España - Valencia
A setas y a Rolex
Rafael Díaz Gómez
Aunque la realidad en bastantes ocasiones lo desmienta, no resulta estrictamente necesario ser un zoquete para ejercer la crítica musical (hablo de mí mismo, no se me revuelva nadie). Tampoco es infrecuente que el crítico trate de eludir su manifiesta cualidad de bodoque disparando salvas de confeti a tutiplén (ya se sabe, colorido argumentario sin apenas peso específico que a la postre ensucia más que entretiene).
Pues bien, es justo en este punto donde me habría colocado la propuesta escénica de Johannes Erath en su versión de Los cuentos de Hoffmann si no me reconociera ya mismo y frente a ella como un perfecto tarugo. Así que les ahorraré elucubraciones en estado de mentecatería.
La producción, estrenada en Dresde en 2017 y ahora en las tablas de Les Arts, resulta harto compleja. Embriaguez (ivresse) es una palabra que se repite en el libreto de esta ópera. No solo alude a un estado de ebriedad producido por la ingesta de alcohol (tan del agrado de Hoffmann), también a la romántica exaltación de las pasiones (no menos cara al escritor alemán).
parece que se la toma en serio y edifica a partir de ella lo que acaso constituya un mundo onírico con varias capas de significado y profundidades (entre ellas, las puramente físicas en el escenario). En este mundo, cualquier objeto, color, luz, movimiento o proyección de vídeo aparenta ser un símbolo que invita a ser interpretado. Y las referencias artísticas que se cruzan, cultas o populares, son abundantes. Que se puede intentar entrar en el juego de los reconocimientos, sí, pero resulta agotador (y servidor ya tuvo para toda la temporada con el Requiem de Mozart a la ).
También es cierto que en líneas generales, si uno quiere, se deja llevar (eso sí, habrá de desprenderse de empatías con los cantantes, porque me da la sensación de que se les exige demasiado escénicamente). Y no es menos verdad que todo, sea lo que sea que sea, encaja con una precisión absoluta. Ahora bien, los deslumbramientos al respetable desde la caja escénica son una tortura que se podía dejar para una vida de castigo en las calderas de Pedro Botero. Y la repentina lluvia de pelotas de ping-pong en el acto de Olympia (posible referencia a los ojos fabricados por Coppelius y/o a la pérdida de la capacidad de percibir lo real en el enamoramiento) se convierte en una murga: las esferitas están rodando durante todo el acto (incluso durante el siguiente las que han escapado a una rápida recogida) y hasta cayendo en el foso de la orquesta. Al menos nadie pisó una y se descalabró.
Pero si el público aplaudió como aplaudió al final de la representación, enseguida, como por un resorte puesto en pie (no recuerdo una respuesta tan inmediata y unánime en Les Arts) para mí me tengo que fue por la soberbia interpretación musical. Hasta ahora hemos hablado de estar a setas. Alucinógenas si se quiere. Ahora, vamos a Rolex.
Mark , que ya se las había visto con la edición de la partitura realizada por Michael Kaye y Jean-Christophe Keck, realizó una lectura exhaustiva y lírica, precisa e imaginativa, clara y a la vez colorista, volcada en una orquesta en estado de gracia. No sé si se seguirá hurgando en esta obra y sacando nuevas ediciones, pero es difícil alcanzar, al menos si nos atenemos a lo escuchado en Valencia, una coherencia y riqueza mayor a partir de lo que de estos pentagramas dejó dispuesto Offenbach antes de morir y, después, quisieron disponer los avatares del tiempo.
La parte masculina del coro puede que al comienzo destemplara un tanto, pero pronto se rehizo y se subió al pedestal desde el que, aún con mascarilla, nos suele regalar su trabajo. Y a ese pedestal se encaramó todo el reparto solista sin excepción.
Impecable, compacto, carnoso, noble, el Hoffmann de . Perfecta dicción, lirismo exquisito, compromiso total con el personaje. Una referencia, sin duda. Versátil e inteligente la sudafricana al abordar su cuádruple papel (aunque en esta versión Stella tiene menos presencia). Un poco aristada, por encontrarle algo, en el automatismo de Olympia (de todas formas, que te hagan cantar de pie en un taburete giratorio tampoco debe de ser una circunstancia favorecedora). Sin embargo, su voz es opulenta y nítida, de gran alcance. Su rol más sobresaliente, quizás el de Antonia.
El italiano fue un todo un demonio. Tiene una emisión fácil y rotunda. Maneja bien los registros vocales y escénicos y sabe comunicar a la perfección. Sobresaliente. Y muy buena también (más caracterizada por Erath como Musa que como Nicklausse) haciendo gala de un fraseo terso y elegante.
Eva Kroon resultó ser una contundente voz de la tumba, muy poco zombi y sí en cambio muy sensual. , un entregado y resolutivo Spalanzani. Tomislav convenció como el angustiado Crespel y como un desinhibido Luther. estuvo altivo como Peter Schlémil. Y magnífico también en su cuarteto de personajes cómicos.
En definitiva, resultará difícil encontrar un reparto tan completo para una ópera tan exigente. Los continuados aplausos estuvieron más que justificados. Al suspenderse la que iba a ser la función inicial (la excusa oficial esgrimida fue: "reajustar el calendario de ensayos por la situación pandémica", lo que probablemente quiera decir que alguien importante se contagió), al final van a quedar un total de cuatro representaciones. El mérito artístico es tal que apetecería asistir a todas ellas. ¡Quién pudiera!
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