Recensiones bibliográficas
Políticamente indeseableAsensos, disensos, reflexiones (y 3)
J.G. Messerschmidt
A estas lagunas relativas a circunstancias concretas, en Políticamente indeseable se añaden puntos débiles en la argumentación en general, así como en el plano ideológico. En primer lugar, llama la atención el rechazo de la autora hacia todo elemento emocional en política. La Sra. confía única y radicalmente en la razón, la emoción sobra. La debilidad de esta posición es evidente. El ser humano es un complejo del que razón y emoción forman parte constitutiva, por lo que, inevitablemente, estarán presentes en toda su vida social. La razón es muy imperfecta y la emoción tiene también sus razones. En todo caso, es muy poco realista, y así paradójicamente poco racional, querer prescindir del factor emotivo. Por otra parte, la autora misma, si bien se esfuerza casi siempre con éxito en fundamentar argumentalmente su actuación, continuamente hace gala de un apasionamiento que contradice su propia tesis.
La sinrazón de la razón pura
No es éste el único aspecto "teórico" en el que se detectan errores de bulto. En más de una ocasión la autora proclama y defiende un supuesto derecho a ofender, insultar y molestar, pero al mismo tiempo afirma: La política a nivel mundial se ha degradado. Se ha hecho tosca, zafia y pueril.
¿No tiene esto nada que ver con el insulto en la actividad política? Como apoyo a su aserto busca confirmación en una "autoridad" en la materia:
El filósofo Ruwen Ogien defendió una libertad de ofensa indispensable para la creación artística. De la misma manera, defendemos una libertad para molestar, indispensable para la libertad sexual. A estas alturas somos lo bastante experimentados como para admitir que el impulso sexual es, por naturaleza, ofensivo y salvaje.
¿Es posible, bajo estas premisas, mantener una convivencia más o menos pacífica, es decir, civilizada en el sentido más "cívico" del término? ¿Qué ha sido del encomio de la razón y el vituperio de la emoción? Acerca de la sexualidad, siendo ésta un asunto del todo individual e intransferible, entendemos que la Sra. Álvarez de Toledo habla de sí misma...
La confusión de la autora alcanza alturas preocupantes cuando proclama un derecho democrático a ofender y a ser ofendido. Es decir, a pensar. La Sra. Álvarez de Toledo parece ignorar que la democracia exige el respeto al adversario; que no siempre es conveniente decir todo lo que se piensa, entre otras cosas porque podemos equivocarnos y porque ni siquiera es necesario; y que la sinceridad no está reñida con la elegancia, ni la prudencia con la valentía. Lo cual es mucho ignorar. La creencia de que hay un derecho a ofender y ser ofendido y que coincide con el derecho a pensar es, en fin, incalificable, sobre todo si imaginamos a alguien que reclame como derecho que le ofendan ¿Lo hace para sí la Sra. Álvarez de Toledo? ¿Tiene una oculta vena masoquista?
Quizá el problema esté simplemente en un malentendido semántico. Algún ejemplo de supuesta ofensa no lo es en absoluto. También la palabra empatía aparece empleada de manera totalmente impropia, cuando se nos dice que es demasiado empático porque intenta caer bien a todos a cualquier precio.
Oxford decepciona, la ideología ciega
Cayetana Álvarez de Toledo estudió, se licenció y se doctoró en historia en Oxford. En teoría, se trata de una universidad del máximo prestigio cuyos egresados pasan por ser excepcionalmente competentes. Sin embargo, ya hemos señalado algún asunto histórico mentado en Políticamente indeseable de manera poco exacta, así como una cierta falta de profundización histórica que aclare las causas de determinados problemas políticos. También hemos mostrado cómo la lógica del discurso adolece a menudo de incongruencias y contradicciones. Y ello pese a una continua apelación a lo estrictamente racional.
Esta apasionada inclinación al racionalismo proviene de una fe acrítica en la Ilustración y en sus concreciones políticas, las revoluciones estadounidense y francesa. Cayetana Álvarez de Toledo halla emocionante (!!!) el párrafo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamados por la Asamblea Constituyente francesa en 1789 y admira los principios de igualdad formulados en el acta de independencia norteamericana. Pero olvida que tales principios no eran ninguna novedad: ya en la Antigüedad habían sido claramente formulados por el estoicismo y por el cristianismo y buena parte de los argumentos de la Ilustración son una versión secularizada de tesis tratadas amplísimamente por la escuela de Salamanca.
Igualmente olvida que la Asamblea Constituyente francesa, apenas seis meses meses después de la proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, confirmaba la continuidad de la trata y tenencia de esclavos en las colonias; recién en 1794 se aboliría la esclavitud, que sería restaurada de 1802 a 1848, mientras que en las posesiones francesas del África la abolición no llegaría hasta 1905. También pasa por alto que en los EE.UU. esa proclamación de igualdad fue papel mojado durante dos siglos, hasta que recién en 1965 la Voting Rights Act hizo posible el derecho a voto de todos los negros.
No es posible aquí entrar en detalles sobre las debilidad científica y la sobrecarga ideológica que delata la visión que la autora tiene de la historia de los últimos 250 años. Hablar de luces para referirse a la historia de este período e insinuar oscuridad para referirse a épocas anteriores
Un tiempo sin luces, cuando las personas eran juzgadas no por sus hechos sino por su sexo, raza, creencias o condición social.
Un regreso al oscurantismo. Hemos vuelto al marco intelectual y moral anterior a Locke y Voltaire
y su ciega creencia en el progreso
Los valores ilustrados no son mejores porque surgieran en nuestras tabernas, como me señaló Jonathan Haidt —¡sí, somos tabernarios!—, sino porque han impulsado tres siglos de progreso y porque son los únicos que pueden seguir haciéndolo
es no sólo un falaz lugar común, sino también un sinsentido a la vista de los hechos acaecidos en los trescientos años precedentes y de las negras perspectivas de futuro (pensemos p. ej. en la destrucción del medio natural).
En algunos momentos el buen gusto abandona a la en general elegante Sra. Álvarez de Toledo, que resbala peligrosamente hacia una "estética" digna de un o un . Así, su exaltación de la taberna no es precisamente un buen argumento: de los valores engendrados en un antro de borrachos no se debería esperar gran cosa...
Valores y debilidades etílicas aparte, la autora reproduce manidos lugares comunes procedentes la historiografía ilustrada y liberal de los siglos XVIII y XIX, reconocidos desde hace ya mucho como obsoletos por científicamente infundados. No se trata de ir por ahí derribando estatuas, desenterrando muertos y autoflagelándose por supuestas culpas de los predecesores; pero tampoco de caer en un acriticismo sectario.
Por otra parte, aunque su imagen del nacionalismo es incontestable, su panegírico al liberalismo como antídoto de aquél es disparatado: en sus orígenes ambos convienen a los intereses de la burguesía y se oponen juntos primero al régimen político absolutista, al sistema económico mercantilista y al cosmopolitismo aristocrático característicos del Antiguo Régimen, y más tarde al socialismo originariamente internacionalista.
Desde las revoluciones francesa y estadounidense y a lo largo de todo el siglo XIX (pensemos en las revoluciones de 1848) y no raramente en el XX (recordemos a figuras como , o ) nacionalismo y liberalismo constituyen un binomio indisoluble. Sólo a partir de la Globalización devienen, por el momento, difíciles de conjugar.
Del mismo modo resulta inexplicable la anglofilia que la autora confiesa con entusiasmo. Precisamente la Gran Bretaña es el mejor ejemplo de la simbiosis entre liberalismo y nacionalismo, expresado éste en forma de rabioso particularismo y separatismo antieuropeo, del que no es más que el último eslabón de una larguísima cadena. La casi ausencia de un movimiento nacionalista británico es explicable por su superfluidad, ya que un nacionalismo implícito impregna la generalizada actitud aislacionista e identitaria de la política tradicional británica.
En este mismo ámbito, pero con un acento político aún más explícito, se sitúa su entusiasta admiración por Margaret Thatcher, actitud que conduce inevitablemente al planteo de algunas preguntas aclaratorias: ¿Aprueba la Sra. Álvarez de Toledo la política de Margaret Thatcher respecto al proyecto de unidad europea? ¿Aprueba la posición de Margaret Thatcher durante la Guerra de las Malvinas? ¿Aprueba la actitud de Margaret Thatcher en relación a los derechos de España sobre Gibraltar? ¿Aprueba la política socioeconómica de Margaret Thatcher que p. ej. significó un aumento de la pobreza en más de un 50% entre otros perjuicios sociales? ¿Aprueba la amistad de Margaret Thatcher con Augusto Pinochet y la defensa que aquélla hizo de éste, negando que hubiera indicios de las violaciones de los derechos humanos que se le imputaban?
Sin una respuesta clara (sin rodeos ni ambigüedades) la posición de Cayetana Álvarez de Toledo es, como mínimo, desconcertante, pues ¿son compatibles la libertad con el colonialismo, el europeísmo con el nacionalismo "euroescéptico", la igualdad con el aumento de la pobreza, el entusiasmo por los derechos humanos con la defensa de quien los ha violado evidentemente? Ante tales dudas, el ciudadano tiene el derecho e incluso la obligación moral de exigir de sus representantes una postura clara en temas tan fundamentales. Políticamente indeseable debería tener, entre otras, también esta consecuencia práctica.
Es descorazonador que Cayetana Álvarez de Toledo abdique de su sentido crítico y se adhiera de modo incondicional a una ideología, en su caso el liberalismo; el cual, si bien tiene facetas benéficas, a lo largo de la historia ha mostrado demasiado a menudo un rostro vil, mal disimulado por una máscara de promesas nunca cumplidas. También decepciona su incapacidad para ponerse en el lugar de los verdaderos perjudicados por una política inspirada en esta ideología: p. ej. las víctimas, incontables, de los bombardeos y los embargos occidentales en países como el o el ; los damnificados por un sistema económico injusto; el propio medio ambiente natural, destrozado por un "desarrollo" hijo del pensamiento liberal-ilustrado.
En este sentido, uno de los momentos más críticos del libro es la larga arenga final, que ocupa todo un capítulo. Su furiosa apología del liberalismo contiene, junto a argumentos nobles e irrefutables como una condena ejemplar del totalitarismo y al lado de una magnífica defensa de la libertad y dignidad individuales, afirmaciones maniqueas, populistas, demagógicas: es decir, lo que ella misma haya repulsivo en otros. Como ejemplo comentaremos un aspecto: su posición ante el Islam. En realidad, habría sido mejor que la autora omitiera el tema. Sus palabras no revelan un conocimento de la historia y la cultura islámicas que permita emitir juicios certeros sobre la materia. Las "fuentes" que cita son más que dudosas: de Michel Houlebecq a Tariq Ramadan pasando por Charlie Hebdo y Ayaan Hirsi Ali.
De ellas asume, sin crítica y por motivos puramente ideológicos, una visión del Islam inequívocamente identitaria y de tono populachero, todo lo contrario de culta; es decir, sustentada por el prejuicio, sin fundamento en el estudio sereno de la materia, con la simplificación maniquea del que no es consciente de su falta de competencia. Ni siquiera parece tener en cuenta la abismal diferencia entre Islam e islamismo. Las posiciones y el discurso de Cayetana Álvarez de Toledo, tanto en el tono como en el contenido, recuerdan paradójicamente al modo de argumentar de figuras como , Johnson, , ...
La intención de su discurso es legítima y loable: la apología de Occidente. El problema es que formulado en tales términos deviene contraproducente, pues ni el fin justifica los medios, ni Occidente tiene el monopolio de la razón, ni está libre de grandes lacras. Una vez más la autora regala argumentos en su propia contra al adversario que pretende combatir. Nada nuevo, si recordamos que fueron los EE.UU, la Gran Bretaña y, en menor medida, Francia quienes nutrieron, glorificaron y armaron al monstruo islamista (¡no islámico o musulmán sin más!) para lanzarlo contra los invasores rusos en el Afganistán.
Sería superfluo entrar aquí en los pormenores de unas tesis tan inconsistentes como las contenidas en esta parte del libro. Baste decir que, aduciendo paralelismos y semejanzas superficiales, la autora termina prácticamente por comparar las situaciones en Cataluña, Venezuela y el Afganistán, en cuanto resultantes de desviaciones ideológicas presuntamente emparentadas. No parece aceptable que una historiadora haga tabla rasa de larguísimos y no equiparables procesos históricos para presentar a un manido liberalismo como bálsamo de Fierabrás capaz de curar todos los males políticos.
Intentos fallidos
Otro aspecto muy débil de Políticamente indeseable es el relato de familia. A lo largo del libro, la autora presenta retazos de su historia familiar. Estos excursos quieren aparecer tal vez como surgidos de libres asociaciones de pensamiento. Pero resultan forzados. Cayetana Álvarez de Toledo traza un cuadro estudiadamente impreciso y poetizado de su familia, algo así como una etérea acuarela de Marie Laurencin. En estos fragmentos abruptamente el lenguaje intenta volverse "literario", la hipérbole se vuelve rutina, los personajes tienen un aire artificiosamente proustiano. Si ya leer las mundanas exquisiteces de Proust es cuestión de gustos, podemos imaginar lo que será una paráfrasis libre insertada en un tomo de actualidad y reflexión política...
En realidad, de la familia y la biografía personal de la autora se revela muy poco. Se diría que estas anécdotas, deshilvanadas y más bien irrelevantes, están ahí para mostrar que los deudos de la Sra. Álvarez de Toledo siempre tuvieron alguna celebridad a mano, fuera André Breton, García Márquez, Dalí, Max Ernst o Leonard Bernstein entre otros. Por motivo de sus relaciones sociales, tal vez, a la abuela paterna (condecorada con la Legión de Honor) se le dedica un espacio amplio. La madre, junto a quien parece haber transcurrido la infancia y adolescencia de Cayetana Álvarez de Toledo, y la abuela materna son mencionadas (con las hipérboles de rigor) no tanto individualmente como en función de la imagen que la autora quiere dar de sí misma, retoño de una estirpe de "amazonas".
En realidad el papel de la madre es muy modesto, sobre todo en comparación con el del idolatrado (aunque con probabilidad físicamente mucho menos presente) padre. Un buen material para freudianos. El Sr. Álvarez de Toledo (el mejor hombre del mundo) es sublimado, idealizado y heroizado sin remilgos. Considerado por sus actitudes y por los hechos objetivos que nos transmite la autora, diríamos que fue un simpático bon vivant, pero no un héroe o un genio; el tipo de señor elegante y ameno al que nos habría gustado encontrar durante un largo viaje en tren, en uno de esos acogedores compartimentos de antaño, y cuya charla habríamos escuchado con gran placer.
Leyendo los párrafos que la autora dedica a su padre, se tiene casi la certeza de que heredó de él su orientación política. Dada la apasionada veneración con que la Sra. Álvarez de Toledo se refiere siempre a su progenitor y el modo igualmente emotivo con el que reivindica el liberalismo, es lícito sospechar que entre ambas inclinaciones existe un vínculo muy estrecho. Ninguno de los dos es objeto de la menor sombra de crítica, como si compartieran el divino atributo de la perfección, casi como si Jean Álvarez de Toledo fuera un santo y el liberalismo una fe.
Ya hacia el final del libro reaparece la familia, en realidad muy maltratada por la cursilería del texto, con el padre tocando la obertura de Carmen al piano para Mamivonne (es decir "mamá Yvonne", la abuela paterna) ante una audiencia extasiada, lo que da lugar a un desmelene de españoladas "a la francesa", para el lector líneas arduas que quizá pretendían tener algo de apoteosis y acabaron en descalabro estilístico y disparate conceptual. ¿O es autoironía?
Las circunstancias y su persona
Si toda persona es el resultado de unas circunstancias, Cayetana Álvarez de Toledo lo es aún más, por el hecho mismo de que sus circunstancias son inusuales. Algunos datos sacados de los fragmentos autobiográficos de su libro son indicios significativos: la madre es soltera, la familia es cosmopolita y en cierto modo "matriarcal" (o amazónica, como diría la autora); pasa su infancia entre dos países y viaja por otros; en edad adulta se radica en un tercero; tiene la ciudadanía (en sentido oficial) de tres y la nacionalidad (en sentido cultural y existencial) de todos ellos y de ninguno; de niña quiere ser arqueóloga y aprende violín con el método Suzuki; sacia en su adolescencia la pasión por la equitación y es capaz de entusiasmarse por una función de ballet clásico ruso; lee mucho y escribe; la política la seduce y nada le gusta tanto como redactar discursos; tiene una abuela que muere pasados los cien años, cuando ella misma ya ha dejado atrás los cuarenta...
Estas circunstancias poco frecuentes (¡y no son las únicas!) forman una combinación singular. ¿Cuántas personas conocen esta rara constelación por experiencia propia? Quien no haya pasado por todas esas vivencias, deberá quizás esforzarse un poco para captar hasta qué punto determinan una manera de ser y pensar. De esas experiencias surgen frases como las que, a modo de apéndice, añadimos al final. De ellas y de las reflexiones que generan nace un cosmopolitismo que siente repulsión natural por todo nacionalismo, una individualidad que no puede fundirse en la masa, que se mantiene intransigentemente única.
Si hemos de juzgar por su libro y por lo que conocemos de su actividad política, la Sra. Álvarez de Toledo posee virtudes como inteligencia, honestidad y valentía, así como una cultura muy superior a la de cualquier político contemporáneo, incluídos los jefes de estado y de gobierno de prácticamente todos los países europeos de los últimos años. En su forma de actuar Cayetana Álvarez de Toledo nos recuerda un poco a Blanquette, la protagonista del cuento La chèvre de Monsieur Séguin de Alphonse Daudet en sus Lettres de mon moulin. Blanquette no quiere vivir segura y tranquila con su dueño, el buen Monsieur Séguin, sino irse a la montaña, donde es libre. Como no le importa el peligro, se escapa. Después de un día pleno de libertad, con la oscuridad de la noche llega el lobo. Blanquette le hace frente, aunque sabe que perderá la lucha. Combate toda la noche. Al amanecer el lobo la vence y la devora, pero es una muerte en libertad después de haber dado batalla.
Igual que su autora, Políticamente indeseable tiene defectos que pesan bastante menos que sus virtudes. Es un libro que obliga a plantearse preguntas, que suscita réplicas y desacuerdos, pero también aquiescencias y complicidades, un libro con el que se querría poder hablar y discutir. Pero ya lo advirtió Platón: la desventaja de los libros es que no responden. En todo caso, Políticamente indeseable induce a pensar. ¿No es suficiente?
Apéndice
A continuación incluímos algunos breves párrafos extraídos de Políticamente indeseable. Se trata de textos que, por diversos motivos, nos han parecido especialmente dignos de atención y cuyo contenido, personalmente, avalamos sin reservas.
¿Cuál es entonces su identidad? Me lo han preguntado tantas veces. En realidad es la pregunta de mi vida.
[Arturo Pérez Reverte] contestó con mucha amabilidad que compartía el sentido de la iniciativa, pero que no participaría «porque yo, como tú, soy un lobo solitario». Le agradecí la comparación, pero le dije que precisamente los lobos solitarios estamos en mejores condiciones de apoyar iniciativas colectivas porque no corremos el riesgo de que nos confundan con la manada. Y mucho menos con el rebaño.
El sectarismo español no es sólo el reflejo de una suicida lógica de trincheras. Sobre todo, es la expresión de una radical desconfianza en el individuo. De una triste incapacidad para sobreponerse al grupo, para reconocerse distinto, único, complementario. Un hombre que confía en sí mismo mira lo que firma, no quién más firma.
Leer, preguntar, escuchar y pensar requieren un esfuerzo que ya nadie está dispuesto a pagar. La identidad es también el atajo de los vagos.
Éramos antinacionalistas, europeístas, culturalmente elitistas y objetos fóbicos del separatismo catalán.
El punto de individualismo y de intransigencia de los justicieros —lo sé porque yo también lo tengo.
Me mueven las causas no completamente perdidas, pero sí en grave riesgo de perderse: la épica.
El agredido que ofrece a su agresor en activo la paz no es un pacifista, sino un masoquista. Un hombre que no acaba de entender lo que le pasa. Que asume como propia la culpa ajena, lo que equivale a una concesión de impunidad y a una invitación a la reincidencia.
Ratzinger, la inteligencia al servicio de la fe.
La coherencia podrá asegurarte el cielo, pero a la tierra la vuelve un pequeño infierno.
La pandemia trajo consigo otros virus. El peor fue el virus autoritario, que se extendió de arriba abajo como la lava, arrastrando a su paso las instituciones, los contrapesos y la calle.
Los científicos también fallaron: resultaron ser humanos y algunos, además, meros publicistas del Gobierno. En realidad, lo que la pandemia ha demostrado es hasta qué punto es determinante la política, el modelo, la idea que los gobernantes tienen del papel del individuo y del Estado en la sociedad, de la libertad y la responsabilidad en un sentido profundo.
El recurso vulgar del pandillero que, incapaz de dar una réplica solvente a una crítica basada en hechos, intenta apelar a algo tan elemental, tan tristemente extendido, como el rencor social.
La izquierda, experta en derrotar a fascistas muertos.
Subcultura del peloteo y la mediocridad, de una falsa lealtad basada en el terror o el puro cálculo personal: la necesidad de conservar la nómina.
Más autorictas que potestas.
Sí, venero la inteligencia y soporto mal la estupidez.
No somos responsables subsidiarios de lo que hayan hecho nuestros padres, ni nuestros hijos lo serán de lo que hagamos nosotros.
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