España - Madrid
Elogio de la necedad
Xoán M. Carreira
La comedia musical The Magic Opal de Albéniz y Arthur Law es para bien y para mal un disparate. The Magic Opal de Paco Azorín sobre música de Isaac Albéniz y otros autores es una necedad.
Una diferencia que tiene extraordinaria relevancia porque el disparate es un tipo de espectáculo teatral avalado por siglos de permanencia, mientras que las tradiciones del teatro son radicalmente incompatibles con la necedad.
Por ejemplo la escenografía de Paco Azorín, un cubo cuyas paredes ocultan numerosas compuertas, pudiera parecer un homenaje a los hilarantes trucos escénicos de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), el gran maestro del disparate escénico español, lo que quedaría avalado por las ubicaciones imposibles de las trampillas.
Sin embargo, su uso dramático y la lógica narrativa a la que sirven denotan que el modelo que copia Azorín es el del Don Carlo (Ópera de Viena: 2014) de Peter Konwitschny, aunque el escenario de Azorín no está al servicio de la comicidad (como en Jardiel) ni de la paranoia (como en Don Carlo) sino de la necedad.
Porque necia es la ocurrencia de poner a los cantantes en el interior de un cubo cuyo material y diseño impiden escuchar la voz cantada y hablada, a la vez que amplifican los menores ruidos y generan una amplia distorsión acústica.
Este absurdo artilugio escenográfico es consecuente a una necedad conceptual, que es condicionar toda la dramaturgia y narratividad de una obra teatral en tres dimensiones, a la bidimensionalidad de una pantalla de ordenador.
Además la manía de Azorín de ofrecer como paradigma del universo juvenil actual a unos adolescentes vestidos con ropa de Primark del catálogo de 2001, que se expresan como hace veinte años, y cuyo sentido del decoro se aproxima al de sus abuelos, contribuye a la impresión generalizada de estar asistiendo a una función escolar en un centro confesional, con limitados recursos económicos y un marcado interés moral.
Este discurso moral es impúdicamente patriarcal, y se ve reforzado por la constante dependencia de las protagonistas femeninas 'ciudadanas' de sus protectores masculinos, que son quienes las defienden, pelean por ellas, y se apropian de sus éxitos; mientras las antagonistas 'bandidas', vestidas con unos disfraces a medio camino entre las fuerzas especiales y los guerreros ninja, luchan aguerridamente en solitario y son siempre derrotadas por los 'ciudadanos' masculinos.
Porque esta es una más de las necedades de esta regie. The Magic Opal de Azorín está protagonizada por un grupo de adolescentes en una estación de metro, que mientras esperan su tren -siempre retrasado- están concentrados en chatear con sus móviles, se sobrentiende que en páginas de redes sociales intentado ligar. Repentinamente los chicos son abducidos al interior de un vídeojuego en el cual -divididos en 'bandidos' y 'ciudadanos', y cada uno con sus tarjetas de juego- competirán para alcanzar el amor verdadero, un juego de rol controlado por un histriónico personaje, Eros XXI, que parodia los peores tics de Javier Gurruchaga.
Con tan frágiles mimbres argumentales y tan fornidas trabas dramatúrgicas, era improbable a priori que Azorín fuera capaz de construir un espectáculo pasable y lo único que consiguió fue un espectáculo bochornoso. Azorín no sabe dirigir a los actores y los actores no saben hablar, cantar ni estar en escena quietos o moviéndose. Los coreografías son ridículas por su simplonería, al igual que los vídeos y los molestos efectos especiales -sonoros y de luces.
Fernando Albizu (Eros XXI) prodigó una amplia panoplia de gestos histriónicos y egocéntricos, comentarios banales y chistes de sal gorda cuando no soeces. El coro estuvo totalmente desconcertado en lo vocal y sin instrucciones aparentes acerca de cómo actuar, al igual que los figurantes. Lo mejor sobre el escenario fueron los espléndidos funambulistas.
A la Orquesta de la Comunidad de Madrid, presente en el foso pero ausente en la sala debido al ruido sobre el escenario, sólo la escuchamos en la obertura y entreactos, en los que García Calvo consiguió que disfrutásemos de la bella música de Isaac Albéniz.
Según se deduce de su artículo de presentación en el programa de mano de la representación, a Paco Azorín no le gusta The Magic Opal de Albéniz-Law ni, por lo que parece, el teatro musical popular, ni la opereta, ni la soap opera, ni ninguno de estos géneros. El único interés que le despierta como dramaturgo es el de aggiornarlo, corregirlo y mejorarlo conforme a sus propios talentos dramatúrgicos que juzgo muy inferiores a la hiperbólica autovaloración del propio Azorín, quien no duda en referirse a su pretenciosa régie como una puesta en escena divertida, hilarante y a la obra de Albéniz y Law como inconsistente y ñoña.
Es evidente que Paco Azorín está encantado de haberse conocido, está en su perfecto derecho. Otra cosa, muy distinta, es el deber institucional del Teatro de la Zarzuela de mantener el sentido del decoro en sus programas de mano.
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