ejemplo), cuya labor discreta en algunos pasajes adquirió aquí especiales significados dentro de ese entramado direccional. Las trompas se revelaron y permanecieron en primera fila, subrayando algunos motivos que clarificaron pasajes de forma novedosa y excitante.
El segundo movimiento fue una obra maestra: Heyword detuvo el tiempo para narrar una historia donde los violonchelos contribuyeron con una pulsión dramática que los metales recogían y publicaban sin aspavientos, vehículos conscientes del resto. No hubo excesos en el último porque la carga emocional se cocinó, como en toda la sinfonía, fuera del volumen, y la obra culminó sin revanchas, pero de forma colosal precisamente por su falta de espectáculo concesivo, en coherencia con lo escuchado de una interpretación tan brillante como honesta.
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