Italia
Venecia sin venecianos, ossia el fin de La Fenice
Anibal E. Cetrángolo

Fidelio faltaba de la Fenice desde 1998. La ópera tuvo una compleja
gestación y el autor hubo de modificarla varias veces. La versión que hemos
presenciado en esta ocasión fue la de 1814, es decir la tercera, que había sido
presentada en una sala, el Kärntnertortheater, que
es más conocida en el ambiente hispanófono como Teatro de la Puerta Carintia.
Esta presentación veneciana fue, sin embargo, introducida por la
obertura que había sido compuesta para la segunda versión. Con esta nueva
producción de Fidelio, la Fenice inaugura su temporada lírica.
Elemento germinal de esta ópera es la obra de Jean-Nicolas Bouilly Léonore,
ou L’amour coniugal. Bouilly fue un abogado que estuvo al frente de la comisión
militar de Tours durante el Terror. Él desempeñó un importante rol en la
organización educativa francesa antes de dedicarse de lleno a la actividad
literaria. Es en este último rol que resulta central para nuestros razonamientos
ya que uno de sus textos funciona como base textual para una ópera de
Cherubini -Les deux journées, ou Le
porteur d'eau del 1800- que, en cuanto opéra
à sauvetage,
es modelo para muchos títulos incluso rossinianos como La gazza ladra. La ópera de Cherubini tuvo tanto éxito que fue
representada en francés, italiano y alemán. Les
deux journées es también el prototipo de Fidelio, cuya historia nace de un relato de Bouilly quien nos ha
asegurado que los hechos de marras fueron verídicos. Este relato del francés
impresionó fuertemente al secretario del teatro de corte en Viena quien propuso
a Beethoven la composición de una ópera sobre estos hechos; será el mismo funcionario
quien habría de elaborar el libreto de la que llegaría a ser la única ópera del
compositor alemán.
La responsabilidad musical fue confiada a Myung-Whun
Chung, maestro muy amado y conocido aquí y cuya vibrante
dirección estuvo al servicio también de la apertura de la temporada sinfónica
del teatro, siempre bajo el signo de Beethoven. El resultado sonoro de este
espectáculo se concentró en la figura carismática del director musical. La
elección de la obertura de la segunda versión, la más trágica de las compuestas
por Beethoven para este título, dio pie a Chung para poner en relieve su visión
colosal y trágica de la ópera. Por cierto esta elección tiene un precio y es el
contraste muy fuerte entre el final dramático de esta obertura con el comienzo
liviano del drama. El maestro coreano subrayó los colores oscuros de la
partitura y esto determinó, sobre todo en el final de la ópera, un
monumentalismo que, sobre todo con la presencia frontal del coro, fue una manifestación
ceremoniosa. En sus manos, el coro de la Fenice resultó perfecto en esta
beethoveniana exaltación monolítica de la fraternidad. Muy bueno el desempeño
de la orquesta del Teatro.
El responsable escénico de esta puesta fue Joan Anton Rechi, nacido en
Andorra. Hace poco hemos admirado su imaginativa puesta de
Faust para La Fenice. Confieso que
después de aquella experiencia que presencié con entusiasmo, algo me ha
desilusionado de este encuentro de Rechi con Beethoven. El trabajo del
regisseur sobre los solistas me pareció poco elaborado y su trabajo no ha
contribuido a resolver los límites en la dramaturgia de este título. La
propuesta del responsable escénico tuvo como centro una inmensa escultura
inacabada. Se trataba de una cabeza clásica recostada que, a los no advertidos,
podría sugerir tanto la testa de Julio César como la de Mussolini.
Recién
leyendo el texto que acompaña la ópera, uno se entera de la poiésis que allí se hace explícita. Esta
nace de las sugestiones que para Rechi se asocian con sus vivencias personales,
concretamente con su recuerdo del Valle de los Caídos (cerca de Madrid), que supone como en Fidelio, una cárcel abierta. Recchi
vincula, a partir de esa memoria, la tragedia de los prisioneros políticos del
franquismo con la de Florestán y sus compañeros. Ya que los prisioneros republicanos
estaban obligados a construir un monasterio planeado por el poder, los
desgraciados de la ópera en versión de Rechi deben esculpir una estatua
monumental cuya cabeza es mostrada en todo el espectáculo. Esa cabeza fue instalada
en diferentes posiciones durante la ópera. Ella, al final, mostró al público su
base cava, lo que fue funcional para representar la salida de la gruta-prisión
en una solución muy eficaz. Ese antro infernal aludía, como un eco, a otra
salvación mítica -aquella vez frustrada-, la de los esfuerzos de Orfeo por
librar a Euridice de las garras de Plutón. Esta alusión fue subrayada por
círculos concéntricos que envolvían la entrada y el efecto fue subrayado
excelentemente por un magnifico diseño de luces.
En términos generales hemos encontrado un elenco vocal muy correcto pero
sin desempeños individuales descollantes. Esto dio como resultado excelentes
momentos de conjunto, como el “trio burgués”, pero sin situaciones memorables.
La soprano Tamara Wilson tuvo un buen desempeño
vocal si bien la exigencia de la parte en el agudo adoleció de asperezas. La zona
grave de esta cantante no es muy sonora. A pesar de estos límites la artista,
con vital empeño, brindó una versión convincente de la parte.
El tenor Ian Koziara pudo exhibir su timbre
agradable y un fraseo flexible, pero adoleció de falencias evidentes en la zona aguda
de su espectro vocal.
Oliver Zwarg,
que cantó Pizarro, se destacó, sobre todo, por su labor actoral.
Especialmente resultó muy eficaz en su responsabilidad individual cuando fue soportado
de manera muy activa e intensa por Chung desde el foso.
Muy correctos fueron el Rocco de Tilmann Rönnebeck y el Don Fernando de Bongani Justice Kubheka, pero en este equipo resaltó la pareja de jóvenes enamorados, es decir la Marzelline de Ekaterina Bakanova y el Jaquino de Leonardo Cortellazzi.
En cuanto a este grupo de cantantes, creo que sin demasiado esfuerzo habría
sido posible encontrar cerca de Venecia artistas de calidad similar a los que
subieron al escenario de la Fenice en este Fidelio
y, de esta manera, dando posibilidades de participación a cantantes jóvenes. Los
concursos, si bien organizados, pueden ejercer un imponderable estimulo en
momentos como este de depresión general. Por cierto, no puedo imaginar las
dificultades de un dirigente de un teatro de ópera en estos tiempos y sé bien
que la autonomía de decisión es bien limitada: el mundo de las agencias impone una
lógica, la del intercambio tan conocida por los organistas -te invito a tocar a
mi iglesia si tú me invitas a la tuya- que da siempre una prestigiosa pátina de
internacionalidad.
Una reflexión acerca del público
A propósito de las responsabilidades de un teatro financiado por el estado
y su responsabilidad ante la comunidad, querría proponer una reflexión acerca
del público.
Me faltan números estadísticos, pero resulta evidente la presencia cada vez
más relevante de extranjeros en las veladas de este teatro. Sería de gran
orgullo para Venecia que esto significase que La Fenice fuese una encrucijada
internacional del ambiente lirico. A menudo, sin embargo, los que frecuentamos
el teatro no consideramos a estas personas como compañeros de aficiones. Tal
vez a causa de nuestra arrogancia miramos a estos foráneos como advenedizos,
sospechando que estas personas han comprado un paquete turístico que comprende una
noche -cualquier noche- en la Fenice. El hecho es que estas personas a menudo
manifiestan un entusiasmo arduo de justificar más allá de las particulares
opiniones y gustos, y estos fervores son profesionalmente alimentados desde el
fondo de la platea por las más altas jerarquías de La Fenice.
¿Qué hay de malo en todo esto? Es que esta manera de resolver el problema
del aforo tiene efectos solo inmediatos que se pagan caro en el largo término. La
Fenice hasta hace poco era frecuentada por un público local anciano, muy
anciano. Por fuerza de la vida, ese público se extingue y la dirección del
teatro ha ido a buscar gente fuera de la ciudad. El resultado es que la Fenice
es un teatro que tiene cada vez menos contacto con su territorio.
La Venecia sin venecianos es un fenómeno más insidioso que las inundaciones
y tengo la impresión de que lo que creíamos un reducto de resistencia, La Fenice,
ya está perdido. Su público resulta de paso y la Fenice se parece cada vez más
a una dependencia del aeropuerto Marco Polo. La entrada cara, creo, debería
acompañarse con facilidades de acceso al público de jóvenes que en una óptica
de futuro habría de resultar el público de abonados.
Ayer fue la inauguración de la temporada de La Scala. El teatro milanés
organizó antes de la apertura oficial, “la prima” como aquí se llama, una “Primina
degli under 30” destinada a jóvenes y al precio de 24 euros. Estas cosas en
Venecia no suceden, hace mucho que no suceden.
Creo que la programación del teatro refleja también una renuncia: La
Fenice, cada vez más reproduce, de forma lujosa, la actividad de las
orquestitas de músicos con peluca que con desenfado se ofrecen al turista más
superficial. La programación de ambos extremos del espectro musical se parece cada vez en lo que se refiere al constantemente añorado siglo XVIII: Vivaldi,
Vivaldi, Vivaldi, como si osar algún nombre menos seguro -no oso mencionar a
Facco porque me comprenden las generales de la ley- no fuese un deber educativo
de una institución pública.
Creo que la peculiaridad del público de este Fidelio llamó la atencion también a la colega Maria Teresa Giovagnoli, que en esta ocasión escribió una muy alusiva referencia al “pubblico elegantissimo ma non sempre corretto”.
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