España - Galicia
A tumba abierta
Alfredo López-Vivié Palencia

No fue flor de un día. Guardo muy buen recuerdo de la última vez que
La Octava Sinfonía suele considerarse –erróneamente- una obra menor al lado de las hermanas que la rodean, por su corta duración y por su carácter desenfadado. En cuanto a la duración, ¿alguien se atrevería a calificar de obra menor, por nombrar una, la Séptima Sinfonía de Sibelius? Y en cuanto al carácter, ¿puede haber mejor ejemplo de contraste entre los dos movimientos centrales –refinados y elegantes como pocos- y los dos movimientos extremos –llenos de drama hasta el punto de la rabia?
Destacar ese contraste fue el primer mérito de Vogt. Por ejemplo, el comienzo del desarrollo del primer tiempo (tras la repetición de su parte inicial, cuya observancia me sigue provocando dudas porque, a mi modo de ver, interrumpe el discurso): igual que en el “Saltarello” de la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, no hay nada alegre ahí, sino una lucha angustiosa; por otro ejemplo, la fluctuación del pulso en el Minueto, que sonaba de lo más natural. También ese contraste se vio en los tiempos, ligeros unos y vertiginosos los otros.
También me suscita dudas que Vogt decidiese optar por una ejecución decididamente historicista, no sólo por esos tiempos rapidísimos (que se pueden salvar si, como hoy, el resultado es limpio y se escucha todo), sino sobre todo por prescindir del vibrato en las cuerdas. Pero el caso es que Vogt se ocupó también de que no se perdiese ni un solo sonido de la madera, haciéndola muy presente para añadir vigor a la interpretación; por no hablar de la acentuación rotunda de trompetas y timbales, que eso a Beethoven siempre le sienta bien (al contrario que a Mozart o a Haydn).
Total, que Vogt hizo mucho ruido, pero ruido del bueno porque mantuvo siempre la cosa bajo control, y encima le dio tiempo a unos cuantos detalles de fraseo dignos de las mejores batutas (la pausa antes del segundo tema en el Allegro inicial, la ligera retención del tiempo antes de la sección media del Minueto). Y como la Real Filharmonía respondió demostrando su categoría (mención de honor para los trompistas Alfredo Varela y Jordi Ortega), aparté mis prejuicios y agradecí que, por una vez, me dieran un Beethoven rugiente y crujiente.
El mismo criterio empleó Vogt para el Concierto “Emperador”, con esa larguísima introducción orquestal dicha de forma arrasadora, con toda la delicadeza que merece su Adagio, y, tras una transición tan calmada como expectante, con el Rondò lleno de vitalidad (sin olvidar regodearse de tú a tú con el timbal antes de concluir la pieza). Sin embargo, me resultó difícil encajar esa coherencia tan sólida con el estilo que Vogt le dio al piano: no me importa que a su toque le falte el mismo mordiente que le da a la orquesta, pero una cosa es que el arranque de la obra sea lo más parecido a la única cadencia que hay en ella, y otra que Vogt la tocase como si fuera de Liszt; lo mismo que el Finale me sonó más a Chopin que otra cosa. Dejando aparte el hecho de que el Steinway del Auditorio de Galicia ya no está para según qué trotes, tal vez la explicación radique en que en este concierto (y en todos) conviene repartir entre dos la batuta y el teclado, por más que Vogt se ayudase de una “i-partitura”.
Dejo los dos intermedios para el final: uno perfectamente prescindible, porque incluso la próstata más vetusta aguanta sesenta minutos de música sin necesidad de descanso; otro maravillosamente inolvidable: el opus 118 nº 2 de Brahms con el que Vogt correspondió el entusiasmo del público, porque sólo en manos del gran Achúcarro he escuchado eso tocado con tanto cariño y con tanta profundidad.
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