España - Madrid
Traumatizada, no histérica
Maruxa Baliñas y Xoán M. Carreira

El ángel de fuego fue concebida como una obra simbolista y cuando Prokofiev terminó la partitura (1919-1927) esta perspectiva estaba ya obsoleta. Este fue el primer obstáculo para su estreno, que -como recuerda el programa de mano- se produjo en su versión original rusa con más de sesenta años de retraso (Perm, 1987) y sólo tras la caída de la URSS se vió en Moscú o San Petersburgo.
Calixto Bieito se enfrentaba a una ópera difícil tanto en el aspecto dramático como musical, debido a su ambigüedad. De hecho la otra versión que había visto Maruxa de El ángel de fuego, en el Teatro Mariinski de San Petersburgo, era totalmente distinta y de ella recuerda precisamente al ángel, mientras en el Teatro Real la ambigüedad de este ángel fue tal que sólo avanzada la representación se llega a identificar la figura del ángel en ese viejo conde atractivo, pero en absoluto parecido físicamente al ángel de fuego que Renata evoca constantemente. Bieito tiene claro que el tema principal de la ópera es la niña traumatizada, no el histerismo de Renata adulta, y esa es una diferencia que lo cambia todo.
Se observa una evolución muy positiva en Bieito en la dirección de actores, especialmente desde su Parsifal, y que aquí en El ángel de fuego alcanza uno de sus mayores logros en el riquísimo tratamiento de Renata, omnipresente en escena, pleno de matices y cuidadísimo hasta en el menor detalle. Esta meticulosidad se percibe en todos los personajes, incluyendo detalles como la presentación del perro -un magnífico Gran Danés- en escena, y sobre todo la presencia de la bicicleta, casi constante símbolo de la inocencia de Renata -y a veces su refugio- a lo largo de toda la ópera.
La escenografía es un conjunto modular giratorio en tres niveles con la cuarta pared abierta a la visión del espectador. Resulta especialmente angustioso el último piso, donde se desarrollan amplios fragmentos de la ópera, donde la altura de la habitación es tan escasa que sólo cabe arrastrarse o avanzar doblados por la cintura. En el plano intermedio se sitúan también dos ‘habitaciones’ muy inquietantes: una totalmente decorada para un niño pequeño donde a menudo se ve al conde Heinrich en una actitud impropia; y otra que reproduce una consulta de tocología donde un médico y una paciente posan casi todo el tiempo como maniquís hasta que les toca intervenir en la acción.
En general todas estas habitaciones y espacios, con sus personajes no siempre comprensibles en sus actitudes y acciones, que sólo en un cierto momento de la ópera adquieren sentido, son un reflejo muy claro de una de las ideas principales de la ópera: Renata tiene demasiadas experiencias dentro, piensa demasiado, da demasiada importancia a las cosas, muchas de las cosas que ocurren tienen otro sentido profundo o alusivo al pasado, que ni Ruprecht ni el público entendemos, etc.
Esta división de espacios es una solución escénica que Bieito siempre ha utilizado con fortuna y que en los últimos años le ha proporcionado brillantes resultados en Wozzeck, Soldaten o Diálogo de Carmelitas. Al igual que en estos tres títulos, Bieito muestra una visión compasiva de extraordinaria potencia emocional que ilumina una realidad fea, desagradable, cruel y sin esperanza. Bieito utiliza una narrativa punk para describir este universo postapocalíptico y desesperanzado, si bien en el caso de El ángel de fuego Bieito renuncia o no ve necesario utilizar recursos como las desnudeces, el sexo explícito o la parafernalia gore (excepto quizás en el aborto), elementos que podrían restar histrionismo a la acción, pero que en modo alguno disminuyen la sensación de desesperanza, impotencia y derrota de los valores morales racionalistas.
Como cabría esperar de ese gran dramaturgo que es, Bieito presenta una perspectiva intemporal (quizás basada en 1950-60) respetando las alusiones al siglo XVI en el texto cantado. Los personajes que representan el poder llevan elegantes trajes y cuando hace falta se revisten con bata de médico: el vestuario es el estamental contemporáneo. Mientras Renata, Ruprecht y el coro visten con un ropa moderna sencilla y algo descuidada, que contrasta con la del mundo del poder, los juicios sociales, los abusos sexuales, y los silencios.
Este trabajo escénico no hubiera servido de gran cosa si el nivel musical no se hubiera cuidado igualmente. Gustavo Gimeno se tomó muy en serio el desafío de estrenar en España una ópera de un gran maestro, que sin embargo no está en el repertorio y de la que no existe una tradición interpretativa consolidada. Problema que se agudiza por el hecho de que al mismo tiempo existe un referente en el repertorio, la Tercera sinfonía de Prokofiev, basada en temas musicales de la ópera pero descontextualizados. La Orquesta del Teatro Real tiene una limitaciones bien conocidas, pero también es una orquesta que desea ser bien dirigida y que recompensa con generosidad las ocasiones de lucirse, como en este Ángel de fuego. Gimeno ha realizado un buen trabajo en los ensayos, por lo cual ha sido una representación impecablemente concertada. Si a esto se suma que el director es un acompañante atento y respetuoso, incluso intuitivo, los cantantes no parecieron tener problemas: se les notaba cómodos y sueltos, centrados en unos papeles que -especialmente en el caso de los dos protagonistas- no eran nada sencillos.
El coro supo aprovechar la ocasión y estuvo espléndido vocal y actoralmente, destacando sobre todo en la difícil escena final que culmina con el auto de fe, convertido en la impactante quema de la omnipresente bicicleta de Renata.
La gran estrella de la noche fue Ausrine Stundyte como Renata, un rol francamente ingrato ya que debe actuar e incluso cantar al borde del derrumbamiento moral y físico durante la practica totalidad de la ópera, siempre bordeando la locura pero sin llegar a cruzar -más que fugazmente- esa delicada frontera. Todas las alabanzas a Stundyte resultan escasas, toda la representación pivota sobre ella dramática y musicalmente, y en ningún momento se notó el cansancio o la caída de intensidad emocional. Stundyte no jugó el papel de víctima indefensa, ni abusó de sus traumas, no intentó ser simpática ni romántica, sino una figura totalmente desconcertada también en su lenguaje musical, que es denso y relativamente atonal aunque muy respetuoso con los cantantes, como es habitual en Prokofiev, un compositor cuyas óperas aún no se han vuelto habituales en las programaciones (no son obras fáciles ni agradables, salvo quizás Boda en el monasterio) pero que merecen ser mucho más oídas.
Leigh Melrose (Ruprecht) es un buen cantante que en esta ocasión -y es un acierto- se dejó arrastrar por Renata entendiendo que la representación depende de ella. Dramáticamente su rol resulta muy complicado porque tiene que representar al mismo tiempo su personaje real y lo que Renata ve en él (la imagen que ella se crea), que a menudo son cosas contradictorias. Melrose sí acusó en algún momento el cansancio pero ello no le impidió cumplir sobradamente con las expectativas.
Dmitry Golovnin se enfrentaba al doble papel de Agrippa von Nettesheim y de Mefistófeles, filtrado además por la imaginación de Renata. El cinismo moral y la ambigüedad de su rol le permitían lucirse y Golovnin lo hizo con efectividad y discreción al tiempo. Dejó correr las cosas, fue incluso frío, porque no hay que olvidar que Mefistófeles gana siempre. Igualmente satisfactorios el resto de los 'malos' -Fadó, Kares o Ulianov- tanto vocal como actoralmente.
Fue una de esas grandes noches en las que todo funciona bien y todos los elementos están compensados. Para mayor fortuna, disfrutamos de una solista excepcional y una profundización dramática que hemos echado de menos en otros espectáculos que vimos recientemente en este mismo Teatro Real o en el Teatro de la Zarzuela.
Comentarios